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– No, creo que mejor no.

– ¿Una copa?

– Gracias, Trevor, pero será mejor que me vaya a casa.

– De acuerdo.

Parecía decepcionado. Seguro que se equivocaba, pensó Kyla. Debía estar deseando que la noche terminara, igual que ella.

Casi no hablaron. El repiqueteo de las gotas de lluvia en el techo del coche y el rítmico vaivén del limpiaparabrisas resultaban hipnóticos.

Aparentemente no estaba acostumbrado a conducir con las dos manos en el volante, no hacía más que mover la derecha. Primero encendió la radio y subió el volumen; al cabo de unos segundos, lo bajó e hizo girar el termostato.

– ¿Tienes frío?

– No, estoy bien.

La mano no descansó. Se aflojó el nudo de la corbata y se retiró el pelo hacia atrás. Volvió a ajustar el volumen de la radio. Luego, por fin, la dejó descansar sobre el asiento. A medio camino entre los dos.

Kyla miraba esa mano por el rabillo del ojo, como si supusiera una grave amenaza.

¿Y si se acercaba a ella? En ese caso, ¿le diría algo a Trevor?

Y si la agarraba, ¿se pondría a gritar?

Y si le tomaba la suya, ¿se dejaría ella?

Y si le acariciaba el muslo, ¿se la apartaría?

El corazón le latía muy deprisa y notó que tenía las palmas húmedas. Nunca se había alegrado tanto de llegar a casa.

La mano se limitó a hacer girar la llave para apagar el motor.

– Espera -ordenó Trevor cuando ella hizo ademán de abrir su puerta-. Tengo un paraguas -se giró, alargó un brazo y sacó un paraguas del suelo del asiento trasero. La chaqueta del traje se le abrió y ella se fijó en que parecía que el pecho le fuera a estallar dentro de la camisa.

Trevor bajó y abrió el paraguas. Lo sujetó mientras le abría la puerta y le ofrecía una mano para ayudarla a bajar.

Kyla no habría podido explicar cómo sucedió. Tal vez estaban apretados debajo del paraguas para evitar mojarse, pero, de algún modo, cuando se bajó del coche se encontró pegada a él. Estaban tan cerca que se rozaban.

Instintivamente ella echó hacia atrás la cabeza. La de él se aproximó. Sujetaba el paraguas con la mano izquierda. Con la derecha, le agarró la nuca.

Primero, Kyla notó el cosquilleo del bigote; luego los labios, cálidos y firmes, que rozaban los suyos.

«Dios mío, me gusta».

Se retiró rápidamente y bajó la cabeza. Él le soltó la nuca. Ella todavía notaba la presión de los dedos en el cuello, aunque Trevor apenas la había tocado.

La lluvia caía sobre la tela del paraguas y las gotas resbalaban hasta el borde y caían luego al suelo.

Refugiados bajo él, ambos se quedaron quietos, en silencio, muy cerca el uno del otro.

– Lo siento -dijo Trevor al cabo de un momento-. En la primera cita no están permitidos los besos.

– Esto no era una cita.

– Ah, sí, se me había olvidado.

Se dirigieron hacia la puerta principal con cuidado de no resbalar. Sus padres no habían dejado encendida la luz del porche, eso los habría ayudado. Cuando subieron a éste, Trevor cerró el paraguas y lo sacudió con fuerza.

– Gracias por la velada, Trevor -dijo Kyla camino de la puerta.

– Ya sé que dijimos que no era una cita -había dejado el paraguas apoyado en la barandilla del porche.

– Eso dijimos.

– Ya. Pero…

– ¿Qué?

– No quiero forzar las cosas. No quiero que pienses que estoy forzando las cosas.

– No pienso eso.

– Pero… -dio un paso hacia ella. Otro-. Digamos que, al final, sí era una cita.

– ¿Y?

– ¿Me dejas…?

– Te dejo ¿qué?

Las manos de Trevor le enmarcaron el rostro con ternura. Ella cerró los ojos y los labios de él volvieron a rozar los suyos, pero esa vez se quedaron allí y presionaron hasta que ella entreabrió los suyos. La punta de la lengua de Trevor intentó penetrar entre sus labios, entrar en contacto con la suya, recorrer su boca, hundirse profundamente en ella. Luego él se retiró y dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo.

– Buenas noches, Kyla.

– Buenas noches.

Kyla no sabía ni cómo había sido capaz de articular palabra. Vio que él volvía a agarrar el paraguas y se encaminaba hacia el coche. Mecánicamente, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta de su casa y entró.

Subió las escaleras. A cada escalón que subía se repetía que, dado que aquello no había sido una cita propiamente dicha, tampoco el beso había sido un beso.

Pero una vocecita en su interior le decía: «Claro que ha sido un beso. Un beso en toda regla. Babs, ni en sus mejores sueños, podría imaginarse un beso así. Si uno busca la palabra “beso” en el diccionario, la definición sería lo que acaba de darme Trevor».

Se quitó el broche de orquídeas del vestido y lo dejó encima del tocador. Puso las perlas junto a los frascos de perfume, cuando lo normal habría sido que las hubiera guardado en el estuche de terciopelo. El vestido negro quedó encima de una silla con la ropa interior encima.

Se dirigió a la cama como flotando, desnuda por primera vez en mucho tiempo.

Cuando encendió la lámpara de la mesilla, vio la foto de Richard y se puso a llorar.

Seis

– Eres un idiota.

Trevor hablaba en voz baja. Su respiración había creado un círculo de vaho en el cristal de la ventana, justo a la altura de su boca. Fuera seguía lloviendo. La habitación estaba a oscuras, de modo que podía ver su reflejo en la ventana.

Dio un trago del vaso que tenía en la mano.

– Un idiota, un cobarde -suspiró, y añadió-: Un mentiroso.

Cada vez que la veía, le mentía al ocultarle quién era en realidad. Sabía que lo que hacía no era correcto, pero no podía llegar y decirle: «Soy Besitos, ¿te acuerdas de mí? El tipo del que tu marido te hablaba en las cartas. La clase de hombre que te espanta. Egoísta, que se cree irresistible para las mujeres. Besitos». Ella lo había ridiculizado en sus cartas y él se merecía todas y cada una de las palabras de desprecio con las que se refería a su persona. El hombre al que amaba había muerto, cuando el muerto tendría que haber sido él, Trevor.

Apretó los dientes, cerró los ojos y apoyó la frente en la ventana. Lo que estaba haciendo era engañar, manipular. No había justificación para sus actos.

Había, pero ¿quién la creería? ¿Quién iba a creer que se había enamorado de una mujer sin verla, sólo leyendo sus cartas? Apenas daba crédito él mismo. Ella, sin duda, jamás lo creería.

Antes o después tendría que decirle quién era en realidad. Pero ¿cuándo?, ¿cómo? Cuando Kyla se enterara, ¿cómo reaccionaría?

Se apartó con impaciencia del cristal salpicado de gotas de lluvia y dejó el vaso en la mesa auxiliar, la cual formaba parte del mobiliario del apartamento amueblado que había alquilado y en el que esperaba quedarse poco tiempo.

Sabía cuál sería la reacción de Kyla. La furia, el desprecio, el odio. No eran emociones que quisiera ver en sus ojos marrones cuando lo miraba.

Fue al dormitorio y se desnudó. Las cicatrices moradas que recorrían su pierna izquierda eran lo mínimo que se merecía, pensó con aversión hacia sí mismo. Se merecía que lo echaran a los tiburones por no haberse identificado cuando se habían encontrado en el centro comercial.

¿Se lo diría la próxima vez que la viera?

No. ¿De qué servía hacer en la oscuridad promesas que no podía cumplir? No iba a decírselo. Todavía no. No hasta que…

Tendido en la cama, allí solo, contemplaba cómo la lluvia caía contra los cristales arrancando reflejos plateados. Pensaba en ella, en el beso.

– Dios santo, el beso -gimió.

Tenía una boca tan deliciosa. Cálida, húmeda y sedosa. A pesar de la reticencia que había mostrado, él sabía que debajo se escondía una naturaleza apasionada.

Ya sabes cómo me ha gustado siempre la lluvia. Hoy está lloviendo, una de esas trombas de agua que parece que no van a acabar nunca, como si el sol se hubiera olvidado de nosotros. No la estoy disfrutando. Estoy deprimida. Las gotas de lluvia no son alegres, gotas danzarinas que bailan y caen en los charcos, son plomizas, ominosas, caerían sobre mí como una cota de malla si saliera fuera.

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