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Me lavé la cara y me cepillé los dientes dos veces. Me senté en el borde de la cama, demasiado cansada como para ir más lejos. Sam se sentó a mi lado, me rodeó acogedor con su brazo y tras un instante me acurruqué a él, colocando la mejilla junto a su cuello.

– ¿Sabes? Una vez estaba escuchando la NPR -dije, sin venir para nada a cuento-, estaban retransmitiendo un programa sobre criogenia, sobre cómo mucha gente está decidiendo congelarse solo la cabeza porque es mucho más barato que conservar todo el cuerpo.

– ¿Eh?

– Adivina qué canción pusieron al final.

– ¿Cuál, Sookie?

– Put Your Head on My Shoulder [12].

Sam hizo un ruido de asfixia y después se dobló de las carcajadas.

– Escucha, Sam-dije, cuando se tranquilizó-. Entiendo lo que me dices, pero necesito tratar esto con Bill. Lo amo, le soy fiel, y además él no está aquí para dar su punto de vista.

– Oh, el objetivo no era tratar de apartarte de Bill. Aunque eso sería estupendo -y Sam esbozó su poco habitual y maravillosa sonrisa. Parecía mucho más relajado conmigo ahora que compartía su secreto.

– Entonces, ¿cuál era el objetivo?

– Mantenerte con vida hasta que atrapen al asesino.

– ¿Así que por eso has aparecido desnudo en mi cama? ¿Por mi protección?

Tuvo el detalle de parecer avergonzado.

– Bueno, reconozco que podría haberlo planeado mejor, pero pensé que necesitabas alguien a tu lado, ya que Arlene me había dicho que Bill estaba fuera del pueblo. Sabía que no me dejarías pasar aquí la noche como humano.

– ¿Estarás tranquilo ahora que sabes que Bubba vigila la casa por las noches?

– Los vampiros son fuertes, y feroces -reconoció Sam-: Supongo que este Bubba le debe algo a Bill, o no le haría un favor. Los vampiros no se distinguen por hacerse favores unos a otros, su mundo está muy estratificado.

Debería haber prestado más atención a lo que me contaba Sam, pero pensé que era mejor no explicarle los orígenes de Bubba.

– Si tú y Bill existís, supongo que debe de haber un montón de seres ajenos a la naturaleza -dije, comprendiendo la cantidad de reflexiones que me aguardaban. Desde que conocía a Bill no había sentido tanta necesidad de acumular ideas para estudiarlas en el futuro, pero estar preparada nunca hace, daño-. Algún día tendrás que contármelo. ¿El yeti? ¿El monstruo del lago Ness? Yo siempre había creído en el monstruo del Lago Ness.

– Bueno, supongo que será mejor que me vuelva a casa-dijo Sam. Me miró esperanzado. Seguía desnudo.

– Sí, creo que será lo mejor. Pero… oh, maldición, tú… oh, diablos. -Corrí escaleras arriba en busca de algo de ropa. Me parecía recordar que Jason guardaba un par de cosas en un armario del piso superior, para un caso de emergencia.

Por suerte había un par de tejanos y una camisa informal en el primer dormitorio. Ya hacía calor allí arriba, debajo del tejado de estaño, porque el primer piso tenía un termostato independiente. Regresé al piso inferior, contenta de sentir el frescor del aire acondicionado.

– Aquí están -anuncié, entregando las prendas a Sam-. Espero que te sienten bien. -Me miró como si quisiera retomar nuestra conversación, pero yo ya era demasiado consciente de que iba cubierta solo con un fino camisón de nylon y de que él no estaba cubierto por nada en absoluto.

– Vamos con las ropas-dije con firmeza-. Y vístete en la sala de estar. -Lo obligué a salir y cerré la puerta detrás de él. Pensé que echar el pestillo resultaría insultante, así que no lo hice. Me vestí en un tiempo récord, con ropa interior limpia y la falda vaquera y la camiseta amarilla de la noche anterior. Me puse un poco de maquillaje, escogí unos pendientes y me cepillé el pelo para recogerlo en una coleta, sujetándola con cinta de goma amarilla. Mi moral se recuperó al mirarme al espejo, pero mi nueva sonrisa se convirtió en un ceño fruncido cuando creí oír un camión aparcando delante de casa.

Salí del dormitorio como si me hubieran disparado con un cañón, confiando con todas mis fuerzas en que Sam ya se hubiera vestido y estuviera escondido. Había hecho algo mejor, había vuelto a convertirse en perro. Las ropas estaban tendidas en el suelo y yo las recogí y las lancé al armario del pasillo.

– ¡Buen chico! -dije con entusiasmo mientras le rascaba entre las orejas. Dean respondió metiendo su frío hocico negro bajo mi falda-. Deja eso ya-exclamé, mirando a través de la ventana delantera-. Es Andy Bellefleur-le dije al perro.

Andy saltó de su Dodge Ram, se estiró durante un largo instante y se dirigió a mi puerta. La abrí, con Dean a mi lado. Contemplé al detective de manera burlona.

– Parece como si hubieras estado levantado toda la noche, Andy. ¿Puedo ofrecerte un café?

El perro se agitaba nervioso a mi alrededor.

– Eso estaría genial -dijo-, ¿puedo pasar?

– Claro. -Me eché a un lado y Dean gruñó.

– Veo que tienes un buen perro guardián. Vamos, muchacho, ven aquí.

Andy se agachó para ofrecer una mano al collie, al que yo no lograba ver como si fuera Sam. Dean olisqueó la mano de Andy, pero no la lamió. En vez de eso, se situó entre Andy y yo.

– Vamos a la cocina -dije. Y Andy se irguió y me siguió. Tuve el café listo en un santiamén, y puse algo de pan en la tostadora. Coger la nata, el azúcar, las cucharas y los tazones llevó unos minutos más, pero los aproveché para preguntarme qué hacía Andy allí. Tenía el rostro demacrado; parecía diez años mayor de su verdadera edad. No se trataba de ninguna visita de cortesía.

– Sookie, ¿estuviste aquí anoche? ¿No trabajaste?

– No, no me tocaba. Estuve aquí salvo por un rápido viaje a Merlotte's.

– ¿Ha estado Bill aquí en algún momento?

– No, está en Nueva Orleáns. Se aloja en ese nuevo hotel del barrio francés, el que es solo para vampiros.

– Pareces segura de que está allí.

– Sí-noté que se me endurecía el rostro. Se aproximaban las malas noticias.

– He estado levantado toda la noche-dijo Andy.

– ¿Sí?

– Acabo de venir de otra escena del crimen.

– Oh. -Me colé en su mente-: ¿Amy Burley?-Lo miré a los ojos tratando de asegurarme-. ¿Amy, la que trabajaba en el bar Good Times?

Era el primer nombre del montón de posibles camareras del día anterior, el nombre que le había aconsejado a Sam. Miré al perro. Estaba tumbado en el suelo con el hocico entre las patas, y parecía estar tan triste y sorprendido como yo. Gimió de pena.

Los ojos castaños de Andy me miraban con tanta fuerza que me estaban taladrando.

– ¿Cómo lo sabes?

– Déjate de tonterías, Andy, sabes que puedo leer el pensamiento. Me siento fatal, pobre Amy. ¿Ha sido como las demás?

– Sí -respondió-. Sí, ha sido como las demás, pero las marcas de colmillos eran más recientes.

Pensé en la noche que Bill y yo tuvimos que ir a Shreveport para responder a la llamada de Eric. ¿Había sido Amy la que había dado sangre a Bill aquella noche? Ni siquiera fui capaz de calcular cuántos días habían pasado desde aquello, mi vida cotidiana se había visto alterada de cabo a rabo por todos los sucesos extraños y terribles de las semanas previas.

Me dejé caer sobre una silla de cocina de madera, sacudiendo la cabeza distraída durante algunos minutos, sorprendida por el giro que había dado mi vida. La de Amy Burley ya no daría más giros. Me sacudí de encima aquella extraña apatía, me levanté y serví el café.

– Bill no ha estado aquí desde anteanoche -dije.

– ¿Y has pasado toda la noche aquí?

– Así es, mi perro puede confirmártelo -y sonreía Dean, que gimió al sentirse el centro de atención. Se acercó hasta colocar su peluda cabeza sobre mis rodillas mientras me tomaba el café. Le acaricié las orejas.

– ¿Sabes algo de tu hermano?

– No, pero anoche recibí una curiosa llamada de teléfono, de alguien que me dijo que estaba en Merlotte's… -en cuanto las palabras abandonaron mi boca me di cuenta de que mi interlocutor debía de haber sido Sam, que me había atraído al bar para poder ponerse en situación de acompañarme a casa. Dean bostezó, un enorme bostezo de oreja a oreja que nos permitió ver todos sus blancos y afilados dientes.

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[12]Una famosa canción de Paul Anka: "Pon tu cabeza sobre mi hombro". N. del T.

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