Babs no dejó dudas con su reacción. Tenía la costumbre de ir a comer con ellos los domingos. Llamó y Trevor fue a abrirle la puerta. Clif estaba dando vueltas a la manivela de la heladera casera, pues Meg había insistido en preparar helado de postre para celebrar la noticia. Kyla estaba dando de comer a Aaron para acostarlo después a dormir la siesta. Meg estaba cortando judías verdes. Trevor era el único que estaba disponible.
Babs se quedó mirándolo fijamente sin saber qué decir. Él empujó la puerta mosquitera y se hizo a un lado para dejarla pasar.
– Adelante. Están todos en la cocina.
Kyla no había contado a Babs su visita a la casa de Trevor. La última vez que éste y Babs se habían visto había sido hacía más o menos una semana, en el centro, cuando Kyla se había portado como una mema. De donde antes colgaba el cinturón de carpintero pendía ahora un trapo de cocina azul y blanco, con el pico sujeto por dentro de la cintura del pantalón. Trevor había insistido en ayudar a Meg en la cocina.
Babs lo siguió sin decir nada.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó a Kyla apenas hubo traspasado el umbral.
Los ojos de ésta pasaron de una cara a otra, pero como nadie parecía dispuesto a responder a Babs, le tocó hablar a ella.
– Trevor y yo vamos a casarnos.
Los ojos azules de Babs, muy abiertos, se posaron en Trevor. Éste sonrió.
– ¡Sorpresa!
– ¡Vais a casaros! -exclamó Babs. Cuando él asintió con la cabeza, se llevó las manos a las mejillas y luego le plantó un sonoro beso en los labios-. Dado que vas a casarte con mi mejor amiga, tengo todo el derecho del mundo a hacer esto.
Trevor se rió, la abrazó por la cintura y le devolvió el beso.
– Y yo también -dijo cuando la soltó.
Todos se rieron, incluido Aaron, que no entendía nada pero percibía la alegría que reinaba a su alrededor. Golpeó la bandeja de la trona con la cuchara que tenía en la mano.
El almuerzo transcurrió entre bromas y comentarios sobre el matrimonio y las bodas en general. Kyla no lograba acostumbrarse a la idea de que al cabo de menos de una semana fuera a casarse, ni tampoco al modo afectuoso como la trataba Trevor.
Estaba sentado a su lado y aprovechaba cualquier ocasión para tocarla. A menudo ponía el brazo alrededor de sus hombros. Las caricias brotaban espontáneamente de sus dedos, tanto como los besos de sus labios.
A Kyla no la molestaban aquellas muestras de afecto. Muy al contrario, se dio cuenta de que las anhelaba. La expectación se transformó en sentimiento de culpa. En lo que a ella respectaba era un matrimonio de conveniencia, ¿o no?
Trevor se quedó a pasar la tarde con ellos. Los puso al corriente de su pasado.
– Soy de Filadelfia, pero estudié en Harvard.
– ¿Tu made murió? -quiso saber Meg.
– Sí, hace algunos años. Le diré a mi padre que nos casamos, pero no creo que pueda venir avisándolo con tan poco tiempo.
– Es abogado, ¿no? -se interesó Clif.
– Sí, y es muy bueno. Fue una decepción para él que yo no quisiera seguir sus pasos, estudiar Derecho y hacerme socio en su bufete.
– Pero seguro que se alegrará de que te vaya tan bien en tu profesión -dijo Clif.
Trevor se quedó pensativo.
– Eso espero.
Por la tarde, toda la ciudad se había enterado de la noticia de su próxima boda.
– La señora Baker se ha ofrecido a hacer una fiesta para que todo el mundo te lleve su regalo.
Horrorizada, Kyla se apartó de la encimera de la cocina, donde estaba preparando unos sandwiches para sacar al porche.
– Ay, no, mamá. No quiero trastos. Por favor, da las gracias a todos los que llamen pero diles que no queremos regalos.
– Pero Kyla, todos se alegran mucho por ti.
Ella, inflexible, negó con la cabeza.
– No quiero fiestas. Nada. Por favor, ya he vivido todo eso una vez y es muy bonito, pero esta boda no es igual.
Meg la miró sin disimular su decepción.
– Muy bien, cariño, como tú quieras.
Sus padres, envueltos en una ola de romanticismo, nunca entenderían sus razones para casarse con Trevor. Tampoco estaba segura de que su futuro marido las comprendiera.
Después de que él se despidiera de sus padres, lo acompañó al porche. En cuanto traspasaron la puerta mosquitera y los envolvieron las sombras, Trevor la tomó entre sus brazos y la besó.
Fue un beso íntimo y evocador, sus bocas se acoplaron. La lengua de Trevor empujaba la suya, las manos se deslizaron por su espalda hasta su cintura, treparon por las costillas y se cerraron sobre sus senos. Él gimió.
– Dios mío, no sé cómo voy a aguantar hasta el sábado por la noche -retiró las manos-. ¿Sabes cuánto deseo tocarte? Pero ahora no puedo; si empiezo, no podré parar hasta que los dos estemos desnudos y esté abrazándote, besándote la boca, el pecho…, todo el cuerpo.
Le susurró las últimas palabras al oído. Luego, la boca se deslizó por su cuello hasta la base de la mandíbula. El roce del bigote le resultaba muy placentero, era como si borrara todos los recuerdos y la dejara temblando, caliente y mojada. Si él hubiera querido estrecharla con más fuerza, ella habría consentido. Pero no lo hizo.
– Buenas noches, cariño.
Desapareció en la oscuridad. Mucho rato después de que las luces de su coche se hubieran desvanecido, Kyla seguía en el porche, temblando con la idea de la noche de bodas. Trataba de convencerse de que esos estremecimientos eran fruto de la aprensión.
Pero ni ella misma lo creía.
La semana siguiente todos estaban de un humor festivo. Desde la muerte de Richard, no había visto a sus padres tan animados. Era evidente que adoraban a Trevor y confiaban en que haría felices a su hija y su nieto. El entusiasmo de Babs era incontenible y, hacia mediados de semana, se había desbordado.
– Pero no necesito nada de esto -dijo Kyla al ver el salto de cama tan sexy que le mostraba Babs.
– Toda novia necesita este tipo de prendas. Aunque no duran mucho -dijo con una mueca. La insinuación hizo que Kyla sintiera nervios en el estómago.
– Tengo muchos camisones -objetó con voz apagada.
– Los conozco. No sirven para una luna de miel.
– No vamos a ir de luna de miel. No inmediatamente. Vamos a mudarnos a la casa de Trevor.
– Querrás decir a «vuestra» casa. Y sabes a qué me refiero cuando hablo de luna de miel. No hay que salir de Chandler para tenerla. Ni siquiera tienes que salir del dormitorio -se rió alegremente-. Yo misma he tenido varias. Así que cuál va a ser ¿el azul o el de color melocotón?
– Me da igual -respondió Kyla petulantemente, y los arrojó sobre la silla del probador-. Tú eras la que insistía en que necesitaba un camisón, elígelo tú.
– ¡Dios! -exclamó Babs, exasperada-. ¿Qué es lo que te ocurre?
Su amiga no la creería si se lo contara, se dijo Kyla, y no iba a hacerlo. Cuando uno estaba loco de atar, raramente iba anunciándoselo a sus amigos.
– Nada.
– Estás hecha una cascarrabias. Espero que después de pasar unos días en la cama con Trevor Rule mejore tu humor.
Se dio la vuelta para llamar al dependiente y no vio la expresión tensa de Kyla. A ésta le habría gustado dejarse llevar por el ánimo festivo de la ocasión, pero entusiasmarse con la boda sería una deslealtad hacia Richard. Nadie mencionaba su nombre esos días. Parecía que todos excepto ella lo hubieran borrado de su memoria.
Se aferraba a su recuerdo con más empeño que nunca, pero, inevitablemente, parecía que se le escapara. Notaba esos lapsos sobre todo cuando estaba con Trevor, que desempeñaba a la perfección su papel de novio.
Todas las tardes iban a comprar cosas para la casa. Trevor quería que le diera su opinión sobre cada detalle, desde batidoras hasta cojines. Era como si pudiera leerle el pensamiento, elegía siempre los muebles que a ella le gustaban más. Sus gustos coincidían plenamente. A menudo se sentía como Cenicienta, como si todos sus deseos le fueran concedidos. Él no reparaba en gastos. Cuando el interior de la casa empezó a tomar forma, estuvo tentada de pellizcarse para estar segura de que no se trataba de un sueño.