– No -respondió Dave.
– ¿O les dio alguna razón para querer que lo llevaran?
– Su auto se descompuso -explicó Dave-. Se encontraba en la gasolinera de South Mimms, deambulando cerca de las bombas de diesel. Intentaba convencer al conductor de un camión cisterna de gasolina para que lo llevara a Bristol. Le ofreció un puñado de dinero, pero ese camión iba con rumbo a Southampton.
– ¿Qué estaban haciendo en las bombas de diesel en todo caso? No tenían ninguna necesidad de cargar más combustible. No, si sólo habían realizado un viaje de ida y vuelta a Newmarket.
– A Dave le dolía mucho el estómago -respondió Brett-. Sufría retorcijones. Teníamos que detenernos para conseguir algo.
– Imodium -confirmó Dave, mientras asentía-. Sólo pasaba por las bombas al regresar, ¿comprendes?
Con ánimo en extremo sombrío, entré pensativo en la casa, crucé por la puerta trasera hasta llegar al recibidor, luego giré a la izquierda y me dirigí hacia la amplia habitación de uso múltiple en la que por lo general pasaba gran parte de mi tiempo. Recorrí las cortinas, que revelaron el camión de caballos estacionado en el asfalto, y allí permanecí inmóvil, contemplándolo, mientras llamaba por teléfono a la policía.
El alguacil local que contestó a mi llamada me conocía muy bien. Ambos habíamos pasado gran parte de nuestras vidas en el centro hípico de Pixhill, un pueblo grande que se extendía sobre un pliegue de terreno en Hampshire, al sur de Newbury.
– ¿Sandy? -dije cuando contestó-. Habla Freddie Croft. Tengo un pequeño problema. Uno de mis conductores trajo a un hombre que les pidió autostop; parece que murió durante el viaje. ¿Te molestaría venir? Está fuera de mi casa, no en la granja.
Sandy se aclaró la garganta.
– ¿Estás bromeando?
– Lamentablemente, no.
– Bueno, de acuerdo. Estaré ahí en diez minutos.
El simbólico cuerpo de policía de Pixhill estaba constituido sólo por él. La comisaría era una oficina en la casa de Sandy, en la que su principal actividad era anotar los registros de las rondas diarias que realizaba en su patrulla. Fuera de las horas hábiles, como en ese momento, veía el televisor, bebía una cerveza y mimaba despreocupadamente a la madre de sus hijos, una dama robusta que siempre llevaba puestas sus chinelas de noche.
En los diez minutos prometidos de espera, antes de que Sandy apareciera en su auto oficial por mi camino asfaltado, con su aire pretencioso y llevando consigo todas las linternas de que disponía, no logré averiguar mucho más acerca de nuestro inoportuno huésped fallecido.
– ¿Cómo iba a saber que se nos moriría en el camino? -preguntó Dave cuando colgué el auricular-. Insistía en que tenía que llegar a Bristol para la boda de su hija o algo así.
– ¿Hablaron con él de algo más? -inquirí.
– No, nada más -repuso Dave.
– Le dije a Dave que era un grave error -se quejó Brett.
– ¡Cállate! -ordenó Dave-. No advertí que te rehusaras.
– ¿Y tampoco ninguno de los dos alcanzó a notar que estaba muriéndose? -sugerí con ironía.
La idea los incomodó. Pero no, al parecer no se dieron cuenta.
– Pensé que iba dormido -respondió Dave, y Brett asintió con la cabeza-. Así que -prosiguió Dave-, cuando no pudimos despertarlo, quiero decir, queríamos que se bajara en la gasolinera de Chieveley para que pudiera conseguir que alguien más lo llevara a Bristol… Bueno, ahí estaba… muerto… y no pudimos rodarlo al piso, ¿verdad?
No pudieron, convine. De modo que decidieron traerlo a mi puerta, igual que los gatos traen a casa un pájaro muerto.
En ese momento llegó Sandy, quien todavía iba abotonándose de prisa su uniforme azul marino. Iba a hacerse cargo de la situación al estilo un tanto pomposo que había desarrollado a través de los años. Una simple mirada al cadáver lo decidió a pedir ayuda por el radio de su auto, lo que dio como resultado la pronta llegada de un médico y una sarta de preguntas sin respuesta.
Aparentemente, el muerto debería tener cuando menos un nombre, que descubrieron en su billetera repleta de tarjetas de crédito. Mientras el médico realizaba su examen, Sandy bajó de la cabina y me la mostró.
– K. K. Ogden. Se llama Kevin Keith Ogden -comentó Sandy, al tiempo que revisaba el contenido con los dedos regordetes-. Vivía en Nottingham. ¿Significa algo para ti?
– Nunca oí hablar de él -repliqué-. ¿De qué murió?
– Un ataque al corazón, tal vez. El doctor no podrá asegurarlo antes de realizar el examen Post mortem. No hay rastros de maniobras sucias, si a eso te refieres.
– ¿Entonces puedo usar el camión mañana?
– No veo por qué no -meditó con sensatez-. Es posible que quieras limpiarlo.
– Sí -repuse-. Siempre lo hago.
La cintura de Sandy, de cuarenta años de edad, se había vuelto voluminosa, y las mejillas y la quijada estaban tan fofas que parecían hinchadas, lo que le daba un aire simplón, escaso de inteligencia, que no dejaba de ser engañoso. En una época, sus superiores lo habían apostado lejos de Pixhill, con la creencia de que un oficial de policía se volvía demasiado sociable e indolente si permanecía mucho tiempo en una localidad pequeña. Durante la ausencia de Sandy, sin embargo, el índice de delitos menores se incremento en Pixhill, mientras que el de averiguación se desplomó. Después de un tiempo, Sandy Smith fue reinstalado en su puesto de alguacil de policía, sin muchos aspavientos.
El joven y sagaz doctor Bruce Farway, recién llegado a Pixhill, que ya había conseguido alejar a la mitad de sus pacientes al tratarlos con una condescendencia insufrible, bajó de la cabina y me ordenó de manera busca no mover el cadáver antes de que hiciera los arreglos para que se lo llevaran. Imposible diagnosticar ni asomo de humildad o sentido humanitario en él.
Lo dejamos dando enérgicas instrucciones por el teléfono de su automóvil, mientras Sandy y yo nos encaminamos hacia la casa, donde Sandy Smith tomó las breves declaraciones de Dave y Brett. Con toda seguridad habría una investigación, les informó, pero no les quitaría mucho tiempo.
"Demasiado", pensé con enojo, y ambos adivinaron mi humor. Poco después, el alguacil los dejó en libertad de ir a la taberna, donde se encargarían de esparcir la noticia a través del chismorreo local. Sandy cerró su libreta, esbozó una sonrisa indiferente y luego condujo de regreso a su casa para telefonear a la policía de la ciudad natal del occiso. Sólo se quedó Bruce Farway, que aguardaba con impaciencia, cerca de su auto, la llegada del transporte que se llevaría a Kevin Keith Ogden.
Le pregunté si le gustaría esperar en la casa y aceptó titubeante, encogiéndose de hombros. En la sala espaciosa, le ofrecí una bebida alcohólica, Coca-Cola o café.
– Nada -replicó.
Con una mueca en los labios, examinó la hilera de fotografías enmarcadas de carreras de caballos que colgaba de la pared; en casi todas aparecía yo, en mi época de jockey, montado en el lomo de caballos de salto elevado. En un pueblo pequeño, dedicado a la crianza de caballos de carreras de pura sangre, había escuchado por casualidad a Bruce Farway mencionar que las personas que vivían para las carreras de caballos malgastaban sus vidas. Sólo el servicio abnegado que se presta a los demás, como, por ejemplo, el que brindan médicos y enfermeras, es digno de elogio. Nadie entendía por qué había llegado a Pixhill un hombre como él.
– ¿De qué murió nuestro “cadáver”?
Me miró sorprendido y fue hacia la ventana para contemplar el camión de caballos que se encontraba expuesto al frío nocturno.
– La obesidad y fumar demasiado, tal vez -se agitó con impaciencia y presto me hizo una pregunta:
– ¿Por qué fue jockey?
– Creo que nací para ello. Mi padre se dedicó siempre a entrenar caballos de salto de obstáculos.
– ¿Y eso lo hace inevitable?
– No -repuse-. Mi hermana es física.