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Capítulo 11

TOMÉ EL ÚLTIMO vuelo del día a fin de regresar a mi país y al Aeropuerto de Heathrow, la cabeza me daba vueltas por los hechos que Guggenheim había expresado tan efusivamente.

Él se encontraba en algún lugar a bordo del avión, pues no conseguimos dos asientos juntos disponibles. Traía sólo unas cuantas cosas que necesitaba para pasar la noche y una maleta grande de instrumentos científicos de campo. Nada lo habría detenido en su búsqueda del vector de la Ehrlichiae risticii. El científico temblaba de ansiedad.

– Esta época del año no es propicia para la fiebre del Potomac -me había comentado-. Por lo general, es una enfermedad de clima cálido. De mayo a octubre.

– El verano pasado tuvimos un bicho en Pixhill que inhabilitó a una cantidad reducida de caballos por el resto de la temporada.

Lanzó un gemido de placer, hasta donde pude percibir.

– También apareció la misma clase de enfermedad en algunos lugares de Francia -dije-. Volví a leer la noticia en el diario apenas esta semana.

– Encuentre el diario. Esto es historia.

Sería un desastre sin remedio, pensé, si no podía yo aclarar todo rápidamente. Ya me imaginaba los titulares de los diarios: LOS CONDUCTORES DE FREDDIE CROFT TRAJERON lA FIEBRE EQUINA DEL POTOMAC A INCLATERRRA. La confianza es muy frágil. Este asunto podía mandarme a la quiebra.

Sudé.

Uno de los conejos de los Watermead faltaba el domingo anterior. Los niños comentaron que sólo había catorce, y no quince. Quizá Lewis, que gozaba de toda su confianza para atenderlos, se había llevado uno a Francia. En agosto pasado había sido el mismo Lewis el que había traído de Francia el conejo muerto infestado de garrapatas, la "langosta" muerta de la que tanto hablaba el Trotador.

Garrapatas. La voz del Trotador llegó hasta mí de manera inconfundible. "El 'Rojo' también encontró las mismas cinco". Una canción infantil me vino a la mente al mismo tiempo. "Uno, dos, ata mi zapato; tres, cuatro, toca a la puerta; cinco, seis, vamos por leños. Cinco, seis, leños y fogatas". Fogatas: garrapatas.

"El 'Rojo' encontró las mismas garrapatas en un caballo el verano pasado y se murió". ¿Quién es rojo? No era rojo y azul, pensé. Tampoco rojo y negro, o rojo y atardecer. No… Rojo y carmín.

Carmín: Benjamín.

Benyi Usher había encontrado las mismas garrapatas.

Recordé las palabras de Dot: "¡Esos pobres infelices! Murieron. Lo detesto".

Las imágenes aparecieron en tropel ante los ojos internos de mi mente. Benyi Usher entrenaba a sus caballos desde la ventana del piso de arriba. Benyi nunca tocaba a sus caballos. ¿Temía acaso que los organismos microscópicos le saltaran?

Benyi inscribía a sus caballos en carreras que se celebraban en hipódromos pequeños, y todos sabían que había tenido una suerte endemoniada para las victorias fáciles.

Por fuerza tenía que tratarse de una coincidencia. Benjamín Usher era un hombre rico.

Algo que una vez leí emergió en la conciencia: "No es necesario especular acerca de la fuerza vital que todos tenemos en nuestro interior. Esta sale a la superficie, se nos revela. Bajo presión, no podemos ocultarla".

¿Y si la fuerza vital de Benyi Usher fuese el anhelo de tener campeones y no dinero? ¿Un anhelo que su propia habilidad no era capaz de mitigar?

Lewis conducía a menudo para Benyi.

Éste se cortó los rizos el verano pasado.

¿Acaso tenía temor de que las garrapatas se le instalaran en el cabello largo?

El Trotador.

Benyi no había asesinado al Trotador. Yo sabía que Benyi estaba jugando tenis en la cancha de los Watermead aproximadamente a la hora en que el Trotador murió.

Lewis no había matado al Trotador. Él se hallaba en Francia.

Mi conductor había vuelto a la granja a las dos de la madrugada del martes, mucho más tarde de lo que pensaba. Albergó en el establo a los caballos de dos años pertenecientes a Michael y dejó una nota para avisarme que estaba enfermo de gripe. El martes por la mañana, más tarde, llevé a los potros en el super seis de Lewis hacia las caballerizas de Michael y desayunamos. Después otro conductor de la flotilla había llevado el super seis a las carreras hípicas del día.

¿Y si Lewis se hubiera llevado en realidad el conejo faltante a Francia para recoger su carga de enfermedad? ¿Y si el animal todavía se encontraba ahí, ya infestado de garrapatas, en el recipiente oculto, hasta que el conductor volvió del hipódromo con el camión por la tarde? ¿Y si Lewis había ido a la granja por la noche para sacar al conejo? ¿Y si yo había entrado en el momento en que esto sucedía?

¿Tenía sentido?

Tanto como todo lo demás.

¿Entonces, qué había descubierto el Trotador?

Percibí una aguda sensación de peligro.

Esa mañana del domingo había sido cuando encendieron la computadora para activar el virus Miguel Ángel. El Trotador no entendía nada de computadoras. Realmente no importaba qué había visto en la oficina, sino a quién.

DE CAMINO del Aeropuerto de Heathrow a casa, llamé por teléfono a Isobel y me disculpé por lo tarde que era.

– No te preocupes -respondió. Todo había salido perfecto durante el día. Aziz y Dave regresaron bien de Irlanda, pero Aziz comentó que Dave estaba un tanto indispuesto. Tal vez, comentó, le estaba dando gripe.

– Me enteré que vas a ir a comer con los Watermead mañana -comentó amablemente Isobel-. Voy a seguir con las reservaciones, ¿te parece bien?

– Sí, por favor -repuse agradecido-. ¿Quién te dijo?

– La misma Tessa Watermead. Pasó por aquí. Le enseñé algunas cosas. Estás de acuerdo, ¿verdad?

– Sí, claro.

Guggenheim, sentado a mi lado en el Fourtrak, repudió mi sugerencia respecto de detenernos a comer. Afirmó que Peterman necesitaba la tetraciclina tan pronto como fuera posible.

Para el pobre de Peterman, sin embargo, ya resultaba demasiado tarde. Cuando salimos al jardín envuelto en la oscuridad, mi antiguo compañero estaba tirado en las sombras, la inmovilidad de la muerte era inconfundible. Guggenheim se lamentó por su propia carrera; yo, por el recuerdo de las carreras de antaño y la velocidad de un gran caballo.

Guggenheim había traído una aspiradora manual de baterías para encontrar las garrapatas. Hizo su mejor esfuerzo, recorrió el cuerpo de Peterman, pero los restos recolectados lo desilusionaron profundamente. Se inclinó sobre el microscopio en la cocina, al tiempo que emitía unos débiles gemidos de desesperación.

– Nada. Nada. Debe de haberse traído todas en el jabón -su voz sonaba como si yo hubiera echado a perder todo a propósito.

– ¿Quiere un trago? -sugerí.

– El alcohol es irrelevante -repuso.

Sin embargo, me serví uno, y después de un momento me quitó la botella de la mano y llenó a medias el vaso que había colocado en la mesa para él.

– Es anestesia para las causas perdidas -observó-, El portador de la Ehrlichiae risticii es brutalmente evasivo. Supongo que no lo comprende.

– Sí comprendo, ¿sabe? Voy a intentar conseguirle algunas garrapatas más.

Encontramos una especie de cena en el refrigerador y en la alacena y luego se fue a dormir en silencio y toda la noche a la habitación de Lizzie.

Por la mañana, telefoneé a John Tigwood para informarle que Peterman había muerto. La voz de Tigwood, pomposa y engolada como siempre, sonaba irritable y a la defensiva.

– Marigold English se quejó de que el caballo estaba enfermo y me aseguró que tenía garrapatas.

– ¡Disparates! ¡Es totalmente absurdo! No quiero que ella o tú vayan por ahí esparciendo esos rumores maliciosos.

Percibí con claridad que temía que todo su tinglado se derrumbara si nadie quería ya dar albergue a los caballos viejos. Tenía una razón tan poderosa como yo para querer mantener en secreto todo el asunto.

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