– Tal vez Patrick Venables pueda hacer valer su influencia en Horse and Hound y averiguar quién mandó poner el anuncio.
Ella asintió.
– Va a hacerlo mañana.
Impresionado, fui al escritorio y miré el programa de trabajo.
– Pat, una de mis trabajadoras, tiene gripe. Podrá hacerse cargo de su camión. Mandaré a un hombre llamado Dave para que la acompañe por los caballos en este viaje. Después de que los recojan, tráigalo de regreso y siga al otro camión de ahí en adelante.
– Muy bien.
– Será mejor que no se presente a trabajar en ese auto.
Esbozó una sonrisa radiante.
– Casi no va a reconocerme mañana por la mañana. ¿Cómo debo llamarlo? ¿Señor?
– Freddie está bien. ¿Y a usted?
– Nina.
Se puso de pie. Alta y elegante, era todo lo contrario de lo que yo necesitaba. "El viaje a Taunton, pensé, va a ser el primero y el último que haga, sobre todo cuando llegue el momento de limpiar el camión después del recorrido". Nina me estrechó la mano y se dirigió a su auto. La seguí hasta la puerta y la miré partir en el Mercedes escarlata.
Llamé por teléfono a Harvey y le informé que había contratado a una chofer provisional para tomar el lugar de Pat hasta que ella estuviera bien de salud.
– De acuerdo -contestó sin sospechar nada.
Hasta ahora, la semana que tenía por delante parecía menos atareada que la que apenas había terminado. Podría ir a las carreras de Cheltenham con la comodidad de un espectador para observar a otros sujetos afortunados despedazarse la clavícula.
Jericho Rich llamó en ese momento por teléfono y me sacó de mis lamentaciones poco provechosas.
– Entregaste ilesas a mis potrancas en Newmarket -gritó-. Quiero que comprendas que verifiqué todo en tu oficina. Hiciste un buen trabajo, tengo que reconocerlo.
“¡Dios mío!”, pensé. Los cielos iban a caérsenos encima.
– Tengo una hija -prosiguió ruidosamente-. Acaba de comprar un magnífico saltador de exhibición, que tiene un nombre extravagante. Se encuentra en Francia. Manda un camión por él, ¿quieres? Yo pagaré -leyó en voz alta el número de teléfono de su hija-. Llámala ahora. Acuérdate de no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.
– Gracias, Jericho.
Llamé a la hija como me indicó y anoté los detalles. Después de colgar, vi la hora y llamé a Isobel, quien tomaba las reservaciones los domingos, cuando yo tenía otras cosas que hacer. Entonces me ocupé de fruslerías tales como vestirme, arreglarme y salir al jardín a cortar unos narcisos. Esta pacífica actividad era el resultado de las enfáticas sugerencias que hacía mi hermana ausente, quien consideraba que de vez en cuando debería haber flores en la tumba de nuestros padres.
En realidad, nunca me molestó cumplir con su encargo. La tumba de nuestros padres estaba en lo alto de una colina, pero valía la pena subir hasta ahí por la vista. Dejé las flores como muestra de gratitud por mi infancia feliz, un regalo de ellos. Las flores se marchitarían, pero lo que importaba era ir a dejarlas.
LA COMIDA de Maudie Watermead empezó bajo el Sol primaveral en el jardín. Sus hijos más pequeños y sus invitados estaban brincando sobre un trampolín, y los más grandes jugaban tenis. Realmente aún hacía mucho frío para quedarse afuera. El fresco aire de marzo obligó a los medrosos a retirarse del jardín y a entrar en la sala para disfrutar del fuego que ardía vivamente en la chimenea y de los aperitivos de champaña de Maudie.
Benyi y Dot Usher jugaban en la cancha dura, vestidos con pantalones largos, y discutían si las pelotas habían salido o no. Nos pusimos a jugar un partido de dobles mixto poco deportivo, ya que Benyi y la hija de los Watermea, la joven llamada Tessa, nos vencieron en la discusión. Ambos disfrutaban tanto de su alianza que Dot silbó con desaprobación, lo que me divirtió mucho.
Benyi y Tessa, victoriosos, se encargaron de Ed, el hijo de los Watermead, y también de la hermana de Maudie, Loma Lipton. Dot estaba furiosa hasta que la persuadí de que lo mejor era que entráramos en la sala, donde había tal cantidad de personas que el parloteo opacaba las voces individuales.
Maudie me ofreció una copa y sonrió, mirándome con los amigables ojos azules que, como de costumbre, me hicieron concebir poderosos pensamientos adúlteros. Desde siempre ella se había esforzado por transferir mis sentimientos hacía su hermana, Loma, quien tenía el pelo color platino como ella, cintura bien formada y piernas esbeltas, pero que para mi gusto carecía de todo, excepto de atracción física. Maudie resultaba divertida; Loma, atribulada. Maudie se reía, Loma abogaba por las causas serias. Pensé que Loma estaría perfecta para Bruce Farway.
El respetable doctor se encontraba en ese momento cerca del fuego con el esposo de Maudie, Michael. Las burbujas en el vaso de Farway eran incoloras. "Agua mineral", supuse.
Mi atención se dirigió hacia una mujer que estaba conversando con Dot. Era más joven, rubia como Maudie, de ojos azules como Maudie, alegre, zurda, pianista, que tenía treinta y ocho años.
– ¿La conoces? -preguntó Maudie, que siguió mi mirada-. Es Susan Palmerstone. Toda su familia está por aquí.
Asentí.
– Solía montar los caballos de su padre.
Desde el extremo de la habitación, Susan Palmerstone miró en dirección a mí y finalmente decidió acercarse.
– Hola -saludó-. Hugo y los niños están aquí.
– Vi a los niños en el trampolín.
– Sí.
Maudie caminó despacio hacía Dot.
Susan observó:
– No sabía que ibas a venir. Nosotros no conocemos bien a los Watermead. Debí haber dicho que no podíamos asistir.
– Por supuesto que no. No importa.
– No, pero… alguien le dijo a Hugo que cómo era posible que tuviera una hija de ojos castaños y él ha estado muy molesto con ese asunto desde hace varias semanas. Pensé que sería mejor advertirte. Casi podría decirse que está obsesionado.
Los jugadores de tenis entraron y también Hugo Palmerstone, quien había estado cuidando a los niños. A través de la ventana vi a mi hija en el césped, los brazos en jarra, menospreciando a sus hermanos rubios de cabello lacio que daban saltos en el trampolín. Cinders tenía ojos castaños y cabello oscuro y ondulado como el mío. Había cumplido ya nueve años.
Me habría casado gustosamente con Susan. La amaba y me había sentido desolado cuando eligió a Hugo, pero eso había sucedido hacía mucho tiempo. No quedaba nada de ese sentimiento.
No deseaba que el pasado largamente enterrado arrojara ni una sombra sobre la vida de esa niña.
Susan se apartó de mí en el momento en que Hugo entró en la habitación, pero no antes de que él se diera cuenta de que habíamos hablado. Su expresión cuando se encaminó directamente hacia mí, no era nada prometedora.
– Sal -ordenó lacónico-. Ahora. Dejé mi copa y lo seguí hasta el prado.
– Tengo ganas de matarte -advirtió.
Ese era un comentario para el que no parecía haber respuesta. Como no respondí nada, prosiguió con amargura.
– Mi maldita tía me dijo que abriera los ojos. "Fíjate en el ex jockey de tu suegro", dijo. "Cinders nació siete meses después de la boda. Abre los ojos".
– Tu tía no te ha hecho ningún bien.
Se daba cuenta, desde luego, de que así era, pero su ira se dirigía contra mí por completo.
– Ella es mi hija -insistió-. La vi nacer. Es mía y la amo.
Miré con pena los profundos ojos verdes de Hugo. Él y yo éramos diametralmente diferentes. El era un ejecutivo de la ciudad de rango medio, poseía un temperamento candente, tan feroz como su cabello rojo. Repliqué:
– Conquistaste a la chica que yo amaba. Tienes una hija y dos hijos. Eres afortunado, ódiame si quieres, pero por favor no te desquites con tu familia.
Me di la vuelta para alejarme, casi seguro de que me alcanzaría y me daría un puñetazo, pero no lo hizo. Pensé con intranquilidad que, de todos modos, si encontraba una forma menos directa de hacerme daño, era posible que lo hiciera.