– Qué increíble suerte la de tener un tiempo así, ¿verdad? -comentó.
– Sí, es formidable. Si no me reprimiera, dejaría a los demás, y me pasaría el resto del día estirado, de espaldas, respirando el aire puro, y durmiendo bajo las estrellas. ¿Qué te parece?
– Oh, no -dijo-. Vas a ver el refugio, está en un lugar fantástico… Pero hay que merecerlo. No estarás cansado, ¿verdad?
– ¿Estás de broma? Este paseo me ha puesto en forma.
Ya ni lo sé, pero quizás hacía dos meses que no había tocado una mujer con mis manos. Lucie tenía la piel muy lisa y lo mínimo que puede decirse de ella es que respiraba salud por todos los poros; el tipo de chica que cualquiera habría elegido para un anuncio de agua mineral. Me la comía con los ojos y me parecía que hasta el menor de sus gestos tenía una prolongación sexual y, cuando por casualidad la rozaba, me veía en las puertas del Paraíso. Pero aún no había intentado nada concreto, quería tener todas las bazas conmigo. La verdad es que me encontraba en un estado tan febril, que me sentía incapaz de hacerme una idea precisa de lo que ella pensaba de mí. De momento, jugábamos a los magníficos compañeros, y estábamos por encima de todo eso. Éramos dos angelitos animados por la pasión común de la Naturaleza, la Verdad y la Belleza.
Justo antes de salir, una mujer repartió unos pastelitos melosos que había preparado A PROPÓSITO para el viaje. Cono, toda aquella mierda estaba pringosa, pero formábamos un buen equipo, nos Queríamos mucho, y me metí el pastelito entero en la boca para no ensuciarme las manos. No debía de haber sido fácil hacer una cosa an pegajosa, tenía los dientes llenos de porquería y me costó un buen rato deshacerme de ella. Todo el mundo elevaba los ojos al cielo y comentaba la sutileza de esa delicia pura. Me acerqué discretamente a Lucie.
– Oye -le pregunté-, ¿tienes un cuchillo?
– Claro que sí.
– Tengo que hacerme un palillo para limpiarme los dientes.
– Pues yo tengo las manos sucias -me dijo-. Cógelo tú, está en mi bolsillo…
Se volvió y vi el cuchillo. El cacharro sobresalía de su nalga izquierda, bastante abajo. Era el tipo de detalles que te hacían dar cuenta de que llevaba un short. Santo Dios, pensé, si metes la mano ahí dentro, eres hombre muerto.
– ¿Qué pasa? -me preguntó-. ¿No lo ves?
– Sí, sí -le contesté.
– Pues bueno, cógelo.
Fui a buscar el bendito cuchillo y mi mano se deslizó por su nalga. Lucie efectuó un pequeño movimiento nervioso al sentir que me eternizaba y, cuando finalmente saqué el cacharro, me miró sonriendo.
Agarré mis cosas y me las eché a la espalda.
– Bueno, venga -dije-, ¿vamos a ese refugio o no?
Volvimos a emprender la marcha. Hacía una temperatura agradable. Los demás avanzaban en grupos de dos o tres y charlaban, pero yo prefería quedarme atrás para dar prisa a los retrasados; estaba en avanzado estado de excitación.
Era la primera vez que sentía algo un poco intenso desde que había terminado mi novela. Me sentaba bien y creo que me lo merecía, que no lo había robado. Pese a lo que pueda pensarse, terminar un libro no significa una liberación, para mí más bien era lo contrario, me sentía inútil y abandonado, y estaba de un humor di perros. Me había lanzado a esa historia con Lucie para respirar un poco, hacía más de quince días que trabajaba sobre el original y ya sentía una sensación agradable. Era como el tipo vencido que ayuda a la mujer amada a preparar las maletas porque ya no queda nada más que hacer.
El sol desapareció detrás de una colina y todo el mundo coi deró que era muy bonito, y yo el primero. Era una luz amarilla temblorosa que se deslizaba entre las hojas muertas y hacía que desprendiera un olor de tierra almibarada. Lucie estaba exa mente delante de mí y yo la miraba mientras sus muslos rozaba uno contra el otro. Me habría gustado tener un puñal en las manos para hundirlo hasta la empuñadura en el tronco de un árbol. El cansancio de la caminata me llenaba de energía.
Llegamos al refugio cuando caía la tarde. Me pareció formidable, en serio, era un lugar realmente maravilloso y yo estaba de excelente humor, la menor cosa me parecía auténticamente divina. Había una cabana grande y un torrente, y un lugar para el fuego de leña. Todo era perfecto hasta en sus menores detalles, y por un momento creí que iba a recibir la llamada de la selva.
Colocamos las bolsas en la cabana y me las arreglé para quedarme un poco retrasado con Lucie, simulando que comprobaba el cierre de mi saco de dormir. La miré mientras se ponía un jersey a la luz de una lámpara de seguridad. Luego se revolvió para quitarse el short y entonces creí morir; no habría desviado la mirada ni aunque un oso gris hubiera surgido a mi espalda. El mundo acababa de hundirse y yo me encontraba a solas con unas pequeñas bragas de seda azul, tensas como un globo de chicle y que centelleaban a la luz.
El guía asomó la cabeza por el marco de la puerta.
– ¡Sevicio de leña! -anunció.
– De acuerdo -dijo ella.
Se puso unos téjanos a toda velocidad y yo tiré mi anorak al suelo como un salvaje.
– Venga, vamos… Coge tu linterna, ¿eh? -dijo ella.
– Ya sabía que me había olvidado algo -me excusé.
– Bueno, no es grave, sólo tienes que venir conmigo.
– Sí, claro, pero de todas maneras es molesto.
Salimos y vi que toda la pandilla se iba hacia la derecha con sus lucecitas en la mano; era casi de noche y en el cielo se estiraban targas nubes moradas. Llevé a Lucie hacia la izquierda.
– Van a rastrear toda la zona -dije-. Tendremos mejores oportunidades por aquí.
– Sí, vamos a hacer un fuego de todos los diablos. ¡Me encanta!
Nos adentramos un poco en el bosque y yo estaba tan nervioso que no necesitaba la linterna para ver con toda claridad. Era un fenómeno muy raro pero que no me preocupaba, me sentía como na lechuza sobrevolando su territorio de caza.
– Ilumíname, voy a recoger ramitas.
Su voz hizo que me sobresaltara. Cogí la linterna y enfoqué la luz sobre ella, me puse a silvar I’ll be your baby tonight para huir del silencio, pero me sentía cada vez más aturdido. Tenía la garganta seca. Me acerqué a ella, que estaba quebrando unas ramas muertas, y me detuve cuando pude notar su olor. Tenía la impresión de estar al borde del abismo.
Se volvió hacía mí con los brazos cargados de ramitas y rne miró sonriendo.
– ¿Que hay? Pones una cara…
Me sentí recorrido por una draga de profundidad y caí de rodillas.
– Oh, Lucie -articulé-. Mierda, Lucie…
Cerré mis brazos en torno a ella y hundí la cara entre sus piernas. Los botones del tejano me hacían daño en la frente.
– ¡Oh, Señor! -exclamó ella.
En aquel momento, soltó el montón de palos encima de mi cabeza y se apoyó en un árbol. Yo froté mis mejillas en sus muslos.
– Mierda de mierda de mierda -iba diciendo yo.
Con mis manos recorría a toda velocidad sus muslos y le apretaba las nalgas. Parecía un tipo dando vueltas sobre sí mismo en medio de un incendio.
– Oh, desabrocha eso -dijo-. ¡Desabróchame eso!
Empuñaba mi cabeza con sus manos y la aplastaba entre sus piernas. Un olor enloquecedor atravesaba la tela y yo ya estaba medio nocaut. Sólo medio. Hice saltar todos los botones.
– ¡Oh, que aire tan puro! ¡Esta noche me vuelve loca! -suspiró ella.
Yo no hablo en momentos así, trato de no dispersarme excesivamente. Pero sé reconocer la Gracia cuando se encuentra a mi lado y, de haber tenido tiempo, me habría estirado en el suelo con los brazos en cruz y habría hundido la nariz entre las hojas muertas para besar la tierra. Tiré del tejano hacia abajo y también bajaron las bragas. Dejé el conjunto en la mitad de sus piernas.
– ¡Jesús, qué bien se está! -murmuró-. Soy una hierba acariciada por el viento.
Levanté los brazos para atraparle las tetas y metí la lengua en su raja. Me soltó la cabeza con un breve suspiro y se agarró al árbol colocando las manos hacia atrás, ligeramente por encima de la cabeza. No tenía celos del árbol y antes de proseguir me separé un poco para mirarla. Era una visión milagrosa la de aquella chica temblorosa amarrada al poste del suplicio, con las piernas cubiertas hasta las rodillas. ¡Qué imagen tan serena! Atrapé su paquete de pelos como si fuera una cabellera aún humeante, me lo acerqué a los labios y me hizo recordar los buenos tiempos pasados. Durante un segundo, se me llenó el cerebro de viejos recuerdos marchitos. Estábamos a punto de dejarnos ir cuando oímos unos chasquidos muy cerca y vi que una lucecita se acercaba peligrosamente. Lancé una especie de aullido interior mientras Lucie se subía las bragas a todo gas. Un pájaro nocturno elevó el vuelo por encima de nuestras cabezas, batiendo las alas. Había creído que iba a tocar la meta, pero cerraba las manos sobre el vacío. ¿Qué vida era esta que te rompía a pedradas los vasos de agua, cuando acababas de atravesar un desierto infernal? Y el otro, ¿qué cono debía de querer ahora? Estaba seguro de que era él. Lo sabía. Era el puto guía, el tipo con sus shorts y su gorrito de lana en la cabeza. Llegó hasta donde estábamos.