Dick Francis
Fuerza Maligna
Las carreras de salto de obstáculos a caballo
son un deporte para hombres jóvenes. Cuando
el jockey Freddie Croft rebasó los treinta años,
surgió la apremiante cuestión: ¿y después de
esto qué? Para Freddie, “después” significó
dirigir una empresa de transporte de caballos.
Freddie cuenta con talento para eso; puede
enfrentar todas las crisis…
Hasta que descubre un cadáver en uno de
sus camiones.
Capítulo 1
LES HABÍA ADVERTIDO una y otra vez a los conductores que jamás, por ningún motivo, aceptaran trasladar a nadie que les pidiera un viaje gratis, pero, por supuesto, un día lo hicieron y cuando llegaron a mi casa, el hombre estaba muerto.
El timbre de la puerta trasera sonó cuando estaba calentando el sobrante de un estofado de vacuno y me preparaba para degustar una cena por demás aburrida, consecuencia de vivir solo. Con algo semejante a un suspiro, apagué el fuego, coloqué a un lado la cacerola y acudí al llamado. Mis amigos solían entrar mientras gritaban mi nombre, ya que era bastante raro que la puerta estuviera cerrada. En cambio, los empleados por lo general tocaban primero y luego entraban, sin andarse con muchas ceremonias. Sólo los extraños tocaban el timbre y esperaban.
Esta vez fue distinto. Cuando fui a abrir, la luz del interior de la casa apenas logró iluminar los ojos dilatados y temerosos de dos hombres que trabajaban para mí. Se veían incómodos, se apoyaban en un pie y luego en el otro. Era evidente que estaban a la expectativa de la ira que iban a suscitar.
Mi respuesta a estas innegables señales de desastre fue el conocido aflujo de adrenalina causado por un sobresalto, que no es posible rehuir a pesar de haberse enfrentado con crisis anteriores.
– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué sucedió?
Eché un vistazo hacia afuera. Me tranquilizó ver estacionado bajo las sombras uno de los dos camiones más grandes de mi flotilla para transportar caballos en la zona asfaltada de estacionamiento. Las luces de la casa destellaban sobre su flanco plateado. Por lo menos no se había volcado en una zanja.
– Verás, Freddie -dijo Dave Yates quejumbroso y a la defensiva-, no fue culpa nuestra. El "Cuatro ojos" que levantamos…
– ¿Qué?
El más joven de los dos aclaró:
– Te advertí que no lo hiciéramos, Dave.
La voz del hombre era un franco lloriqueo; evadir la culpa resultaba uno de sus hábitos más arraigados. Brett Gardner, que ya se encontraba en mi lista para ser despedido, había sido contratado por su fuerza muscular y su pericia como mecánico. Estaba por concluir su período de prueba, y yo no quería retenerlo como empleado permanente. Era un conductor experto, no podía negarlo, pero varios clientes importantes me habían solicitado que él no llevara a sus caballos a las carreras, ya que tenía la tendencia a diseminar sus insatisfacciones como un virus.
– No llevábamos caballos a bordo -me explicó Dave Yates, tratando de calmarse-. Sólo íbamos Brett y yo.
Les había informado en repetidas ocasiones a todos los conductores que levantar a alguna persona en la carretera mientras llevaban caballos a bordo invalidaba el seguro. Les había advertido también que los despediría en el instante en que lo hicieran Les había ordenado, asimismo, que nunca se ofrecieran a llevar a ningún extraño, incluso si el camión iba vacío y no traían caballos.
Entonces me pregunté si me desobedecían con frecuencia.
– ¿Qué pasó con el Cuatro ojos? -inquirí mostrando gran enojo-. ¿Qué ocurrió en realidad?
Dave repuso con desesperación:
– Está muerto.
– ¡Estúpido…! -mis palabras fueron sofocadas por la ira. ¡Qué ganas me dieron de golpearlo! El empleado, sin duda, se dio cuenta de eso porque retrocedió instintivamente. Se me ocurrió toda clase de enredos en rápida sucesión y todos presagiaban problemas-. ¿Qué fue lo que hizo? -pregunté exigente-. ¿Trató de de saltar del camión mientras estaba en movimiento? ¿O acaso lo atropellaron? "¡Dios santo!", pensé, "que no se trate de eso".
Dave negó con la cabeza y, al menos, aminoró mis temores.
– Está dentro del camión -respondió-. Acostado sobre el asiento. Tratamos de despertarlo cuando llegamos a Newbury para avisarle que ya era hora de que se bajara. Y no pudimos. Quiero decir… está muerto.
– ¿Estás seguro?
Ambos asintieron a regañadientes.
Encendí las luces exteriores para que la zona asfaltada tuviera buena visibilidad y fui con ellos a echar un vistazo. Los dos iban casi volando, uno a cada lado de mí, dando desafortunados manotazos, tratando de menospreciar el problema, sacudiese la culpa y sobre todo de hacerme entender que se trataba de una desgracia, pero que no era, como Dave había dicho, su responsabilidad.
Dave era casi tan alto como yo (medía uno setenta y tres) y tenía aproximadamente mi edad (treinta y tantos). Primero que nada, se consideraba un jinete y, de manera complementaria, conductor. Por lo general viajaba con los animales a los que enviaban con pocos hombres para atenderlos. Esa mañana había visto partir a Dave y a Brett muy malhumorados a recoger nueve caballos de dos años, para realizar un viaje sencillo a Newmarket. El propietario, a medio proceso de transferir toda su cuadra de un entrenador perfecto a otro semejante, estaba de un humor insoportable.
El día anterior, me había tocado a mí trasladar a sus potros de tres años de edad y tenía reservación para las potrancas a la mañana siguiente. "Más dinero que sentido común", pensé.
Sabía que los nueve caballos de dos años habían llegado ilesos a su nuevo hogar, ya que Gardner llamó a mi oficina cuando estuvieron en su destino y en cuanto inició el viaje de regreso. Todos los camiones estaban equipados con teléfono. Con una flotilla de catorce camiones zigzagueando a través de Inglaterra, la mayor parte de las veces con fortunas multimillonarias en cabezas de ganado, no podía darme el lujo de cometer errores debidos a la ignorancia o al descuido.
Las cabinas delanteras de los camiones grandes siempre eran muy espaciosas, ya que, por lo general, en ellas viajaban varios mozos de cuadra además de uno o, en algunas ocasiones, dos conductores. Detrás de los asientos delanteros, se ubicaba uno posterior, largo y acojinado, en el que cabían cuatro o cinco personas delgadas. Esta vez, el hombre acostado boca arriba ocupaba todo el largo del asiento. Trepé a la cabina y lo miré.
En ese momento me percaté que esperaba que se tratara de un vagabundo, alguien con barba incipiente, chaqueta apestosa y pantalones vaqueros sucios: un infeliz. No este hombre gordo de mediana edad, vestido de traje y corbata, que parecía próspero. No había duda de que estaba muerto. No intenté sentirle el pulso, ni cerrarle los párpados medio abiertos detrás de gruesos lentes. Bajé de un salto de la cabina, cerré la puerta y miré los rostros preocupados de mis hombres, que ya no se atrevían a verme a los ojos.
– ¿Cuánto les pagó? -pregunté con brusquedad.
– ¡Freddie! -Dave Yates se retorció avergonzado, al tiempo que trataba de negarlo. Era despreocupado, agradable, pero no siempre de buen juicio.
– Yo no… -Brett empezó el relato con fingida indignación.
Lo miré con profunda tristeza y lo interrumpí.
– ¿Dónde lo levantaron y cuánto les ofreció?
– Dave lo arregló -acusó Brett.
– Pero te dieron tu parte -afirmé, dando el hecho por sabido.
– Brett le pidió más -espetó Dave furioso-. Se lo exigió.
– Sí, bueno, tranquilícense -empecé a caminar de regreso a la casa-. Será mejor que piensen lo que van a decirle a la policía. Por ejemplo, ¿les dijo cómo se llamaba?