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– Tú solo inténtalo de vez en cuando, Sookie-dijo de modo natural, girándose para abrir una caja de whisky con el cortador tan afilado que llevaba en el bolsillo-. No te preocupes por mí, tendrás un trabajo mientras quieras uno.

Limpié una mesa en la que Jason había tirado algo de sal. Había estado allí un rato antes, comiendo una hamburguesa y unas patatas fritas y tomándose un par de cervezas. En mi cabeza estaba dándole vueltas a la oferta de Sam.

No trataría de escucharlo ese día; estaba preparado para ello. Esperaría hasta que estuviera ocupado haciendo otra cosa. Me limitaría a colarme un poco y escuchar un rato. Me había invitado a ello, lo que resultaba algo por completo excepcional.

Era agradable que te invitaran.

Me arreglé el maquillaje y me recogí el pelo. Lo había llevado suelto hasta entonces, ya que a Bill parecía gustarle así, pero había supuesto una auténtica molestia durante toda la noche. Ya casi era hora de salir, así que cogí mi bolso de la taquilla, en el despacho de Sam.

La casa Compton, como la de la abuela, quedaba apartada de la carretera, aunque resultaba un poco más visible desde esta que la nuestra. Y a diferencia de la de la abuela, desde ella se veía el cementerio. Eso se debía, al menos en parte, a que la casa Compton estaba situada en un punto más elevado: estaba erigida encima de un montículo y todo el edificio tenía dos plantas. La de la abuela tenía un par de dormitorios vacíos arriba y un ático, pero se la podía considerar más bien de piso y medio.

En cierto momento de la historia familiar, los Compton poseyeron una casa muy bonita. Incluso bajo la oscuridad de la noche transmitía cierta delicadeza. Pero yo sabía que a la luz del sol uno podía ver que las columnas se estaban desconchando, que los paneles de madera estaban torcidos y que el jardín no era más que una selva. Con el clima húmedo y cálido de Luisiana, los jardines podían crecer fuera de control con bastante rapidez, y el viejo Sr. Compton no era de los que pagaban a otra persona para que le arreglara el jardín. Cuando quedó demasiado débil, ya nadie se había ocupado de ello.

El camino circular de entrada no había recibido grava nueva en muchos años, y mi coche fue dando tumbos hasta llegar a la puerta principal. Vi que toda la casa estaba iluminada, y comencé a darme cuenta de que esa noche no transcurriría como la anterior. Había otro coche estacionado delante de la casa, un Lincoln Continental, blanco con la capota de color azul oscuro. Una pegatina con texto azul sobre fondo blanco decía Los VAMPIROS ME La CHUPAN, y en otra roja y amarilla ponía ¡Toca EL CLAXON si ERES DONANTE DE SANGRE! La matrícula personalizada era simplemente COLMILLOS 1.

Si Bill ya tenía compañía, quizá lo mejor fuese irme a casa. Pero me había invitado y me esperaba. Aún dudando, levanté el puño y llamé a la puerta.

Me abrió una vampira.

Estaba radiante, en un sentido casi literal. Era negra y medía al menos uno ochenta, y vestía de licra. Un sujetador de deporte de color rosa flamenco y unas mallas hasta las pantorrillas del mismo tono, junto a una camisa blanca de traje de caballero puesta deprisa y sin abotonar, constituían toda su ropa.

Pensé que parecía vulgar como una furcia, y con toda probabilidad muy apetitosa desde un punto de vista masculino.

– Hola, pequeña humana -ronroneó la vampira.

Y de repente me di cuenta de que estaba en peligro. Bill ya me había advertido repetidas veces de que no todos los vampiros eran como él, y de que incluso él tenía momentos en los que no era tan amable. No me era posible leer la mente de aquella criatura, pero sí pude oír la crueldad de su voz. Puede que hubiese atacado a Bill, o tal vez fuese su amante.

Todo esto me pasó por la cabeza en un instante, pero no permití que mi rostro lo revelara. Tenía a mis espaldas años de experiencia en controlar mi expresión. Noté que mi sonrisa protectora volvía a su sitio, enderecé la columna y dije con despreocupación:

– ¡Hola! Tenía que pasarme por aquí esta noche y darle a Bill una información. ¿Está disponible?

La vampira se rió de mí, lo cual no era algo a lo que yo estuviera acostumbrada. Mi sonrisa se hizo un grado más amplia. Aquel bicho irradiaba peligro del mismo modo que una bombilla irradia calor.

– ¡Esta pequeña humana que tenemos aquí dice que tiene una información para ti, Bill! -gritó por encima de su (esbelto, moreno y precioso) hombro. Traté de no mostrar en modo alguno mi alivio-. ¿Quieres ver a esta cosita, o simplemente debo darle un mordisco amoroso?

Por encima de mi cadáver, pensé furiosa, y entonces me di cuenta de que así podría ser.

No oí la voz de Bill, pero la vampira se hizo a un lado y yo me adentré en la vieja casa. Correr no me serviría de nada, esa vampira sin duda me derribaría antes de poder dar cinco pasos. Y aún no había visto a Bill, y no podría estar segura de que se encontrara bien hasta que lo viese. Le eché valor al asunto y esperé lo mejor. Eso se me da bastante bien.

La gran sala delantera estaba llena de personas y muebles antiguos de color oscuro. No, no de personas, observé tras fijarme un poco más: dos personas y otros dos extraños vampiros.

Los dos eran hombres de raza blanca. Uno iba rapado y tenía tatuajes en cada centímetro visible de su piel. El otro era incluso más alto que la vampira: medía tal vez uno noventa y cinco. Llevaba una larga melena de pelo oscuro ondulado y era muy fornido.

Los humanos resultaban menos espectaculares. La mujer era rubia y rechoncha, de treinta y cinco años o más, y se había pasado como un kilo con el maquillaje. Parecía tan gastada como unas botas viejas. El hombre era bien distinto. Era adorable, el chico más guapo que jamás he visto; no podía tener más de veintiuno. Era moreno, quizá hispano, bajo y de estructura delicada. Llevaba puestos unos tejanos y nada más. Salvo el maquillaje, claro. Me sorprendió, pero no lo encontré atractivo.

En ese momento Bill se movió y pude verlo. Estaba entre las sombras del oscuro pasillo que conducía del salón a la parte posterior de la casa. Lo miré, tratando de mantener el porte en esa situación tan inesperada. Para mi consternación, su aspecto no resultaba nada tranquilizador. Tenía la cara muy seria, por completo impenetrable. Aunque no pude ni creer que yo pudiera pensar algo así, en ese momento hubiese sido estupendo poder echar un vistazo a su mente.

– Bueno, ahora podremos tener una estupenda velada – dijo el vampiro de pelo largo. Parecía encantado-. ¿Se trata de una amiguita tuya, Bill? Es tan refrescante…

Pensé en usar una de las palabras exquisitas que había aprendido de Jason.

– Si nos disculpáis a mí y a Bill durante un minuto… -dije con mucha educación, como si se tratase de una noche perfectamente normal-. He estado hablando con los obreros para la casa-traté de que sonara como si hablara de negocios, de modo impersonal, aunque llevar pantaloncitos, camiseta y unas Nike no inspira mucho respeto profesional. Pero aun así confié en transmitir la idea de que la gente con la que me encuentro durante mis tareas no puede suponer ninguna amenaza ni peligro.

– Y eso que habíamos oído que Bill se mantiene con una dieta exclusiva de sangre sintética -añadió el vampiro tatuado-. Debimos de oír mal, Diane.

La vampira ladeó la cabeza y me dirigió una prolongada mirada.

– No estoy tan segura. A mí me parece virgen.

No me pareció que Diane hablara de hímenes.

Di unos cuantos pasos hacia Bill, de modo natural, pero con la loca esperanza de que él me defendiera si las cosas iban a peor. No me sentía muy segura de ello. Yo aún sonreía, confiando en que él hablase, que hiciese algo. Y lo hizo.

– Sookie es mía -dijo, y su voz fue tan serena y suave que, de haber sido una piedra, no habría provocado ondas al caer en el agua.

Lo miré con brusquedad, pero tuve la inteligencia necesaria para mantener la boca cerrada.

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