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Me pareció que el escaso contenido no aportaba ninguna información valiosa al respecto. Una calculadora. Una libreta de notas, en la que no había nada escrito. Un frasco de aspirinas, una caja de tabletas para la indigestión, dos botellas pequeñas de vodka, como las que ofrecen en las líneas aéreas, ambas llenas. Cerré el portafolios y me puse de pie.

– Todo suyo -comenté.

Los empleados de la funeraria se tomaron su tiempo y, cuando por fin sacaron a Kevin Keith lo hicieron por la puerta delantera de pasajeros, no por la de los mozos de espuelas que se encontraba más atrás y por la que todos, hasta ese momento, habíamos subido para poder llegar al asiento posterior. El cadáver yacía en la camilla y con los pies por delante, envuelto como masa amorfa en una lona gruesa sujetada por correas. Levantaron la camilla y la metieron en la carroza fúnebre. De ahí trasladaron el cuerpo de Ogden a un ataúd de metal.

Farway, más acostumbrado a los cadáveres que yo, tomó el retiro de éste de manera prosaica. Me comentó que él no realizaría personalmente el examen post mortem, pero que le parecía un paro cardíaco indiscutible. Me dio las buenas noches en un tono insulso, subió a su auto y siguió a la carroza fúnebre mientras se alejaba del estacionamiento asfaltado. Sandy se llevó el maletín y el portafolios de Ogden y condujo con tranquilidad detrás de ellos.

De repente todo pareció quedar en silencio. Levanté la mirada hacia las estrellas eternas y me pregunté preocupado si Kevin Keith Ogden, cuando iba acostado en el asiento largo de imitación de cuero, detrás de un motor que rugía, se había dado cuenta de que estaba muriéndose.

Pensé que lo más probable hubiera sido que no. En algunas ocasiones que perdí el conocimiento debido a alguna caída ocurrida durante las carreras, la última cosa que había distinguido era una Visión, como un torbellino, de césped y cielo. Después del impacto, no habría podido saber si me había muerto; y pensaba algunas veces, cuando despertaba agradecido, que una muerte imprevista sería una bendición.

Subí nuevamente a la cabina. Brett Gardner había dejado puesta la llave de ignición, otro de los tabúes de mi libro. Retiré el llavero, salté presto por la puerta de pasajeros y la cerré detrás de mí. Las puertas delanteras de ambos lados se cerraban con la misma llave que ponía en marcha el motor. Cerré la puerta del conductor y con la segunda llave aseguré la puerta de los mozos de cuadra. Una tercera llave cerraba el pequeño compartimiento bajo el tablero, que examiné y encontré asegurado. Contenía el interruptor de corriente del teléfono y varios documentos.

Volví a rodear el camión para poder inspeccionarlo otra vez. Todo parecía estar bien. Las dos rampas de los caballos se encontraban arriba y aseguradas. Las cinco puertas de acceso, dos para los asientos delanteros y tres para los acompañantes, también estaban intactas. A pesar de todo, me sentí inquieto. Regresé a la casa y cerré con llave la puerta trasera. Alargué la mano para apagar las luces exteriores, pero cambié de opinión y las dejé encendidas.

Por la noche, acostumbrábamos guardar la flotilla en un corral grande que había transformado y al que le había mandado construir paredes de ladrillo. Las amplias puertas de la entrada estaban bien aseguradas con candados. El camión para transportar nueve caballos estaba solo sobre el asfalto y parecía extrañamente vulnerable, aun cuando rara vez se robaban un camión de ese tamaño. Tenía demasiados números de identificación grabados en muchas partes, sin contar con el nombre Croft Raceways, que estaba pintado en seis lugares.

Recalenté el viejo estofado, lo rocié con un poco de vino tinto para hacerlo más apetitoso y me comí el resultado final. Después hice unas cuantas llamadas telefónicas para verificar con el jefe de mis conductores que todos los demás camiones estuvieran ya en la granja. Aparentemente, los demás viajes del día habían transcurrido sin novedad y conforme a lo previsto. Todos los conductores habían llenado las hojas de sus cuadernos de bitácora y las habían echado en el buzón de la oficina. Los candados estaban colocados en las puertas. Nadie podía tener acceso a las llaves en ninguna parte. A pesar del pasajero muerto, el mensaje general que recibí era que el jefe podía irse a la cama y descansar.

El jefe, al final, hizo exactamente eso, aunque desde mi habitación alcanzaba a ver con toda claridad el camión estacionado bajo las luces. Dejé abiertas las cortinas y me desperté varias veces debido a la brillantez externa poco común. Cerca de las tres de la mañana, mi sueño se vio perturbado repentinamente por un destello de luz que se movía por el techo.

Descalzo y vestido con pantaloncillos cortos para dormir, me levanté y fui a la ventana, temblando de frío. Nada parecía haber cambiado a primera vista. Me encogí de hombros y di media vuelta para regresar a la cama. Entonces me detuve, alarmado.

La puerta de los mozos de cuadra, por la que poco antes habíamos subido al camión, estaba entreabierta, no bien cerrada como yo la había dejado. Observé atentamente, pero no había lugar a equivocación. El destello de luz que vi tenía que ser un reflejo de la ventanilla, ya que la puerta se hallaba abierta.

Sin importar mi vestimenta, corrí escaleras abajo y me dirigí a la puerta trasera, la abrí, me puse con rapidez unas botas de goma y tomé un impermeable viejo que estaba colgado de la percha. Al tiempo que trataba de meter los brazos en las mangas, corrí por el asfalto y abrí la puerta de par en par.

Adentro había una silueta vestida de negro. Se sorprendió tanto de verme como yo a él. Al principio estaba de espaldas hacia mí; entonces, cuando giró con una exclamación feroz, que sonó más a una explosión de aliento que se le escapaba que a una verdadera palabra, alcance a ver que llevaba la cabeza cubierta con una capucha negra, los ojos brillaban a través de los agujeros.

El intruso saltó hacia adelante dentro de la cabina y trató de escapar por la puerta del pasajero, pero yo corrí por el suelo y lo intercepté.

– ¿Qué demonios está haciendo? -grité. Me lanzó un fuerte puntapié que me obligó a retroceder por unos instantes.

Insensatamente, traté de subir al estribo para ir tras él. La figura de negro alcanzó a tirar de una manta para caballos y la arrojó sobre mí, mientras yo intentaba subir. Caí sobre un montón de objetos que estaba en el piso de asfalto. El hombre de la máscara negra saltó sobre el asiento del conductor, quitó el seguro de la puerta de ese lado, brincó al suelo y corrió entre las sombras. Me levanté disgustado, mientras lograba zafarme de la manta y me abotonaba el impermeable, tratando en vano de localizar los sonidos de las pisadas que se alejaban.

Todo esto no tenía sentido. No había nada en el camión que valiera la pena robar, salvo, tal vez, el radio o el teléfono, pero la figura de negro tampoco parecía estar asaltando. En realidad no parecía estar haciendo nada en particular, sólo estaba parado en la cabina con la espalda vuelta hacía mí. Había polvo y huellas de suciedad en su ropa. Por lo que podía recordar, el hombre no llevaba ninguna herramienta, ni siquiera una linterna. Si había abierto la puerta de mozos de espuela con una llave o algún otro instrumento, tenía que habérselo guardado en el bolsillo. La cerradura de esa puerta se encontraba en la manija. Sin embargo, no había ninguna llave en la cerradura ni señales de violencia o de que hubiera tratado de forzarla.

Muerto de frío y enojado, arrojé la manta en la cabina, volví a cerrar la puerta de mozos de espuela y las dos puertas delanteras y regresé a la casa a buscar las llaves para asegurarlas de nuevo.

Por consideración a mis alfombras, me quité las botas y caminé por el recibidor y la sala hasta llegar al escritorio. Saqué las llaves del cajón, volví sobre mis pasos, me puse las botas otra vez y con cierta torpeza me dirigí al camión.

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