Habían estrellado a toda velocidad mi Jaguar XJS, mi maravilloso auto, contra el Robinson 22 de Lizzie. Las dos hermosas máquinas estaban enmarañadas, unidas en un abrazo metálico, ambas retorcidas y aplastadas. El capote abombado del Jaguar estaba incrustado en la cabina del helicóptero.
Lizzie frenó bruscamente y permaneció sentada, con la mano sobre la boca, estupefacta, sin creer lo que veía. Bajé con lentitud del asiento del pasajero y caminé hacia el desastre, pero no había nada qué hacer. Necesitaríamos una grúa y un camión remolcador para separar esa unión de lámina.
Regresé con Lizzie, que se encontraba de pie sobre el asfalto. Le pasé el brazo alrededor de los hombros. Sollozó amargamente contra mi pecho.
– ¿Por qué? -se sofocó al hablar-. Siento una ira que creo que me va a hacer estallar.
No tenía respuesta alguna, sólo sentía dolor por ella y por mí, por la destrucción absurda. Pensé en silencio que por lo menos estábamos vivos aunque, en mi caso, por poco y no lo logro.
Sugerí:
– Lizzie, ven conmigo. Vamos adentro a beber un trago.
Mi hermana caminó a mi lado, contrayéndose espasmódicamente, y nos dirigimos a la puerta trasera.
La puerta tenía un vidrio roto.
– ¡Oh, no! -gimió Lizzie-. La dejé cerrada.
Teníamos que enfrentarlo. Entré preocupado en la sala y traté de encender la luz. Habían arrancado el interruptor de la pared. Sólo bajo la luz de la Luna pude contemplar la devastación.
Conjeturé que lo habían hecho, en medio de un arranque de locura, con un hacha. Las cosas no solamente estaban rotas, sino también tasajeadas. Había suficiente luz para distinguir los tajos en los muebles, las lámparas de mesa destrozadas, el televisor arruinado, el monitor de la computadora partido en dos. Las fotografías enmarcadas de mis tiempos de jockey habían sido arrancadas de la pared y no tenían reparación. La colección excepcional de aves de porcelana de mi madre había pasado a la historia. Fue lo que más le dolió a Lizzie. Se sentó en el piso, con el rostro bañado en lágrimas, al tiempo que se llevaba a los labios los fragmentos lastimosos e irreparables, como para confortarlos.
Deambulé triste por el resto de la casa, sin embargo no habían invadido las otras habitaciones: sólo el corazón de mi hogar, exactamente donde yo vivía.
El teléfono sobre mi escritorio no volvería a sonar. La máquina contestadora estaba partida en dos. Salí al teléfono que se encontraba en el Fourtrak y desperté a Sandy Smith.
– Lo siento -musité.
El alguacil llegó en su auto, llevaba el uniforme puesto sobre la piyama. Contempló asombrado la amalgama del Jaguar y el helicóptero y entró en la casa con una linterna.
El haz de luz iluminó a Lizzie, las aves, las lágrimas.
– Acabaron con el lugar -me dijo incrédulo Sandy-. ¿Tienes alguna idea de quién lo hizo?
– No.
– Vandalismo -sugirió-. ¡Qué terrible!
Me invadió la consternación, el corazón me latía violentamente. Le pedí que me llevara a la granja. Estuvo de acuerdo en ir de inmediato. Lizzie se puso de pie y dijo que vendría con nosotros.
Fuimos en el auto de Sandy, las luces destellaban, aunque la sirena estaba silenciosa. Las rejas de la granja aún estaban abiertas, aunque para mi alivio, los camiones se encontraban intactos.
Las oficinas se hallaban cerradas. Hacía mucho tiempo que mis llaves habían desaparecido, pero, al mirar en medio de la penumbra por las ventanas, las habitaciones parecían estar en orden. Me dirigí al granero. Nada se veía fuera de lugar. Regresé con Sandy y Lizzie y les informé: no había daños ni nadie en las cercanías.
Sandy me clavó la mirada, extrañado.
– La señorita Croft -comentó- me dice que esta noche alguien trató de asesinarle.
– ¡Lizzie! -protesté.
– Tuve que decírselo -repuso ella.
– No tengo la certeza de que en realidad alguien haya tratado de matarme -proseguí. Luego le conté a Sandy en unas cuantas palabras lo que me había sucedido en Southampton-. Tal vez la razón para alejarme de aquí era ganar tiempo para atacar mi casa.
Sandy Smith meditó sobre lo que había pasado esa noche y anunció que, considerando todo lo sucedido, sería mejor dar aviso al cuartel general.
Me encogí de hombros y me apoyé en su auto mientras él hablaba por teléfono. No, decía, nadie había muerto, no había heridos, el daño era a la propiedad. Escuchó con atención las instrucciones, que me confió después. Dos detectives vestidos de civil llegarían en su momento.
– ¿Por qué dijo usted que no había heridos? -Lizzie parecía indignada-. Freddie está lesionado.
Sandy me contempló desde su vasta experiencia.
– Herido, para él, significa tener ambas piernas rotas y las entrañas de fuera -comenté.
– ¡Hombres! -protestó Lizzie.
Sandy me preguntó:
– ¿Quieres que llame al doctor Farway?
– No.
Escuchó mi respuesta enfática y le sonrió a Lizzie.
– ¿Ya lo ve?
La puerta lateral de la casa de Harvey daba directamente a la granja. Mi asistente salió angustiado, tratando de ponerse a toda prisa unos pantalones vaqueros.
– ¡Freddie! ¡Sandy! Uno de mis hijos me despertó para decirme que había visto una patrulla cerca de los camiones. ¿Qué sucedió?
– Unos vándalos asaltaron mi casa -le expliqué-. Venimos a ver si habían pasado por aquí también, pero no es así.
Harvey pareció preocuparse más.
– Hice una ronda alrededor de las diez de la noche -comentó-. Todo estaba bien. Cerré las rejas. Ya habían llegado todos.
– Mmm -repuse-. ¿No oíste nada una hora más tarde?
Negó con la cabeza.
– ¿Por qué?
– Vine apenas unos minutos después de las once. Las puertas se hallaban abiertas y había un merodeador. No llegué lo suficientemente cerca para ver si se trataba de alguien conocido.
– Pero si no causaron ningún daño -agregó Harvey, al tiempo que fruncía el entrecejo-, ¿a qué vinieron?
Era una pregunta a la que valía la pena dar alguna respuesta, sin embargo, en ese momento no iba a exponer la única razón que me venía a la mente.
Sandy y Lizzie le contaron a Harvey acerca de mi baño en la costa. El horror de Harvey iba en aumento.
– ¡Pero pudiste haberte ahogado! -exclamó.
– Mmm… pero ya lo ves, no sucedió así -entonces ya pasaban de las tres y media de la madrugada. De manera tardía le pedí a Harvey que vigilara la granja lo que quedaba de la noche-. Duerme en tu propio camión -le sugerí- y llámame por teléfono en el instante en que notes algo extraño.
Harvey me prometió hacerlo. Regresé a casa con Sandy y Lizzie. Subí las escaleras exhausto, decidido a tomar una ducha, pero en vez de eso me acosté un minuto encima del sobrecama de tela aterciopelado, todavía llevaba las botas y la chaqueta puestas, sentí que el mundo giraba por un momento y me quedé dormido en cuestión de segundos.
No me desperté sino hasta que Lizzie me sacudió. Su voz sonaba apremiante.
– ¡Freddie! ¡Freddie! La policía está aquí.
La conciencia y el recuerdo volvieron a mí con una claridad mal recibida. Gemí:
– Diles que bajaré en cinco minutos.
Cuando Lizzie salió, me quité la ropa que había usado por la noche, rápidamente tomé una ducha, me afeité, me puse ropa limpia, me peiné y, cuando menos en la apariencia externa, empecé a verme como el señor Freddie Croft,
La sala no se veía mejor bajo la luz opalina del amanecer. Recorrí desastre por desastre con los policías, que no eran los mismos que habían venido para el caso del Trotador. Éstos eran más viejos, más cansados y no se impresionaron con mis problemas, más bien parecían insinuar que yo mismo me los había acarreado. Respondí a sus preguntas con monosílabos, en parte por el malestar que sentía, pero principalmente por desconocimiento.
No, no sabía quién había causado todos los daños.
Tampoco sabía de nadie que tuviera una querella de negocios en mi contra.