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Aziz bajó el cristal y dijo:

– Espero que todavía estén vivos.

Se oyó entonces el sonido de las rampas al desatrancarlas en el extremo del camión y me apresuré a decirle a John Tigwood y a Lorna que se detuvieran.

– No seas tonto -replicó Tigwood-. Claro que debemos descargarlos. Pronto anochecerá.

– Me sentiría mejor si los veo primero -repuse.

Abrí la puerta posterior de la caballeriza y subí hasta el nivel donde se encontraban los caballos. Tres pares de pacientes ojos viejos me miraron. Por la posición de los cuellos y las letárgicas orejas se traslucía el cansancio.

En la caballeriza de en medio había un trío tembloroso; tenían las cabezas gachas por la fatiga. Me deslicé por el tercer compartimiento, que estaba vacío, de las caballerizas delanteras y revisé el resto de la carga: había un caballo tan débil que parecía estar sostenido sólo por las divisiones, y un poni patético con grandes extensiones de piel sin pelo y los ojos cerrados.

Bajé al suelo y le dije a Tigwood y a Loma que quería que viniera un veterinario para que revisara a los caballos antes de bajarlos del camión. Deseaba tener una opinión autorizada, les informé cortésmente que mi empresa los había entregado en la mejor condición posible.

A través de la puerta abierta de pasajeros le pedí a Aziz que me pasara el teléfono y sin más alharaca me comuniqué con el médico veterinario local. Me prometió que iría en seguida y cumplió con su palabra. Realizó la misma breve inspección que yo ya había hecho y, al final, me lanzó una mirada de desaliento que dejaba traslucir mucho más que sus palabras.

– ¿Y bien? -demandó Tiewood enojado.

– Están un poco deshidratados y probablemente hambrientos. Necesitarán mucho reposo, agua y comer buena paja. Me quedaré mientras los desembarcan.

Bajé la rampa y Tigwood desató al primer pasajero. Lo guió hasta el suelo, las viejas patas se resbalaban y no podían estar erguidas. Llegó a tierra firme y permaneció sin moverse, trémulo.

– Loma, ¿cuántos años tienen?

Sacó una lista y me la entregó sin decir nada. Los nombres, edades y propietarios de los caballos se encontraban ahí, algunos de ellos me eran familiares.

– ¡Caramba, yo monté a dos de ellos! -exclamé-. Algunos fueron caballos grandiosos. ¿Cuál es cuál?

– Tienen etiquetas en los collares que llevan.

Me dirigí al caballo que Tigwood estaba sosteniendo mientras el veterinario lo examinaba y leí el nombre PETERMAN. Acaricié el viejo hocico y pensé en las carreras que habíamos ganado y perdido juntos hacía más de doce años, época en que el ahora armazón tembleque había sido firme y poderoso, cuando ese animal era un príncipe bello y altivo. Sus veintiún años de edad eran equivalentes a noventa años de un ser humano.

– Está bien -afirmó el veterinario-. Sólo tiene cansancio.

Tigwood me dirigió una mirada triunfante, como diciéndome: "Te lo advertí" y llevó a mi antiguo amigo hacia las caballerizas.

El veterinario dio su visto bueno provisional a todos los viajeros, excepto a los dos de las caballerizas que estaban hasta adelante. El poni anciano se encontraba en peor estado que los demás. La criatura apenas podía mantenerse en pie.

– Tiene laminitis avanzada -sentenció el veterinario-. Será mejor sacrificarlo.

– Desde luego que no -se pronunció Tigwood con indignación-. Es una mascota muy amada. Su dueña tiene sólo quince años. Me hizo prometérselo -después de decir eso tiró literalmente de la pobre bestia y la obligó a descender a lo largo de la rampa. Los cascos adoloridos retrocedían a cada paso; debido al dolor la cabeza colgaba lacia.

– Es espantoso -susurró Lizzie.

John Tigwood soltó al poni en el potrero y regresó para abrir la puerta de su oficina. Todos entramos juntos detrás de él, mientras Tigwood atravesaba la habitación hasta llegar a un par de escritorios metálicos. Sobre uno de ellos había una computadora y una impresora. Los anaqueles para libros exhibían conspicuamente publicaciones sobre los problemas médicos y el cuidado de los ancianos caballos pura sangre.

El veterinario escribió una breve constancia en la que describía el estado de los caballos. Tigwood obtuvo una fotocopia y me la entregó con una sonrisa afectada.

– Has hecho mucho alboroto por nada, Freddie. Puedes pagar la factura del veterinario. Yo no estoy dispuesto a hacerlo.

Me encogí de hombros. Había pedido la ayuda necesaria y no me importaba pagar. La constancia me excluía de toda acusación por negligencia que Tigwood pudiera tener en mente una vez que recibiera mi cuenta.

Todos salimos de la oficina del director de Centaur Care experimentando distintas emociones. El veterinario se alejó en su auto, agitando la mano en señal de despedida; Tigwood y Loma volvieron a subir al camión para dirigirse a la granja, en donde ambos habían dejado sus autos esa mañana. De ahí, cada uno se marchó por su lado, ensombrecidos por el enojo.

Aziz comentó incómodo:

– Lamento mucho todo esto.

– No tienes nada que lamentar -lo tranquilicé-. Actuaste de manera correcta.

Lizzie y yo lo dejamos mientras llenaba el tanque del camión y nos dirigimos a casa, donde nos detuvimos un momento antes de ir a cenar. Encontré un mensaje de Sandy Smith en la máquina contestadora. Respondí a su llamada y mencionó que iba a decirme algo extraoficial y al margen de su trabajo.

– Bueno, ya le hicieron el examen post mortem al Trotador. La causa de su muerte fue la rotura del cuello. Se golpeó en la base del cráneo. La indagatoria se inicia mañana a las diez de la mañana en Winchester. Sólo quieren una identificación, que yo mismo voy a realizar, la declaración de Bruce Farway y las fotografías policíacas. Después, el pesquisidor pospondrá la audiencia tres semanas aproximadamente para llevar a cabo las investigaciones. No te necesitarán.

– Muchas gracias, Sandy.

– Anoche en la taberna bebí unos tragos en memoria del Trotador -comento-. Mucha gente firmó el pliego conmemorativo. Ahora vas a tener que pagar una cuenta astronómica.

– Todo eso es por una buena causa.

– Pobre Trotador.

– Sí -repuse.

LIZZIE Y YO fuimos a cenar a una vieja hostería campestre a dieciséis kilómetros de Pixhill, donde la especialidad de la casa era pato asado con glasé de miel. El lugar era uno de los antiguos favoritos de Lizzie. Le agradaban las vigas pesadas de roble, las paredes auténticamente torcidas y la penumbra.

Puesto que la gente de Pixhill a menudo iba a cenar ahí, no me sorprendió mucho ver a Benyi y a Dot Usher, sentados uno al lado del otro, en un gabinete al otro extremo de nosotros. Insensibles a la gente que los rodeaba, los esposos estaban enfrascados en un tremendo pleito y, como de costumbre, ambos tenían los rostros tensos por la ira, casi nariz con nariz.

– ¿Quiénes son? -preguntó Lizzie, siguiendo mi mirada.

– Un millonario de Pixhill que juega a ser entrenador y su inseparable esposa -le conté luego acerca del día que había pasado con ellos en las carreras de Sandown y sobre el extraño hábito de Benyi de no tocar a sus caballos.

– ¿Y es un entrenador?

– Una especie de entrenador -hice una pausa-. Cuéntame acerca del profesor Quipp.

– Es agradable -sonaba afectuosa, no a la defensiva, lo que era una buena señal-. Es cinco años más joven que yo y le encanta esquiar. Pasamos una semana en Val d'Isère -expresó Lizzie con un verdadero ronroneo.

– ¿En qué se especializa?

– En realidad, en química orgánica. Eres un zopenco.

– ¡Ah!

– Si vuelves a decir ¡ah!, no voy a mandar analizar tus tubos.

Comimos el pato crujiente y, a la hora del café, Benyi Usher desvió su atención de Dot lo suficiente para darse cuenta de nuestra presencia.

– ¡Freddie! -gritó sin inhibiciones, lo que hizo que casi todos los comensales giraran la cabeza hacia él-. Ven para acá e invita a la paloma.

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