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Le respondí con tanta franqueza como me pareció prudente.

– Es un hombre dedicado que persuade a muchas personas de los alrededores de proveer un buen hogar para los caballos viejos. Michael Watermead va a aceptar a dos del nuevo lote que trajimos ayer a Pixhill. También lo hará Benyi Usher. No hay nada de malo, si cuentas con espacio y pasto.

– ¿Entonces le dirías que sí?

– Es una caridad acostumbrada en Pixhill -pensé por un momento y añadí-. En realidad, yo solía montar hace mucho tiempo a uno de los caballos del lote nuevo. Fue una gran estrella. ¿Podrías pedirle a John Tigwood que te permitiera tener ese caballo en particular? Se llama Peterman. Si lo alimentas con avena, yo la pagaré.

– ¡De manera que ahí dentro sí existe un corazón que se conmueve! -bromeó ella.

– Bueno, ganó carreras para mí.

– Está bien. Llamaré por teléfono a John Tigwood y le ofreceré el trato.

– No menciones la avena.

Marigold me vio de reojo con diversión amistosa.

– Uno de estos días tus buenas obras van a desatarte.

Se apresuró a volver a su jeep, aceleró el motor y arrancó. Le grité "gracias", pero probablemente no alcanzó a escucharme debido al ruido de la transmisión.

Varios conductores llegaron a trabajar y se dirigieron al restaurante. El recuento de Harvey acerca de mis experiencias nocturnas los hizo salir a todos otra vez para inspeccionarme como, si de alguna manera, yo no fuera real. Uno de ellos era el favorito de la familia Watermead, Lewis, el mago con los conejos, que supuestamente estaba en cama aliviando sus penas.

– ¿Qué pasó con la gripe?

Respondió con voz ronca:

– Creo que se trata de un simple resfriado. Ya no tengo fiebre, ¿ves? -estornudó y diseminó su infección sin darle importancia.

– Será mejor que no esparzas tus gérmenes -aconsejé-. Ya hay aquí muchos conductores enfermos. Tómate otro día libre.

– Muy bien -resolló con dificultad e indiferencia-. Gracias.

Phil me preguntó:

– ¿Es verdad que destruyeron tu casa? ¿Y también el Jaguar?

– Creo que sí.

– Mataría al bribón -respondió.

– Sólo dame la oportunidad.

Los otros asintieron y comprendieron el sentimiento.

– ¿Supongo -inquirí- que nadie de ustedes pasó por la grana anoche después de las once?

Nadie lo había hecho, según parecía. Lewis preguntó:

– ¿No viste quién te golpeó?

– Ni siquiera oí a nadie. Pregunten por ahí, ¿quieren?

Contestaron que sí, entre indecisos y dispuestos.

Muchos de los conductores que trabajaban en mi empresa se veían igual en la superficie, pensé, mientras recorría con la mirada al grupo. Todos tenían menos de cuarenta años, ninguno era gordo. La mayoría tenía el cabello oscuro, no eran muy bajos de estatura ni medían más de uno ochenta. Sin embargo, en lo relativo al carácter, se trataba de una cuestión diferente.

Lewis se había unido a la empresa hacía dos años, entonces lucía rizos en el cabello. Pero cuando los demás empezaron a llamarlo "afeminado", se había dejado crecer un bigote grueso y amenazaba con el puño constantemente para acallar las lenguas sarcásticas. En esa época se había presentado con una rubia tonta que llevaba zapatos escarlata de tacón puntiagudo y otra vez había amenazado con el puño para silenciar los silbidos de los lobos. Durante el verano pasado, se había cortado el cabello y afeitado el bigote, y la rubia tonta le había dado un hijo que ambos adoraban.

Dave entró por las rejas haciendo rechinar su bicicleta oxidada, descarado, alegre y tan irresponsable como siempre. Su esposa hacía el papel de mamá con él, lo mismo que con sus dos hijas, y toleraba generosamente los malos hábitos de su marido de rondar la taberna y sus apuestas en las carreras de galgos.

Aziz llegó también, ojos oscuros y deslumbrantes dientes blancos. Los dejé mientras todo el mundo le contaba a Dave Yates y a Aziz Nader sobre mis aventuras nocturnas.

Isobel y Rose se presentaron y volvieron a quejarse amargamente de la condición de difunto de la computadora. Pensé en el difunto estado aún más grave de la terminal que estaba en mi sala y por poco se me olvida que ese día había citado al técnico para que la arreglara.

Llamé por teléfono a la oficina central que llevaba los números de mis tarjetas de crédito y les pedí que cancelaran mis cuentas. Me comuniqué luego con la compañía de seguros, en donde me prometieron que enviarían a un asesor.

Después de eso, Aziz entró en la oficina.

– Harvey dice que no hay trabajo para mí el día de hoy -indicó-. Me pidió que te preguntara sí querías que llevara a cabo el mantenimiento. Dos camiones necesitan cambio de aceite.

– Sería muy útil -tomé las llaves de la bodega de herramientas de mi escritorio y se las entregué-. Ahí encontrarás todo lo necesario. Aziz -una idea terapéutica cruzó por la cabeza, que me dolía-, ¿te importaría conducir mi Fourtrak a Heathrow para llevar a mi hermana a tomar el avión a Edimburgo?

– Con mucho gusto -respondió dispuesto.

– A las once en mi casa.

– En punto -convino.

Mientras los demás conductores empezaban a partir para realizar sus misiones del día, aproveché para ir a casa a despedirme de Lizzie y suplicar su perdón por enviarla con Aziz.

– Te encuentras más conmocionado de lo que quieres admitir -me acusó-. Deberías estar en cama, descansando.

– ¡Ah, claro!

Meneó la cabeza para denotar su desaprobación de hermana mayor y me palmeó la espalda en señal de afecto.

– Cuídate -aconsejó.

El teléfono sonó. Era la voz alterada de Isobel.

– El técnico de las computadoras está aquí. Asegura que alguien asesinó nuestra máquina con un virus.

Capítulo 8

EL TÉCNICO de las computadoras, de veinte años tal vez, tenía el cabello largo castaño claro y se había dado ya por vencido con nuestro hardware cuando regresé a la oficina.

– ¿De qué virus habla? -le pregunté ansioso. Me sentía acosado. Teníamos la gripe, intrusos, cadáveres, vándalos, golpes. Un virus en la computadora podía hacerme flaquear.

– Todos nuestros registros -se lamentó Isobel.

– Y nuestras cuentas -intervino Rose.

– Es prudente siempre hacer respaldos -puntualizó el tipo de las computadoras, mirándonos con desdén-. Invariablemente deben hacer respaldos, señoras.

– ¿De qué virus habla? -pregunté nuevamente.

– Tal vez Miguel Ángel. Está esparcido por todas partes -el joven lo deletreó como si yo fuera un analfabeto-. El seis de marzo es el cumpleaños de Miguel Ángel. Si tiene el virus laten te en su computadora y la enciende ese día, el virus se activa.

– Mmm. ¡Vaya! El seis de marzo fue el domingo pasado. Nadie usó la computadora el domingo.

– Miguel Ángel es un virus que se aloja en la sección de arranque de la máquina -prosiguió el experto y, ante nuestras expresiones perplejas y de largo sufrimiento, explicó-: basta con encender la computadora para que surta efecto. Todos los registros contenidos en el disco duro se borran de inmediato con Miguel Ángel y se produce el mensaje "Error fatal en disco". Eso fi-le precisamente lo que le sucedió a su máquina. Perdieron los registros. Ahora no hay manera de recuperarlos.

Isobel me miró fijamente, le remordía la conciencia.

– Nos pediste a menudo que hiciéramos copias de seguridad en los discos flexibles. Sé que lo hiciste. Lo siento muchísimo.

Pero sucedía que sí contábamos con discos de respaldo amplios que contenían todo lo que las dos secretarias habían ingresado en la computadora hasta el jueves anterior, inclusive. En algún momento comprendí que el proceso diario para obtener las copias de seguridad les resultaría aburrido. Las había visto olvidarse de ello durante días en algunas ocasiones. Al final, yo mismo me había impuesto la tarea de realizar los respaldos diarios en la terminal de mi sala y almacenar los discos en mi caja fuerte.

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