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Agradecí la información y consulté la hora en mi reloj. Faltaba mucho tiempo.

Primero conduje a Newbury y allí busqué al mago por todo el taller. Una mesa colocada a lo largo de una pared tenía un teclado, dos o tres computadoras, una impresora láser y un monitor a color, que mostraba una hilera brillante de naipes en miniatura en un juego de solitario sin terminar.

– Sota negra sobre reina roja -comenté.

– Sí -sonrió y la apagó-. ¿Trajo sus discos?

Los entregué en un sobre.

– Hay cuatro. Uno por cada año desde que me hice cargo de este negocio.

Asintió con la cabeza.

– Empezaré por el más reciente -lo metió en la ranura de la unidad de disco de una de las computadoras y en seguida abrió el directorio de archivos guardados del año corriente. Murmuró algunas palabras inaudibles, después oprimió una serie de teclas y en un momento la pantalla empezó a destellar rápidamente con letras y números, mientras examinaba el disco para detectar extraños mortíferos.

– ¡Listo! -exclamó cuando el destello en la pantalla se convirtió en un solo mensaje que informaba: "Revisión completa. No se encontraron virus". Me sonrió-. No halló a Miguel Ángel. Está a salvo.

– Es muy interesante -repuse-. La última vez que utilicé el disco para respaldar el trabajo que se hizo en la computadora principal de la oficina fue ayer hace una semana. El tres de marzo.

Los ojos del experto saborearon la información.

– Entonces, eso fue el tres de marzo -repitió-. Se podría decir que Miguel Ángel no había aparecido todavía en su oficina. ¿Está de acuerdo?

– Así es.

– De manera que lo pescaron el viernes o el sábado -reflexionó-. Pregunte a sus secretarias si introdujeron los discos de alguna persona en su máquina. Es decir, por ejemplo, si alguien les prestó un disco con un juego, como el del solitario. Miguel Ángel debe de haber estado acechando en el disco del juego y saltó a su computadora de manera instantánea.

– Muchas gracias.

– Creo que será mejor que examine también los demás discos, sólo para estar seguros -introdujo los otros tres y los sometió al proceso de revisión, todos obtuvieron resultados negativos-. Bueno, ya está. Por el momento están limpios.

Le di las gracias y le pagué. Me llevé mis discos limpios al auto móvil y me puse en marcha rumbo al sur, hacia Portsmouth.

Los funcionarios de la oficina de derechos e impuestos aduaneros fueron serviciales, querían dar la impresión de que hablar con el público estaba marcando un cambio en la burocracia normal. El jefe hasta el que me condujeron al final se presentó brevemente como Collins, me ofreció asiento y una taza de té.

– ¿Qué pueden transportar sus conductores y qué no? -repitió Collins-. Como usted sabe, es muy diferente que en épocas anteriores. Tenemos terminantemente prohibido llevar a cabo inspecciones selectivas en nada que provenga de la CEE -hizo una pausa-. La Comunidad Económica Europea -explicó.

– Mmm.

– Aunque pudiera tratarse de drogas -extendió las manos en un gesto de añeja frustración-. Podemos actuar, registrar, sólo si contamos con información específica. La aduana inspecciona que no se introduzcan mercancías prohibidas únicamente en el punto de entrada en la Comunidad Económica Europea. Una vez adentro, la circulación está permitida.

– Creo que eso les ahorra mucho papeleo -comenté.

– Toneladas -buscó rápidamente un folleto, por fin lo encontró y lo deslizó hacia mí por encima del escritorio-. La mayoría de las reglamentaciones actuales está enlistada aquí. Existen muy pocas restricciones sobre alcohol, tabaco y bienes personales. Un día ya no habrá ninguna.

– Quisiera saber -murmuré apenas- si aún existe algo proveniente de Europa que no esté permitido introducir en este país y si hay algo que no pueda sacarse.

Levantó las cejas.

– Algunas cosas necesitan licencia -respondió-. Sus camiones que transportan caballos van y vienen a través de Portsmouth, ¿no es así?

– Algunas veces.

– Y nunca los han registrado.

– No. Nosotros contamos con los permisos necesarios para transportar animales vivos a través del Canal.

Asintió con la cabeza.

– Supongo que si sus camiones llevaran otros animales, nunca nos enteraríamos. Sus conductores no han traído gatos o perros, ¿verdad? -su voz sonaba reprobadora y alarmada-. Desde luego, conservamos las leyes de la cuarentena. No debemos olvidar que la amenaza de la rabia siempre está latente.

Repuse para tranquilizarlo:

– Nunca he sabido que mis camiones transporten gatos o perros. ¿Qué más se supone que no debe entrar o salir?

– Armas de fuego -respondió-. Aunque todavía existen, Por supuesto, algunos registros de salida para detectar armas de fuego dentro de los equipajes en los aeropuertos. Aquí no se inspeccionan las importaciones. Podría traer un camión lleno de armas y nunca nos enteraríamos. El contrabando, en su antiguo sentido, ha desaparecido dentro de la Comunidad Económica Europea.

– Así parece -contesté con cortesía y me puse de pie para marcharme-. Ha sido muy amable.

Sin embargo, cuando me dirigía a Pixhill pensé que estaba tan lejos como antes de poder comprender el motivo por el que alguien querría adherir escondites debajo de mis camiones. Si ya no existía el contrabando, ¿para qué eran?

EN CASA, me senté en mi infortunado sillón de cuero verde cuyo relleno se salía por los agujeros que el hacha del delincuente había ocasionado. Introduje los discos limpios y los datos en mi nueva computadora. Organicé toda la información en varias categorías, tanto cronológicas como geográficas.

Analicé el trabajo de cada uno de mis conductores durante los últimos tres años. Los patrones que buscaba definitivamente estaban ahí, pero no me decían nada que yo no conociera. Todos los conductores iban con mucha frecuencia a los hipódromos favorecidos por los entrenadores para quienes conducían la mayor parte del tiempo. Lewis, por ejemplo, viajaba con cierta regularidad a Newbury, a Sandown, a Salisbury y a Newmarket, los destinos preferidos de Michael Watermead. En otras ocasiones se dirigía a donde Benyi Usher acostumbraba enviar a sus saltadores: Lingfield, Chepstow, Cheltenham y Worcester. Gran parte de sus recorridos a otros países había sido asignada también para servir a Michael, todos a Italia, Irlanda o Francia.

Nigel había realizado casi todos los viajes al extranjero, aunque eso era cosa mía, debido a su resistencia para las distancias largas. Harvey, por su parte, había hecho unos cuantos, tanto por decisión propia. Dave había viajado docenas de veces en calidad mía como de auxiliar y para atender a los caballos.

Después de una hora apagué la computadora, me sentía tal vez más desconcertado que antes; llamé por teléfono a Isobel. Nada fuera de lo común había ocurrido durante la jornada, me aseguró. Le había avisado a Lewis que Nina iba detrás de él y me informó que todos los caballos de Usher habían participado en las carreras correctas.

– ¡Fantástico! -comenté-. ¿Recuerdas si alguno de los visitantes que aparecen en tu lista se acercó lo suficiente a la computadora el viernes o sábado pasados como para introducir un disco? Nuestro mago de las computadoras cree que atrapamos el virus hace apenas unos días.

– ¡Oh, cielos!

– ¿No se te ocurre nada?

– No -era un lamento de pesar y preocupación-. ¡Ojalá pudiera saberlo!

– ¿Dejaste sola a alguna de esas personas en tu oficina?

– Pero… pero… ¡Oh, cielos! No puedo recordar. Tal vez lo hice. No habría visto nada malo en ello. No puedo creer que…

– Está bien -repuse-. Ya no pienses en eso.

Colgué el auricular en el momento en que Sandy Smith llegaba en su auto a la zona asfaltada. Se acercó por la puerta trasera, se quitó su gorra puntiaguda y se alisó lo más que pudo con los dedos el cabello aplastado.

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