las palabras colgaron en el aire entre ellos, brillando con vida propia. Isabella sintió un terror helado, incluso apesar de estar sumergida en agua caliente. Alzó la barbilla.
– Que así sea.
Lo dijo suavemente, lamentándolo por él, esperando reconfortarle, deseando el solaz de sus brazos incluso cuando la certeza de su muerte inevitable la aterraba.
Él giró sobre sus talones y salió a zancadas de la habitación, dejándola en el agua, en la oscuridad, en una habitación poco familiar sin nada para guiarla. Isabella apoyó la cabeza en los azulejos del borde de la piscina y lloró por ambos.
Sarina apareció inmediatamente y encontró a Isabella con lágrimas corriendo por sus mejillas. Inquieta al oir que la joven había salido sin más acompañante que Nicolai, vestida solo con su bata a la noche cerrada, Sarina cloqueó desaprovadoramente. Incluso así, sus manos fueron gentiles mientras examinaba a Isabella en busca de magulladoras. Se quedó en silencio, ni hizo ni una sola pregunta, mientras atendía las heridas punzantes de los hombros de Isabella.
– ¿Examinaste las heridas de Nicolai? -preguntó Isabella, atrapando la mano del ama de llaves-. Luchó con una manada de lobos. -El agua caliente había eliminado los escalofríos, pero temblaba de todas formas, recordado el terror de huir de la manada a la caza. Recordando al león acechándola.
– Se negó a permitirme ayudarle -Sarina agachó la cabeza- Es incómodo para ambos. Él prefiere estar solo -Secó a Isabella y le deslizó un camisón por la cabeza. Después sostuvo una bata limpia.
– Nadie prefiere estar solo, Sarina. Yo iré contigo, y examinaremos sus heridas. Puede necesitar puntos -Isabella tenía que verle esta noche. Si no lo hacía, temía por él, temía por sí misma. Él le había roto el corazón con sus palabras tristes.
Sarina comenzó a trenzar los mechones del largo pelo de Isabella.
– Está de un humor de perros. No me atreví a regañarle por sacarte con este tiempo a solas, solo con tu bata, ni por entrar en la habitación mientras te bañabas. -Dudó, buscando las palabras apropiadas-. ¿Te tocó, Isabella?
– Está de un humor de perros porque de nuevo piensa enviarme lejos por mi propio bien. Teme que me hará daño.
Las lágrimas brillaron en los ojos de sarina.
– Todos esperábamos que tú serías la que nos ayudarías. Pero estuvo mal por nuestra parte sacrificarte. Es posible que el don tenga razón y debas irte. -Su mano acarició el hombro de Isabella-. Él es peligroso. Es por eso que se contiene a sí mismo… para protegernos de la bestia.
Isabella se alejó de Sarina en un golpe de genio, sus ojos oscuros eran tormentosos.
– Es un hombre, y como cualquier hombre necesita compañerismo y amor. ¿Se os ha ocurrido a alguno que si le tratarais más como un hombre y menos como una vestia, podríais verle como un hombre? -Se paseó por la habitación con furia contenida, entonces se dio la vuelta para formular su desafío-. Ha sacrificado mucho por su gente. ¿Vas a venir conmigo a examinar sus heridas?
Sarina estudió la cara furiosa de Isabella durante un largo momento. Suspiró suavemente.
– No se alegrará de vernos -advirtió.
– Bueno, eso no es tan malo. Tendrá que vivir con ello.
– Y es completamente impropio que le visites en ropa de cama -señaló Sarina, pero condujo a Isabella fuera de la habitación llena de vapor hacia las amplias escaleras que conducían a los pisos superiores. Los hombros de Isabella estaban cuadrados mientras marchaba escaleras arriba, preparada para la guerra. Estaba enfadada con todos ellos. Y cerca de las lágrimas. Eso la hizo enfadar todavía más. Se había desmayado como una tonta. No le extrañaba que el don fuera realmente a enviarla lejor. Su padre había tenido razón sobre ella todo el tiempo. Nunca había dado la talla, nunca tuvo el coraje para ser vendida en matrimonio por el bien de los intereses Vernaducci. Quizá si cuando Don Rivello había hecho la primera oferta por ella, hubiera aceptado, su padre todavía seguiría vivo. Su hermano no habría estado prisionero ni sus tierras confiscadas. Había sido tan cobarde, no deseando ser tocada por un hombre codicioso y ávido con una enfermiza y lujuriosa sonrisa y ojos fríos y muertos.
Había tenido doce veranos cuando Don Rivellio había visitado su palazzo por primera vez, la mirada fija de él había seguido cada uno de sus movimientos. Se relamía los labios con frecuencia, y dos veces, bajo la mesa, le había visto frotarse obscenamente la entrepierna mientras le sonreía. La había enfermado con su buena apariencia fría y su malvada sonrisa. Después de su visita, dos de las doncellas habían sido encontradas sollozando… violadas, magulladas, maltratadas, y casi demasiado asustadas por sus pervertidas torturas para contar a su don lo que había acontecido. Ambas afirmaron que casi las había matado, extrangulándolas deliberadamente para silenciarlas. Las magulladoras alrededor de sus gargantas habían convencido a Isabella de que decían la verdad.
Un sollozo se le escapó, y se apretó un puño contra los labios para contenerlo. Sabía que vivía en un mundo donde una mujer era poco más que una forma de adquirir propiedades o herederos. Pero Lucca la había valorado, había conversado con ella como si fuera un hombre. Pacientemente le había enseñado a leer y escribir y hablar más de un idioma. Le había enseñado a montar a caballo, y, por encima de todo, a creer en su propia fuerza. ¿Qué pensaría Lucca de ella cuando le confesara que se había desmayado?
Y Don DeMarco. Estaba tan solo. Era tan maravilloso. Un hombre como ningún otro. Aun así le había fallado, como a Lucca y su padre. Nicolai la necesitaba desesperadamente, pero cuando más importaba, ella le había decepcionado, había tomado la salida del cobarde. Se había desmayado. Debería haber continuado llamándole, trayéndole de vuelta a ella. Había tenido la fuerza para contener al otro león, pero se había desmayado como una niña cuando el don la necesitaba.
– ¿Isabella? -La voz de Sarina estaba llena de compasión.
Isabella negó con la cabeza inflexiblemente.
– No. No quiero llorar, así que no seas agradable conmigo. Espero que Nicolai esté furioso, así podré enfadarme yo también.
Estaban al principio de las escaleras que conducían al ala privada del don. Sarina dudaba, mirando hacia arriba temerosamente, con la mano sobre la cabeza esculpida de un león.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto?
Isabella subió las escaleras rápidamente, pasó a los guardias del salón y desafiantemente llamó a la puerta.
Saltó cuando Nicolai abrió la puerta de un tirón. Había un gruñido en su cara, una máscara de cólera amenazante.
– ¡Te dije que no deseaba ser molestado por ninguna razón! -excupió antes de enfocar completamente a Isabella.
Sarina se santiguó y miró con empeño al suelo. Los guardias se giraron alejándose de la bestial visión.
Isabella miró directamente, beligerantemente, a los resplandecientes ojos de Nicolai.
– Scusi, Don DeMarco, pero debo insistir en que sus heridas sean tratadas apropiadamente. Gruña todo lo que quiera, eso no le hará bien. -alzó la barbilla desafiantemente hacia él.
Nicolai se tragó las furiosas y amargas palabras que fluían de su interior. Si hubiera sido cualquier tipo de hombre, habría tenido el valor de enviarla lejos. Se había jurado a sí mismo que sortearía a los leones que guardaban el valle, incluso si eso significaba destruirlos. Ahora, mirándola, sabía que no lo haría, no podría enviarla lejos.
Sin ella estaba perdido. Ella alejaba la cruda soledad de su existencia y la reemplazaba con calidez y risa, reemplazaba su pesadilla recurrente por ardientes y eróticos pensamientos y la promesa del cielo, un refugio en los placeres de su cuerpo. Su mente le intrigaba… le forma en que pensaba, lo franca que era, sin la más mínima coquetería sino directa y genuina en sus opiniones. Donde todo el mundo le tenía miedo y le obedecía, ella se le enfrentaba con humor y bravatas.