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Un simple y estrangulado sonido de horror escapó de la garganta de Rolando Bartolmei.

– Yo no podía decirle nada en realidad -explicó Theresa apresuradamente-. No estaba espiando realmente. Yo no sabía nada. Pero le quería muerto. Tenía que verle muerto. Debería haber sido castigado por lo que hizo -Se retorció las manos-. Sabía que podía atraerle al valle. Vendría por la Signorina Vernaducci. Él crecía que intercambiaría su vida por la de Don DeMarco. Estaba seguro de que podría utilizar a su hermano para invadir el valle y derrotar a nuestros hombres. Yo planeaba matarle.

– Utilizando a Isabella. -El tono de Nicolai contenía acusación, amenaza, una promesa de muerte.

– Ella te traicionó con mi marido. ¡Con mi Rolando! -La alegación explotó de Theresa. Por un momento sus ojos llamearon de furia; después, humillada y avergonzada, volvió a mirar al suelo.

– Tienes prueba de ello -De nuevo era una declaración.

Theresa se estremeció. Asintió, su mirada una vez más deslizándose hacia su marido, después alejándose rápidamente.

La habitación estaba en silencio, un silencio expectante. Isabella estaba de pie en el centro de la habitación, con aspecto tan sereno como pudo mantener, agradecida por el entrenamiento de su padre. Todos los ojos estaban concentrados en ella. No flaqueó, sino que confrotó a su acusadora serenamente.

– Déjame ver la prueba de la infidelidad de mi prometida -dijo Nicolai suavemente-. La prueba de la traición de mi capitán. -Su voz era una ronroneo bajo de amenaza. Su tono hizo que la tensión en la habitación subiera otra muesca. Alzó una mano.

Isabella parpadeó rápidamente, hipnotizada por la visión de la gran mano de Nicolai. Era una pata gigante, cubierta de piel, garras afiladas centelleaban como estilentes. Oyó un jadeo colectivo por toda la habitación. Alzó la mirada para encontrar la de él, pero estaba completamente concentrado en Theresa, observándola con la mirada fija de un depredador.

Theresa avanzó hacia el don, su mano extendida sostenía la evidencia de la traición de Isabella. Se detuvo a corta distancia, con cara pálida, la mano temblando. No importaba cuanto intentara obligarse a sí misma hacia adelante, no podía dar el paso para colocar la prueba condenatoria en la enorme pata.

Fue Isabella quien rompió el punto muerto, tomando la misiva de Theresa y colocándola en la palma abierta de Nicolai. Observó la cara de Nicolai mientras leía las palabras en voz alta.

– "Te echo mucho de menos. Por favor apresúrate y únete a mí. Desearía haberte dicho la última vez que te vi lo mucho que te quiero". Está firmada, "Isabella". -Alzó la mirada del pergamino y le miró directamente-. ¿Escribiste esto, Isabella?

– Si, por supuesto que lo hice -respondió fácilmente, rápidamente, en el silencio expectante.

El silencio estiró los nervios hasta un punto estridente. Theresa intentaba parecer triunfante. Rolando parecía estupefacto. Isabella solo tenía ojos para Nicolai. Estudiaba su cara en busca de alguna expresión huidiza, cualquier cosa que le diera una pista de sus pensamientos. Él no dijo nada, solo esperó en el vacío del silencio.

Un sollozo escapó de la garganta de Theresa. Se atascó un puño en la boca y evitó la cara a su marido. Rolando sacudió de nuevo la cabeza.

– ¿Dónde encontró mi carta, Signora Bartolmei? -preguntó Isabella sin rencor. Su voz era gentil, suave, poco amenazadora.

Tras su mano, la voz de Theresa resultó amortiguada.

– En el bolsillo del abrigo de mi marido. -Se le escapó otro sollozo.

Las cejas de Isabella subieron.

– De veras. -pronunció la palabra pensativamente y giró la cabeza para buscar una cara en la habitación. Su mirada se posó en Violante. Permaneció en silencio, solo observando a la otra mujer.

Nicolai mantuvo su atención centrada en Isabella. No había otro en la habitación que pudiera exigir su atención… y su control. Podía sentir su furia aumentando, no ardiente y blanca sino frío hielo, la bestia rabiaba pidiendo liberación. Isabella estaba cubierta de magulladoras, laceraciones, sujeta a esta humillación, esta especulación, ante la corte. La rabia y los celos se mezclaron con su furia helada hasta que tembló por su necesidad de explotar.

Violante se volvió de un brillante carmesí, miró fijamente a su marido, después al suelo. Sergio Drannacia estudió a su mujer, inhaló agudamente, y buscó su mano. Cuando ella levantó la vista hacia él, un entendimiento pasó de uno a otro.

Violante cuadró los hombros.

– No sé qué me hizo hacerlo. Yo tomé la carta de la biblioteca cuando recogiste el libro -dijo a Isabella-. Solo quería tenerla, mirar mi nombre. Pensé que podría trazar sobre las marcas que tú hiciste hasta aprenderlas.

Se obligó a mirar a la inmóvil figura de Don DeMarco. Estaba tan inmóvil que podía haber estado tallado en piedra.

– Ella escribió mi nombre encima, una corta misiva para su hermano, y su nombre al final. Estaba mostrándome como escribir. Rasgué mi nombre para guardarlo. Todavía lo tengo en una caja en mi casa.

Las lágrimas brillaban en sus ojos cuando miró a Theresa.

– Lo siento tanto. No sé que me pasó. No sé por qué dije esas cosas sobre tu marido e Isabella. Seguía intentando detenerme a mí misma, pero no podía. Recuerdo colocar la misiva en el abrigo cuando lo recogí del suelo y se lo di a Sergio para que se lo diera a él. Solo que no sé por qué hice semejante cosa.

Theresa la miraba fijamente, claramente afligida.

– Oh, Violante -susurró, sacudiendo la cabeza-. Traicioné a mi gente, a mi marido, a mi don, mientras tú alimentabas mis celos y mi rabia. ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa?

Sergio atrajo protectoramente a Violante bajo el abrigo de su amplio hombro.

– No sé. No pude contenerme. Isabella, Theresa, lo siento tanto. -Violante no se atrevía a mirar a su don. Había cometido un pecado imperdonable, traición contra su prometida.

– ¿Acechaste a Isabella Vernaducci e intentaste matarla porque creías que yo te había traicionado? -Las palabras explotaron de Rolando Bartolmei. Estaba temblando de rabia cuando enfrentó a su esposa-. ¿Traicionaste a nuestra gente? ¿A mi gente? ¿Al mio don? ¿Proporcionaste a Rivellio información que podría haberle capacitado para invadir nuestra tierra? ¿Hiciste todo eso? Incluso me acechaste en mi patrulla matutina haciéndome dudar del mio don? Le conozco desde la niñez, ¿pero trataste de introducir un cuchillo entre nosotros? -Miró a su esposa como si no la hubiera visto nunca antes, como si de repente se hubiera convertido en una criatura odiosa-. ¿Crees que deshonraría al mio don, a mi amigo… que te deshonraría?

Theresa sollozó ruidosamente, el sonido de un corazón rasgándose. Humillado y avergonzado por los engañosos ardides de Theresa, Rolando giró sobre sus talones, preparado para salir andando y abandonar a su esposa a la improbable misericordia del don.

– ¿Cree que usted mismo está libre de culpa en esto, Capitán Bartolmei? -dijo Isabella suavemente a su espalda en retirada.

Bartolmei se tensó pero no se giró. Un sonido suave escapó de Don DeMarco. Un bajo gruñido retumbante detuvo a Bartolmei instantáneamente. El gruñido subió de volumen, sacudiendo la habitación, reverberando a través del castello.

Nicolai cruzó la habitación hasta que se detuvo ante la temblorosa figura de Theresa Bartolmei. Se irguió sobre ella, un oscuro y furiosp caldero de furia.

– ¿Te atreviste a repetir los intentos contra mi prometida? ¿Conspiraste para que pareciera que ella me había traicionado, mientras todo el tiempo traicionabas a tu don y tu gente? ¿Y por qué, Signora Bartolmei? -Su forma brilló entre bestia y hombre-. Chanise es parte de mi familia. Había asesinos apostados para ocuparse de la cuestión. Lo hubieras sabido si hubieras tenido el sentido común de venir a mí. No debería tener que explicar mis acciones ni a ti ni a ningún otro. Don Rivellio era hombre muerto. Estuvo muerto en el momento en que puso sus manos sobre mi prima.

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