Los soldados las divisaron. Varios patearon a sus caballos para ponerlos en acción, apresurándose hacia las dos mujeres. Isabella no se molestó en correr. Alzó la barbilla y asumió su expresión más arrogante.
– Lo siento -susurró Theresa-. No tenías derecho a yacer con mi marido, pero esto estuvo mal por mi parte.
– Si ambas morimos este día, Theresa, quiero que lo sepas, Rolando nunca me ha dado ninguna indicación de que deseara más que cortesía entre nosotros -dijo Isabella sinceramente.
Los soldados exploraron la zona rodeando a las dos mujeres, suspicacez al encontrarlas a las dos solas tan lejos de la protección del castello. Don Rivellio se sentaba a horcajadas sobre su caballo, con ojos astutos y ávidos cuando miró a Isabella. La niebla se convirtió en una fina sábana de llovizna, las nubes oscurecieron los cielos en lo alto.
– No puedo hacerlo -murmuró Theresa con miedo-. No puedo sacar a la bestia. Lo he intentado, pero ha desaparecido.
El corazón de Isabella era tan ruidoso, igualaba el latido de su cabeza. Mantuvo el estilete oculto entre los pliegues de su falda.
– Parece un poco más desgastada, Signorina Vernaducci -Don Rivellio le sonrió burlonamente- ¿Don DeMarco ha probado ya la mercancía? Odio ser el segundo -Entrecerró los ojos-. Si averiguo que es así, tendré que castigarla severamente. Eso puede ser bastante delicioso… para mí.
Los guardias circundantes rieron en voz alta, mirando de reojo a las dos mujeres. Isabella alzó la barbilla un poco más alto. Retuvo a Theresa tras ella manteniéndola en su lugar con la mano libre, no le gustaba el aspecto de la cara de Don Rivellio.
De algún lugar en la distancia llegaron gritos de hombres en medio de los tormentos de la muerte, del terror. Los sonidos atravesaban la deprimente sábana para enviar un escalofrío a través de todos ellos. Los hombres se miraron los unos a los otros con súbita ansiedad. Don Rivellio sonrió complacido.
– Ese es el sonido de mis hombres matando a cualquier pobre imbécil que se ponga en mi camino. Mis hombres han tomado el valle. Te tengo, Signorina Vernaducci, como siempre quise. Si DeMarco escapara, no dudaría en intentar un rescate y colocarse en mis manos. Tengo maravillosos planes para ti.
El don se inclinó hacia delante en su caballo, mirándola directamente a los ojos, dejándola ver un destello de puro mal.
– El dolor está muy cerca del placer, querida. Veremos si disfrutas de mis pequeñas diversiones tanto como yo -Su mirada se movió de su cara a la de Theresa-. Y tú… qué bien me has servido. DeMarco nunca ha enseñado el lugar que ocupa una mujer en su finca. Lo aprenderás bien en la mía. Tengo una habitación justo fuera de los establos donde serás desnudada, atada extendida, y dejada para que mis soldados hagan contigo lo que les plazca. Tu hermana aprendió su lección en esa habitación… tan tediosa con sus constantes lágrimas, sus súplicas de ir a casa. -Rió, compartiendo su diversión con sus hombres-. Ellos siempre disfrutan de mis pequeños regalos.
Isabella sintió el miedo mezclarse con la furia apresurándose por su riego sanguíneo, sintió el temblor de respuesta correr a través de Theresa. Aferró el brazo de Theresa.
– Permanece en silencio. No hagas ningún sonido en absoluto. Nicolai está aquí. Mira a los caballos -susurró.
Sus palabras fueron tan bajas que Theresa casi no las captó. Estaba buscando a la bestia en su interior, intentando recapturar su odio y rabia ahora, cuando más la necesitaba, cuando la repugnante criatura que había deshonrado y violado a su hermana estaba de pie ante ella, amenazándola con su vileza. Los caballos ciertamente estaban empezando a mostrar signos de nerviosismo. Moviéndose intranquilamente, tirando de las cabezas, algunos relinchando hasta que los soldados se vieron forzados a desmontar para calmarlos.
Isabella se permitió un breve vistazo del campo circundante. A través del aguanieve gris y las tinieblas captó el brillo de ojos feroces, el susurro de movimiento a lo largo de árboles y arbustos. Más de una bestia acechaba al grupo de soldados.
– Detesto este lugar -espetó Don Rivellio-. Coged a las mujeres, y salgamos de aquí. -La agitación de los caballos se incrementó incluso mientras hablaba. Los animales se movían y corcoveaban, girando para desalojar a sus jinetes. Los soldados luchaban con sus monturas para permanecer a horcajadas. Ninguno de ellos fue capaz de obedecer las órdenes de Rivellio.
El león salió del velo gris, enorme, casi tres metros y medio de sólido músculo, explotando a través del aguanieve para golpear al don sólidamente en el pecho. Los caballlos chillaban aterrados. Los hombres gritaban, las caras palidecían de horror mientras el mundo erupcionaba en la locura. El león de cabeza no estaba solo, una manada había rodeado a la columna de hombres. Salpicaduras de carmesí se disparaban sobre la nieve, árboles y arbustos.
Theresa empujó a Isabella al suelo, envolviéndole los brazos alrededor de la cabeza para evitar que viera el horror.
– ¡No mires! ¡No mires esto!
Isabella no tenía forma de ver, pero no pudo ahogar por completo los sonidos del terror. Del crujido de huesos y el sonido de carne siendo arrancada de extremidades. Siguió y siguió, los terribles gritos de hombres muriendo, la pesada respiración de los leones, los feroces gruñidos que daban escalofríos, los caballos chillando de miedo.
Theresa la mantuvo abajo, temblando tanto como Isabella. Pareció pasar una eternidad. Don Rivellio aullaba de dolor, sus gritos de súplica se entremezclaban con los sonidos de carne desgarrada y grandes dientes mascando ruidosamente a través de hueso y músculo. Finalmente sus gritos murieron. Y entonces se hizo un extraño silencio.
Isabella sintió a Theresa moviéndose, pero no podía levantarse, no quería mirar. Enterró la cara entre las manos y estalló en lágrimas. Nicolai había hecho esto. Había habido inteligencia tras el ataque. Había estado bien planeado, los leones se habían colocado en posición, desplegando su emboscada para ejecutarla dura y rápidamente. Virtualmente habían hecho trizas al enemigo. Incluso ahora podía oir los sonidos de los leones dándose un festín. Los gruñidos de advertencia retumbando en la noche, reververando a través de su propio cuerpo.
Su destino. Este sería su destino. Inesperada, indeseada, la idea se aposentó.
– Isabella. -Él pronunció su nombre como si le leyera el pensamiento, negando la verdad.
Estaba sollozando cuando él la levantó del suelo, su cara arrasada por las lágrimas, empapada de sangre salpicada. Su pelo estaba despeinado, cayendo del intrincado peinado en cascada por su espalda y enmarcándole la cara. Nicolai la atrajo contra él y la abrazó firmemente mientras miraba sobre la coronilla de su cabeza hacia Theresa.
– Afortunadamente, tenía a dos de mis guardias de más confianza vigilando a mi prometida. -Sus ojos ardían de furia-. Oimos cada palabra condenatoria que pronunciaste-. Sus manos eran gentiles entre el pelo de Isabella, completamente en contradicción con el látigo de su voz mientras hablaba a su prima-. Llevadla al castello. Está acusada de traición e intento de asesinato. Reunid a mi consejo al instante. Capitán Bartolmei, si no puede hacer su parte del trabajo, está excusado y puede aguardar el resultado. -La voz de Nicolai fue tan fría como el hielo.
Bartolmei no dedicó mucho más de una mirada a Theresa.
– Nunca he fallado en mi deber, Don DeMarco, y la traición de mi esposa no cambia nada.
Isabella se aferró a Nicolai, sujetándole firmemente, oliendo el salvajismo todavía emanando de su piel y pelo.
– Llévame a casa -suplicó. Se presionó las manos sobre los oídos, intentando desesperadamente amortiguar los sonidos de los leones devorando carne humana. Mantuvo los ojos firmemente cerrados, su respiración llegaba en sollozos estremecidos.