Él se frotó las sienes, sus ojos oscuros reflejaban su confusión interna. Lucca nunca había malgastado tiempo en arrepentimientos, o circunstancias que no podía cambiar.
– ¿Si pudiera arreglar tu escapada, te marcharías?
Ella sacudió la cabeza.
– Nunca.
– Temía que dijeras eso -La admiración se arrastró hasta su mirada-. Entonces supongo que no tengo más elección que ponerme bien y guardarte la espalda. ¿Qué hay de Francesca? No puedo imaginarla moviéndose furtivamente intentando asesinarte. Me ha mostrado solo bondad.
Isabella le miró penetrantemente. Había una nota en su voz que no había oído nunca antes.
– Es una mujer notable, diferente, con extraordinarios dones. Se agradable con ella, Lucca. Veo ese brillo burlón en tus ojos cuando ella está alrededor.
Él sonrió, impenitente.
– Pica tan bellamente cada cebo, ¿cómo puedo resistirme? -Su sonrisa se desvaneció-. Ve con cuidado, Isabella, hasta que esté más fuerte y pueda ayudarte. Si pensamos en esto juntos, deberíamos ser capaces de encontrarle una salida.
– No le abandonaré -declaró ella incondicionalmente.
Francesca entró con el más breve de los toques.
– ¿Cómo estás esta mañana, Lucca? Desperté y pensé en sentarme contigo si quieres compañía. ¿Isabella, tienes cosas que quieras hacer?
Isabella vio la rápida sonrisa de bienvenida en la cara de su hermano para la hermana del don. Se puso en pie con un pequeño suspiro. Lucca no tenía tierras, nada que ofrecer si decidiera que quería a Francesca, y ella cargaba el legado DeMarco en la sangre.
– Grazie, Francesca -Besó la coronilla de su hermano-. Creo que se siente mejor, así que vigila sus burlas. -Echándole el pelo hacia atrás, sonrió a Luca-. Compórtate.
Lucca le lanzó una sonrisa afectada, caldeando su corazón. Estaba volviendo más a su viejo ser a cada hora que pasaba.
Isabella se abrió paso a través del castello, consciente de las dos sombras, los guardias que Nicolai había ordenado que la vigilaran. Ignoró su presencia, dirigiéndose hacia la biblioteca, su único santuario. Estaba dando vueltas a la cuestión de Francesca y Lucca en la cabeza. Inmersa en la idea, le llevó un tiempo darse cuenta de que los sirvientes que pasaban junto a ella susurraban en grupos. Sus voces eran bajas y agitadas.
Se detuvo en medio del gran salón, temiendo de repente que la batalla con Don Rivellio pudiera haber empezado. Seguramente Nicolai se lo habría dicho, aunque la había dejado en la cama en las primeras horas.
Preocupada, se volvió hacia el grupo de sirvientes más cercano, decidida a averiguar qué los había puesto nerviosos.
Los susurros se detuvieron en el momento en que Isabella se aproximó, los sirvientes de repente estaban extraordinariamente ocupados. Incluso Alberita fregaba cumplidoramente una mota imaginaria en la centelleante mesa del comedor formal. Siguió lanzando miradas subrepticias hacia Isabella y apartando después precipitadamente los ojos.
Molesta, Isabella fue en busca de Betto. Este estaba hablando suavemente con otros dos hombres cerca de una de las entradas del pasaje de servicio. Dejaron de hablar y miraron al suelo en el momento en que la divisaron.
– Betto -dijo ella-. Debo hablar contigo.
No pareció contento pero abandonó obedientemente a sus compañeros, que escaparon precipitadamente.
– ¿Qué pasa, signorina?
– Esa es exactamente la cuestión. ¿Qué pasa? El palazzo es un hervidero de rumores. He estado cuidado del mio fratello y no los he oído, pero obviamente me conciernen.
El hombre se aclaró la garganta.
– Es imposible que yo sepa sobre que están chismoreando los sirvientes ahora.
Su mirada le atravesó.
– Será mejor oirlo de ti, Betto. Si es algo preocupante, prefiero oir las noticias de un amigo de confianza.
Los hombros de él se hundieron.
– Mejor que lo oiga de Don DeMarco. Dijo que si usted preguntaba, la llevara a él.
Miró fijamente al sirviente durante un largo rato, tantos pensamientos corriendo por su mente que temía moverse o hablar. Seguramente Nicolai no había enviado a por otra novia. Los hombres de Rivellio estaban en el valle. Nicolai nunca la traicionaría en un juego de poder. Sabía que estaba ocupado con sus capitanes, preparando la batalla. ¿Por qué la llamaría solo para repetir rumores?
Siguió a Betto lentamente subiendo las escaleras hasta el ala del don. Ante su orden brusca, ella entró en sus aposentos con trepidación. Al momento los capitanes se excusaron. Isabella enfrentó a Nicolai a través de la habitación.
Se miraron el uno al otro largo tiempo. No pudo leer su expresión en absoluto, lo que resultaba ligeramente chocante cuando acababa de pasar la noche entre sus brazos. Cuando el cuerpo de él había estado enterrado dentro del suyo. Cuando se habían aferrado el uno al otro, susurrando juntos, compartiendo risas, compartiendo planes. Nicolai parecia casi un desconocido, sus ojos ámbar duros y fríos. No se aproximó a ella, no sonrió en bienvenida.
– ¿Qué pasa, Nicolai? -Deliberadamente se dirigió a él informalmente, esperando romper con su helada conducta.
– El sirviente, el que te encerró en el almacén, está muerto -dijo secamente, sin inflexión.
Un estremecimiento bajó por su espalda. Su sangre se convirtió en hielo. Mantuvo la mirada fija en la de él.
– ¿Cómo murió, Nicolai? -Su voz la traicionó, ronca por la emoción.
– Fue encontrado esta mañana, asesinado. Había signos de lucha. Alguien le apuñaló numerosas veces. -Su voz estaba todavía desprovista de emoción.
Ella esperó, sabiendo que había más. El corazón parecía tronarle en los oídos. No podía conciliar al hombre gentil y amoroso con el que había yacido con alguien capaz de un acto tan brutal. Aunque Nicolai había participado en muchas batallas, derrotado a muchos enemigos, era un temido y respetado don. Era capaz de ordenar la muerta e igualmente capaz de matar.
– Había huellas de patas en la nieve alrededor del cuerpo, aunque los leones están escondidos. No había signos de aproximación humana a él, solo el rastro del león-. No apartó los ojos de la de ella, observándola con la mirada fija de un depredador enfocado en su presa.
– ¿Tengo que creer que tú asesinaste a este hombre, Nicolai? Estabas conmigo la pasada noche -Su garganta estaba hinchada, amenazando con cortarle el aire.
Sus pestañas bajaron para romper el contacto con la mirada de halcón de él. Nicolai no se perdía nada; no tenía forma de ocultarle el más mínimo pensamiento. La leía tan fácilmente. Isabella no sabía que pensar. No sabía que estaba intentando decir él. Alzó la barbilla.
– No lo creo, Nicolai. ¿Por qué le matarías? Podrías haber ordenado su muerte, y nadie te habría culpado.
Él se movió entonces, alejándose de ella con un gesto fluido y felino, poder y coordinación ondeando a través de su cuerpo. Su pelo oscuro se deslizó por la espalda, una melena salvaje tan indomable como el hombre.
– Despreciaba a ese hombre, Isabella. Le quería muerto. No solo muerto, quería que sufriera primero. -Hizo la admisión en una voz baja y compeledora-. Le dejé marchar porque tú me lo pediste, no porque estuviera de acuerdo contigo. Quise saltar sobre él y hacerle pedazos en el momento en que fue traído ante mí por lo que te había hecho. Por las horas de miedo que te causó. Por el peligro en que te puso. Por su cobardía al no volver inmediatamente cuando comprendió lo que había hecho, si su historia era cierta. Le quería muerto.
– Quererle muerto no significa que tú le mataras, Nicolai.
Se dio la vuelta para enfrentarla, pareciendo peligroso y poderoso.
– No me importa si le maté -dijo, las palabras le cortaron profundamente el corazón a ella-. Me importa que no lo recuerdo. Salí esta mañana, y corrí. Liberé a la bestia para que corriera libre.