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Ni en sus amplios hombros. Ni en la intensidad de su mirada ámbar. Ni en el sonido de su voz. No pensaría en él como hombre. Isabella miró hacia la puerta, sus rasgos serenos y decididos.

Sarina abrió la puerta, e Isabella la atravesó. Al momento el frío la golpeó, penetrante, profundo y antinatural. Allí estaba de nuevo… esa sensación de algo maligno observándola, esta vez con satisfecho triunfo. Su corazón empezó a palpitar. El odio era tan fuerte, tan espeso el aire, que le robó el aliento. Sintió el puso de esta desagradable presencia.

Pero Isabella no podía preocuparse más por lo de vivir con algo malvado en el castello. Si el don y su gente no sabían o se preocupaban por lo que moraba dentro de sus paredes, no era asunto suyo. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, ni esperar para ver si el ama de llaves la seguía, Isabella se apresuró através del laberinto de salones, confiando en su memoria para encontrar el camino de salida. La aterraba marchar pero igualmente la aterraba quedarse.

El frío aire antinatural la siguió mientras se abría paso a través de los amplios salones. Apuñalaba hacia ella como si la atravesara con una espada helada. Arañaba las heridas de su espalda, buscando la entrada a su alma. No pudo evitar un estremecimiento de miedo, y se imaginó que oía el eco de una risa burlona. Mientras bajaba las largas y retorcidas escaleras, un ondeo de movimiento la siguió, y podría haber jurado que los retratos en las paredes la miraban. Las lámparas ardientes en los vestíbulos llameaban con el extraño viento y salpicaban cerosas y macabras apariciones en el suelo, como si su adversario estuviera celebrando maliciosamente su partida con jubiloso deleite.

Sintió una sensación retorcida en la región de su corazón cuando salió del castello al viento mordaz de los Alpes. Tomó un aliento de aire fresco y limpio. Al menos la horrorosa sensación de algo malvado observándola había desaparecido una vez puertas afuera. Hombres y caballos estaban esperando a que se uniera a ellos. Sin advertencia, los leones empezaron a rugir, desde todas direcciones… las montañas, el valle, el patio, y los intestinos del palazzo… creando un estrépito espantoso. El sonido fue horrendo y aterrador llenando el aire y reververando a través del mismo suelo. Fue casi peor que la negra sensación de dentro del castello.

Los caballos se espantaron, luchando con los jinetes, corcoveando y bufando, agitando las cabezas cautelosamente, sus ojos girando de miedo. Los hombres murmuraban a los animales en un intento de calmarlos. La nieve caía en firmes sábanas, convirtiendo a todo el mundo en momias fantasmales.

– Tiene bastante comida -La tranquilizó Sarina, ocultando rápidamente sus manos temblorosas tras la espalda-. Y puse bálsamo en el paquete.

– Gracias de nuevo por su amabilidad -dijo Isabella sin mirarla. No lloraría. No había razón para llorar. No le importaba nada el don. Aun así, era humillante ser enviada lejos como si ella no importara en absoluto. Lo cual era cierto, supuso Isabella. Ya no tenía tierras ni título. Tenía menos que los sirvientes del castello. Y no tenía adonde llevar a su hermano enfermo.

Isabella ignoró la mano solícita de Betto y se subió ella misma a la silla. Su espalda protestó alarmantemente, pero el dolor alrededor de su corazón era más intenso. Mantuvo su cara oculta a los otros, incluso agradeció la nieve que ocultaría las lágrimas que brillaban en sus ojos. Su garganta ardía de arrepentimiento y furia. De pena.

Decidida hincó los talones en su caballo y fijó el paso, deseando dejar el palazzo y al don lejos tras ella. No miró a los escoltas, fingiendo que no estaban presentes. Los leones continuaban rugiendo una protesta, pero la nieve, que caía más rápida, ayudaba a amortiguar el sonido. Ella era consciente de que hombres y caballos estaban extremadamente nerviosos. Los leones cazaban en manada, ¿verdad? El aliento abandonó los pulmones de Isabella en una ráfaga.

A menos que ese fuera el terrible secreto que tan bien guardaba el valle. Muchos hombres leales al nombre Vernaducci habían sido enviados para encontrar este valle en el interior de los Alpes, pero nunca habían regresado. Se murmuraba que Don DeMarco tenía un ejército de bestias para guardar su guarida. ¿Estaban cazando ahora? Los caballos daban toda indicación de que había cerca depredadores. El corazón de Isabella empezó a palpitar.

Don DeMarco había actuado de forma extraña, pero seguramente no estaría tan molesto con ella como para quererla muerta. ¿Qué había hecho para garantizar su salida del castello? No había pedido al don que se casara con ella; había sido él quien insistiera. Ella había estado dispuesta a trabajar para él, le había ofrecido su lealtad. ¿Si simplemente había cambiado de opinión sobre tomarla como esposa, la querría muerta?

Isabella miró al capitán de la guardia, intentando evaluar su nivel de ansiedad. Sus rasgos eran duros, pétreos, pero urgiá a los jinetes a mayor velocidad, y aparentemente todos los hombres estaban pesadamente armados. Isabella había visto a hombres como el capitán antes. Lucca era un hombre semejante. Sus ojos se movían inquietamente recorriendo los alrededores, y montaba con facilidad en la silla. Pero montaba como un hombre que esperara problemas.

– ¿Nos están dando caza? -preguntó Isabella, su caballo cogió el paso de la montura del capitán. Fingía calma, pero nunca olvidaría del todo la visión de ese león, su hambrienta mirada fija en ella.

– Está usted a salvo, Signorina Vernaducci. Don DeMarco ha insistido en su seguridad por encima de todo lo demás. Nos jugamos la vida si le fallamos.

Y entonces los leones cayeron en el silencio. La quietud era extraña y aterradora, peor que los terribles rugidos. El corazón de Isabella palpitó, y saboreó el terror en su boca. La nieva caía, volviendo el mundo de un blanco resplandeciente y amortiguando el ruido de los casco de los caballos sobre las rocas. En realidad, Isabella nunca había visto nieve hasta que había llegado a esas montañas. Era helada, fría y húmeda contra su cara, colgando de sus pestañas y convirtiendo a hombres y monturas en extrañas y pálidas criaturas.

– ¿Cuál es su nombre? -Isabella necesitaba oir una voz. El silencio carcomía su coraje. Algo paseaba silenciosamente junto a ellos con cada paso que daban los caballos. Creía captar vislumbres de movimiento de vez en cuando, pero no podía divisar lo que podría ser. Los hombres habían cerrado filas, montando en apretada formación.

– Rolando Bartolmei. -Ondeó la mano hacia el segundo hombre que montaba cerca-. Ese es Sergio Drannacia. Hemos estado con Don DeMarco toda nuestra vida. Crecimos juntos, amigos de infancia. Es un buen hombre, signorina-. La miró como intentando dejar claro ese punto.

Isabella suspiró.

– Seguro que lo es, signore.

– ¿Tenía que marcharse tan rápidamente? La tormenta pasará pronto. Puedo asegurárselo, nuestro valle es bastante hermoso si le da una oportunidad. -El capitán Bartolmei miró otra vez al jinete de su izquierda. Sergio Drannacia estaba siguiendo cada palabra. Claramente, ninguno de los dos entendía por qué ella se marchaba tan bruscamente, y estaban intentando persuadirla para que se quedara.

– Don DeMarco me ordenó abandonar el valle, Signore Bartolmei. No es por mi elección que me marcho en medio de semejante tormenta. -Su barbilla estaba alzada, su cara orgullosa.

El capitán intercambió una larga mirada con Sergio, casi incrédula.

– Se le permitió entrar en el valle, signorina… un auténtico milagro. Yo tenía la esperanza de que fuera capaz de ver más de esta gran tierra. Nuestra gente es próspera y feliz.

Que la gente pudiera ser feliz bajo semejantes circunstancias era dificil de creer. Isabella tomó un profundo aliento.

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