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Tampoco podía dormir. En cuanto apagaba la luz, una angustia constante me roía por dentro como un gusano alojado en una manzana, y daba vueltas y vueltas y vueltas en la cama. A veces conseguía conciliar brevemente el sueño, pero al instante pegaba un brinco, sacudida por una imperiosa sensación de alarma, con la impresión de que desde dentro de mí alguien me avisaba de que estaba a punto de adentrarme en territorio peligroso.

Las pastillas que le robaba a mi madre no conseguían que durmiera, pero me mantenían en una especie de ensoñación nebulosa que diluía el tiempo: los días se fundían unos con otros en una amalgama absurda. Horas que sucedían a horas que sucedían a horas que sucedían a horas en un amontonamiento informe de minutos inútiles, encerrada en mi cuarto, comprobando en la esfera de mi despertador la implacable progresión de las agujas, mientras mi escasa lucidez se consumía a un ritmo lento y constante, como la ceniza de un cigarrillo.

Vivíamos en un quinto. Dos o tres veces al día me asomaba a la ventana de mi cuarto e imaginaba un último salto. Unos cuantos segundos en picado, y luego el cráneo que se estrella contra el pavimento. Miraba al suelo, y las baldosas parecían agrandarse y agrandarse, amenazaban con hacerse tan enormes como para absorberme en aquella inmensidad gris espejismo.

Al cabo de unos días, no sé cuántos, tres, o cuatro, o cinco, o quizás una semana, o más, decidí ducharme por vez primera desde que volví a casa. Tampoco había comido desde entonces. Lo había intentado, pero cada vez que me acercaba a la nevera me sobrevenían unas náuseas vertiginosas, como si un enanito alojado en la garganta se dedicase a tirar de mi estómago con un hilo y lo empequeñeciera.

Me di una ducha muy caliente, a pesar de que estábamos en pleno agosto. Cuando salí, al inclinarme sobre los grifos para asegurarme de que los cerraba bien, me sentí de improviso comprimida entre aquella asfixiante blancura de baldosas que bailaban a mi alrededor. Intenté buscarme en el espejo para conseguir un punto de referencia, pero no me encontré. Mi propia imagen me había abandonado. Y luego sentí que el desagüe de la bañera me atraía irremediablemente como al agua, en un torbellino. No opuse resistencia y me dejé caer, caer, caer.

Me encontró mi padre, poco después, desmayada en el suelo del cuarto de baño. Aquel día era sábado y él no había ido a trabajar. Le costó un buen rato reanimarme. Cuando abrí los ojos no recordaba nada. No sólo cómo me había caído; tampoco recordaba mi nombre, ni reconocía al señor que me había despertado. Él pensó que me había dado un golpe en la cabeza.

El médico diagnosticó una depresión nerviosa.

Primero estuve en un hospital, no demasiado tiempo, me parece, aunque lo cierto es que no recuerdo gran cosa. Creo que me sedaron. En la memoria conservo la imagen de un tubo conectado a una botella; ese tubo acababa pinchado con una aguja en mi brazo y rematado por un esparadrapo. Estaba desnutrida y deshidratada, y sufría una crisis de agotamiento nervioso, o eso me explicó mi padre más tarde, cuando vino a recogerme para llevarme de vuelta a casa. Su coche olía a tabaco y a colonia de lavanda, y durante el trayecto entero no cruzamos una palabra.

Sé que casi todo agosto lo pasé en la cama. Por lo visto me dio por llorar y derramé todas las lágrimas que debí haber derramado antes. Me despertaba a gritos por las noches, en medio de convulsiones histéricas. Eso también me lo explicó mi padre, porque yo no logro acordarme de aquel mes. Por lo visto mi madre permaneció casi todo el tiempo a mi lado, en la cabecera de la cama. No lo recuerdo. No me vienen imágenes a la cabeza. Mi cabeza es indulgente y lo ha borrado todo, cubriendo aquellos días con un velo piadoso y negro.

Después mi padre me envío a otro psiquiatra. Esta vez se trataba de una mujer joven, bastante guapa, con una voz apacible y melodiosa, que me hacía muchas preguntas. Preguntas cuyas respuestas yo elaboraba cuidadosamente antes de decidirme a contestar, para no suministrarle demasiada información comprometida; y así, al menos al principio, me las arreglaba para acabar hablando de poesía o de pintura. Pero al cabo de dos o tres semanas pensé que al carajo, que me daba igual lo que les contase a mis padres, y empecé a sincerarme. No hablé nunca, por supuesto, de la última semana de julio, ni de nuestros trapícheos, ni del posible asesinato que yo quizá había cometido. Pero hablé de mi madre y de mi padre y de la atmósfera gelatinosa, irrespirable, de mi casa y de la envidia irreprimible que sentía al confirmar que no todas las familias eran así, que había lugares en los que la gente se hablaba e incluso se quería. No, no odiaba a mis padres. ¿Qué culpa tuvo mi padre de que le endosaran de por vida a una niña malcriada a la que casi no conocía, y a la que nadie le permitió conocer? ¿Qué culpa tuvo mi madre de encontrarse de la noche a la mañana encerrada en un piso enorme junto a un hombre que nunca estaba y que no le hacía el menor caso? Nadie le había enseñado a valerse por sí misma, no la prepararon para lo que se avecinaba. No, no hay culpas, sólo causas. Y una intenta enterrar el dolor, pero ese dolor se filtra a través de la tierra bajo tus pies y acababa envenenando el agua que bebes y contaminando el aire que respiras, sin que tú misma sepas qué es lo que te hace sentirte tan mal.

El polvo del centro de la Vía Láctea es como niebla, opaco a la luz visible e impenetrable para los astrónomos que quieren escudriñar su interior con telescopios ópticos. Por eso sabemos menos acerca del centro de nuestra propia galaxia que de los de otras mucho más alejadas. De la misma forma, nos resulta mucho más fácil entender las trampas que regulan el funcionamiento de cualquier familia, o de cualquier pareja, que las de la propia.

Se me ocurren millones de razones por las que me volví loca.

Pero las más importantes son las que no se me ocurren, las enterradas.

Una tarde mi padre regresó del trabajo más temprano que de costumbre, y me propuso que fuésemos a tomar algo. Lo inusitado de la proposición -mi padre en la vida había mantenido una conversación larga a solas conmigo- me hizo barruntar que algo importante estaba a punto de suceder.

Me llevó a un bar que estaba en la plaza de las Salesas, un sitio oscuro animado por una música suave de jazz, matizada, sin estridencias, y concurrido por algunas parejas de mediana edad que se distribuían por las mesas. Preferí no adivinar si mi padre se descolgaba a menudo por aquel bar, ni con quién. Él pidió un güisqui solo y yo una tónica, ya que la psiquiatra me había advertido que no podía tomar alcohol porque me estaban medicando a base de ansiolíticos. Nos sentamos en una mesa de un rincón y se me ocurrió pensar qué aspecto ofreceríamos a los camareros. ¿Se imaginarían que yo era su hija o me tomarían por una amante jovencita? Mi padre seguía siendo bastante atractivo, pese a su edad. Mi madre repetía siempre que de joven había sido guapísimo, y aún conservaba restos de su antigua belleza: la nariz griega, por ejemplo, y los ojos azules, de un azul uniforme, mucho más claros que los míos. Vestía bien, y olía mejor, y empecé a comprender la razón de sus ausencias. Siempre lo había sabido, en el fondo, pero nunca me había resultado tan evidente.

Me habló con mucha calma, y le agradecí con todo mi corazón que me tratase en todo momento como a una adulta, sin paternalismos.

– Beatriz -me dijo-, he estado hablando con tu doctora. Te considera muy inteligente, casi una superdotada, aunque eso ya lo sabíamos.

Primera noticia. Yo siempre había tenido la impresión de que me tomaban por idiota.

Continuó: No habíamos tenido ocasión de hablar del tema, pero se suponía que yo ya debía estar haciendo la preinscripción universitaria. Mi padre daba por hecho que, dadas las circunstancias, yo ni siquiera me habría parado a pensar en el tema. Y era verdad. Yo había coqueteado durante el curso pasado con la idea de estudiar derecho o económicas, pero ahora todo aquello se me antojaba una posibilidad remota ¿Cómo pensar siquiera en estudiar cuando no era capaz de leer tres líneas seguidas? Así que asentí con la cabeza y él prosiguió con su discurso. La doctora tampoco creía conveniente que comenzase mis estudios universitarios ese mismo año y opinaba que lo más sensato sería aplazar un curso la decisión. Le había dicho a mi padre que la influencia de mi madre no era beneficiosa para mí, que mi equilibrio emocional se resentía del ambiente familiar, y había sugerido que me internasen en una clínica privada para que yo siguiera una terapia intensiva. Contuve la respiración: no quería ir a parar a ningún sanatorio. Pero a mi padre todo aquello le parecían tonterías (yo suspiré aliviada al escucharlo), y, si bien estaba de acuerdo con la doctora en que debía alejarme de mi madre, no iba a consentir, me dijo, en ingresar a su propia hija en un loquero, para que los médicos la atiborrasen de pastillas como ya habían hecho con su mujer. Él había pensado en enviarme fuera de España un año, para que aprendiera inglés, como hacían tantos colegas de su trabajo con sus hijos. Y luego, a la vuelta, ya veríamos si yo quería ingresar en la universidad o no. Quería saber si yo me sentía lo bastante fuerte como para soportar un año de soledad. Le dije que sí, por supuesto. Ardía en deseos de poner tierra de por medio. Fuera de España, no había posibilidad de que cualquier día, en cualquier esquina, un niñato se abalanzara sobre mí y me rajara la cara. Y otra cosa: no pisaría la misma ciudad que Mónica. No deseaba verla más. Cada vez que pensaba en ella, un pinchazo de dolor me atenazaba el cuerpo.

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