– A mí no, conmigo no podría -lo dijo de manera terminante; sin embargo, dudé.
– Ya veremos si se presenta la oportunidad de un viaje -repliqué-. Me incliné a tomar los dos tubos restantes que quedaban en la bandeja. Le pregunté s i había visto algo así con anterioridad.
– No lo creo. ¿Por qué? ¿Qué son?
– Realmente no lo sé. Pero es posible que se trate de lo que el intruso enmascarado estaba buscando en la cabina de mi camión, porque ahí es en donde se encontraban, en una bolsa junto con estos sandwiches.
Tomó el tubo y lo vio a contraluz.
– ¿Qué contienen?
– No lo sé. Pensé que tal vez Patrick podría averiguarlo.
Bajó el tubo y me miró.
– Es la primera prueba concreta de que algo está sucediendo.
Tomé el paquete de sandwiches y le mostré la etiqueta.
– Brett, el que llevó el camión a Newmarket el jueves pasado, compraba este tipo de sandwiches durante el viaje. Vamos a suponer que él los hubiera adquirido en la gasolinera de South Mimms. Pero, ¿qué sucedería si Kevin Keith Ogden viajaba con estos sandwiches y estos tubos?
Siguió la misma línea de pensamiento que yo.
– Si los tubos pertenecían al pasajero muerto, no pueden relacionarse con los recipientes debajo de los camiones. Sería posible que no tuvieran nada que ver contigo. El hombre no sabía que iba a morir. Probablemente quería llevarse estos tubos consigo.
– Sabía que ibas a decir eso.
Harvey terminó sus labores y se reunió con nosotros dos en la oficina. Le preguntó a Nina cómo le había ido y si tenía alguna pregunta que hacerle. Ella le dio las gracias y advertí que lo cortó el seco con la pureza de su pronunciación de sangre azul, aunque no al grado de ser descortés. Me pregunté con cuánta frecuencia se transformaría para Patrick Venables.
El teléfono sonó y contesté. Escuché una extraña voz gangosa y engreída.
– Habla John Tigwood -anunció-. Maudie Watermead me dijo que me comunicara.
– ¡Ah!… John Tigwood -repuse-. Amigo de Loma, la hermana de Maudie.
Me corrigió con energía.
– Soy el director de Centaur Care.
– Tigwood… -murmuró Harvey expresando de esta manera su desaprobación-. Es un tipo totalmente insignificante. Siempre está tratando de dar el sablazo.
– ¿Qué se te ofrece? -inquirí al teléfono con moderación.
– Necesito que recojas, unos caballos -repuso Tigwood.
– Por supuesto -convine-. Cuando gustes -lo que pensara de John Tigwood en relación con su persona, no me impedía aceptar su dinero.
– Una granja de retiro va a cerrar en Yorkshire -me anunció con seriedad, haciendo que sonara como un acontecimiento portentoso-. Hemos convenido en encontrarles un nuevo hogar a los caballos. Los Watermead aceptan recibir a dos. Benyi Usher va a tomar a otros dos. Voy a hablar con Marigold English, aunque ella recién llegó a este lugar. ¿Qué me dices tú? ¿Es posible que quieras participar?
– Lo lamento, pero no -respondí-. ¿Cuándo quieres transportarlos?
– Mañana. Loma quiere viajar en tu camión y actuar como moza de cuadra.
– De acuerdo. Está bien.
Me dio las instrucciones y le informé acerca de las tarifas.
– Oye, espera un momento. Esperaba que esto fuera caridad.
– Lo siento, pero no -hasta ese momento me había mostrado amigable y apologético.
Un poco enojado, replicó:
– Te pagaré. Aunque creo que podrías ser más generoso. Después de todo, se trata de una buena causa.
Cuando Tigwood colgó, le di las instrucciones a Harvey. Nina preguntó de qué se trataba.
Harvey contestó disgustado:
– Existe este hogar absurdo para caballos muy viejos. Tigwoo intenta conseguirles alojamiento en todas partes. Les cobra a los dueños de los caballos viejos por cuidar a sus animales, pero no le paga a la gente que les brinda hogar. Es un timo.
Sonreí.
– Se trata de una de las obras de caridad locales. La gente organiza aquí colectas de fondos. A muchos les tuercen el brazo, sin embargo, a mí no me agrada que me estafen.
– La cuestión es -prosiguió Harvey-, ¿quién hará el trabajo?
– Quienquiera que vaya, llevará a Lorna Lipton como moza de cuadra -le advertí-. El nuevo empleado, Aziz o como se llame, va a conducir el camión para nueve caballos de Brett a partir de ahora. Bien podría empezar con los geriátricos.
Escribí "Centaur Care" en el cuadro, en el sitio correspondiente a los transportes del camión grande, y anoté "Aziz" en la parte superior de la columna.
Centaur Care ocupaba una modesta cabaña de un solo piso, en el borde de un potrero de casi una hectárea en las afueras de Pixhill. Las desvencijadas caballerizas adyacentes eran de madera y tenían capacidad sólo para albergar a seis huéspedes patéticos que a duras penas pasaban las inspecciona reglamentarias del condado. La actitud de John Tigwood exaltaba este proyecto en la conciencia colectiva de Pixhill como si fuera una extraordinaria obra de caridad. Yo estaba seguro de que muchos de los que aportaban para esta noble causa nunca habían visto su centro de operaciones.
Había alcancías de Centaur Care esparcidas por todo Pixhill; se trataba de latas redondas con ranura en las que se exhortaba a todo el mundo a colaborar con largueza para dar "una prolongada vida a viejos amigos". Tigwood vaciaba regularmente los recipientes. En nuestro restaurante dejó una de estas latas, pero bufó de cólera cuando la abrió y se encontró con que las donaciones eran botones y galletas saladas.
Mientras Harvey revisaba el cuadro, reflexioné por un momento y tomé una decisión.
– El miércoles, Nigel irá a Francia a recoger el saltador de exhibición para la hija de Jericho Rich. Nina lo acompañará y será su auxiliar.
Harvey la miró con sorpresa y levantó las cejas.
– Ya le advertí sobre él -comenté-. Pero dice que es a prueba de Nigel. Pueden llevarse el camión para cuatro caballos que Nina condujo hoy.
A ella le señalé:
– Considero que vas a necesitar para el viaje una muda de ropa. ¿No te parece?
Ella asintió y cuando Harvey salió, me dijo.
– Supongo que querrás que uno de nosotros dos duerma en el camión, ¿no es así?
– Tiene uno de esos tubos abajo en uno de los costados -repliqué, asintiendo.
– Sí. Bueno, lanza el anzuelo. Deja que todo el mundo se entere que ese camión en particular se dirigirá el miércoles a Francia. Alguien podría picar.
– Mmm -repuse-, nadie espera que hagas nada peligroso. Ella sonrió levemente.
– No estés tan seguro de ello. Patrick puede ser muy exigente -no parecía preocupada-. Además, no voy precisamente a arrojarme en un paracaídas dentro de la Francia ocupada detrás de las fronteras alemanas.
Ella era, me di cuenta, el tipo exacto de mujer que habría hecho precisamente eso durante la Segunda Guerra Mundial. Como si me leyera el pensamiento, comentó:
– Mi madre lo hizo y sobrevivió para tenerme después.
– ¿Tienes hijos?
Sin sentimentalismos, ella meneó tres largos dedos.
– Tres. Todos pasaron ya la edad de los clubes de caballitos. Ya volaron del nido. Mi esposo murió hace mucho tiempo. La vida se tornó de repente vacía y aburrida, ya no tenía sentido participar en exposiciones o competencias. De manera que… Patrick llegó al rescate. ¿Necesitas saber más?
– No.
La comprendí sinceramente, y Nina Young lo percibió, se conmovió a su pesar por una oleada interna de conocimiento de sí misma. Meneó la cabeza en señal de repudio a ese momento y se puso de pie, alta y competente, una mujer dedicada a los caballos para quien, al final, los animales no resultaban ser suficiente.
– Si no me necesitas mañana -observó-, voy a entregarle los tubos a Patrick en Londres y volveré el miércoles. ¿A qué hora?
– Se pondrán en marcha a las siete de la mañana. Cruzarán de Dover a Calais y llegarán a su destino alrededor de las seis. Volverán el jueves ya tarde.
– De acuerdo.
Envolvió los tubos ambarinos cuidadosamente en un pañuelo y los guardó en su bolso. Después, hizo una breve inclinación de cabeza a modo de despedida, se dirigió a su auto y partió.