El Trotador llenó sus tanques, se trasladó al área de limpieza y refunfuñó todo el tiempo mientras lavaba el interior. Esperé hasta que terminara antes de hacerle la pregunta vital.
– Exactamente, ¿dónde están las lapas extrañas?
– No podrás verlas en la oscuridad -replicó el hombre al tiempo que husmeaba-. A menos que quieras meterte sobre la tarima con una linterna.
– No.
– Eso pensé.
Caminó a mi lado a lo largo del sendero y señaló:
– El camión de Phil. Lo revisé en el foso de inspección. Hay un recipiente pegado al tanque de combustible de atrás, oculto en el costado del camión. Es un trabajo muy bien hecho.
Fruncí el entrecejo.
– ¿Qué contenía?
– No tengo la menor idea. Media docena de pelotas de fútbol, tal vez. Sin embargo, está vacía. Debe haber tenido una tapa con rosca. El recipiente está ahí, pero falta la tapa.
El camión de Phil era un super seis, al igual que la mitad de mi flotilla. Un super seis transportaba seis caballos con comodidad y aun podría dar cabida a un séptimo animal en un apuro. Media docena de pelotas de fútbol en un recipiente en la parte inferior del camión sonaba macabro, así como absolutamente improbable.
– El camión de Pat -prosiguió el Trotador, señalando-, tiene otro tubo que no es tan grande. En ése Dave llevó a las yeguas de crianza, ¿recuerdas?
El camión de Pat tenía capacidad para transportar cuatro caballos. Y cinco más de la flotilla eran de ese tamaño. Durante la temporada de carreras de pista libre, uno de los entrenadores, que tenía una fobia de compartir los viajes de sus caballos con los de los demás, ocupaba todo el tiempo el camión de Pat. Este iba a Francia a menudo, aunque no fuera ella la que lo condujera.
– Trotador, no le digas a nadie acerca de esto, por favor. Comprende que si esparces el rumor en la taberna, espantarás a quienquiera que haya escondido las cosas ahí y nunca tendremos la oportunidad de averiguar qué está sucediendo.
Me dio la razón. Replicó con su forma de hablar que guardaría el secreto como una "mosca". Mosca y zumba: tumba. Otra vez dudé si su reticencia duraría más allá de las cervezas de esa noche.
EL SÁBADO, temprano por la mañana, conduje uno de los camiones para cuatro caballos a Salisbury Plain. Recogí los animales restantes de Marigold y los entregué cerca de las nueve. En el camino me di cuenta de que había olvidado la bolsa de la comida. Cuando se lo mencioné a ella, preguntó a gritos a sus empleados quién era el dueño, pero nadie la reclamó.
– Tírala a la basura -sugirió-. Voy a mandar unos caballos a Doncaster. Espero que puedas llevarlos.
Las carreras de Doncaster, que se llevarían a cabo en doce días más, representaban la prestigiosa inauguración de la temporada de pista libre. Le aseguré que me sentiría encantado.
– Muy bien -esbozó una amplia sonrisa, que se reflejaba más en los ojos que en los labios: tan válida como un compromiso después de estrecharse la mano a la firma de un contrato.
Volví a casa y bebí café, hablé con Harvey y el Trotador afirmó: “no dije ni pío en la taberna”, y examiné la lista del día. Traté de lidiar con la escasez de conductores presionando a Dave y al Trotador para que trabajara tras el volante. En contra de su voluntad, Phil fue reclutado nuevamente para conducir el camión grande y yo tomé el super seis para ir a recoger a los saltadores de tres diferentes cuadras y entregarlos, a ellos y a sus mozos de cuadra, en la pista de carreras de Sandown para la exhibición de la tarde.
Sobre las vallas de Sandown había montado más ganadores de los que podía recordar. Su pista había dejado una huella tan profunda en mi subconsciente que quizá hubiera podido cabalgar en ella con los ojos vendados y, desde luego, había navegado por sus intrincaciones en innumerables sueños. De todas las pistas, ésta era la que evocaba en mí la más, fuerte nostalgia por ese mundo que había perdido ya: una fusión cuerpo a cuerpo con una energía sobrehumana, el flujo mental de coraje y designio entre dos seres. Montar a caballo a cincuenta kilómetros por hora o más era, al menos para mí, una exaltación espiritual que nunca había logrado, ni siquiera vislumbrado, de ninguna otra manera.
Me reuní con Patrick Venables afuera del cuarto de la báscula, tal como lo había prometido. El jefe del servicio de seguridad del hipódromo era un hombre alto y delgado, tenía ojos de halcón que resultaban muy adecuados para su trabajo. Se decía que había sido, en su tiempo, "algo en el contraespionaje", pero nunca se habían proporcionado mayores detalles al respecto. Los asiduos al hipódromo pretendían que había sido engendrado por un detector de mentiras y una sanguijuela, porque nadie podía engañarlo o sacudírselo de encima.
Patrick Venables dirigía la pequeña sección de seguridad con eficiencia enérgica y era responsable en gran medida por el estado razonablemente honesto del hipódromo, pues olfateaba todas las nuevas estafas casi antes de que se inventaran.
Venables me saludó con la expresión afable y superficial que acostumbraba, que jamás podría confundirse con la confianza, y me guió por el cuarto de la báscula hasta una pequeña oficina interior en la que había una mesa y dos sillas.
– Tienes cinco minutos -advirtió mientras cerraba la puerta-. Empieza a hablar.
Le conté acerca de los tres recipientes extraños que el Trotador había encontrado debajo de los camiones.
– No sé cuanto tiempo han permanecido ahí ni lo que contenían -hice una pausa breve-. ¿Se sabe si alguien más se ha topado con algo como esto?
– No que yo sepa. ¿Ya diste aviso a la policía?
– Todavía no.
– ¿Por qué no?
– Quiero averiguar quién me ha estado utilizando y para qué.
Se quedó pensativo mientras examinaba mi rostro.
– Así que me estás utilizando a mí como seguro -prosiguió después de un rato-, en caso de que atrapen alguno de tus camiones con un contrabando.
No lo negué.
– Sin embargo, me gustaría atraparlos.
– Mmm -frunció la boca-. Tendría que aconsejarte que no lo hicieras. Sin embargo, déjame meditarlo. Debo suponer que esto no tiene nada que ver con el hombre que murió en uno de tus camiones. Me enteré del asunto.
– En realidad no lo sé -le conté acerca del intruso enmascarado-. Ignoro qué estaba buscando. Si se trataba de las pertenencias del difunto, no habría tenido ningún éxito, porque se encontraban en manos de la policía. Pero entonces se me ocurrio si no habría ido a dejar algo.
– ¿Temes que se trate de bombas?
– Supongo que es más probable que sean drogas.
Patrick Venables consultó su reloj y se puso de pie.
– Tengo que irme -dijo-. Regresa al cuarto de la báscula después de la última carrera.
Asentí mientras Patrick salía.
Salí y pasé gran parte de la tarde conversando; era útil para el negocio, pero también un grito lejano de la urgencia de montar en las carreras. En tardes como aquélla en Sandown, había descubierto que me comportaba como todos mis conductores. Tomaba nota especial sobre los corredores que había transportado a la pista. Un ganador levantaba la moral de cualquiera; un caballo muerto, como sucedía en ocasiones, los enviaba a casa sumidos en la depresión.
Puesto que los dos caballos que había acarreado ese día pertenecían a un entrenador para el que yo había montado de manera intermitente en el pasado, era natural que terminara conversando con él y con su esposa. Benjamín Usher o Benyl, como solíamos llamarlo, y Dot parecían estar peleando, igual que siempre, cuando tiró de la manga de mi camisa al pasar.
– Freddie -demandó-. Dile a esta mujer en qué año se mató de un tiro Fred Archer. Ella dice que fue en 1890. Yo digo que es una necedad.
Contemplé la expresión acostumbrada en el rostro de Dot, una mezcla de resignación y angustia. Los años que había vivido con un hombre irascible le habían provocado esas arrugas, que ni sus sonrisas ocasionales disimulaban. Sin embargo, aunque desde que los conocía se aventaban los platos, en sentido figurado, continuaban juntos, de manera inexorable, a pesar de todo.