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Sospechaba que mi padre hacía todo aquello para librarse de mí, y no podía reprochárselo, puesto que cualquiera en su sano juicio hubiera temblado ante la idea de convivir bajo el mismo techo con dos locas histéricas que se pasaban el día a la greña, y ya que a mi madre no podía quitársela de encima, parecía mejor idea deshacerse de mí. Pero quizá fuese cierto que de alguna manera yo le preocupaba, que deseaba hacer algo para arreglarme la vida. Al fin y al cabo, era su hija, llevaba sus apellidos en mi nombre y parte de sus características impresas en mis genes. Intenté recordar si nos habíamos querido alguna vez, si había existido entre nosotros algún tipo de vínculo paterno-filial. En principio, lo único que recordaba de nuestra convivencia era la más absoluta indiferencia mutua espolvoreada de ocasionales episodios de violencia. Pero, buceando en la memoria a la búsqueda de tesoros escondidos, alcanzaba a recordar otros momentos, me venían a la memoria repentinas ráfagas de infancia.

El Escorial, un verano. El jardín de nuestra urbanización. No sé cuántos años tengo. He recogido un ramo de florecillas silvestres y corro a entregárselo a mi padre. Él me da las gracias con mucha ceremonia, como si se tratase de una ofrenda muy importante. Se me ocurre que debía de querer mucho a mi padre si estaba tan ansiosa por hacerle aquel regalo.

Unas vacaciones de Navidad. Mi padre me regaló un calendario de Adviento, en el que se marcaban los días que transcurrían desde Pascua hasta la Nochebuena. Cada día estaba señalado con un dibujo alegórico en una ventanita, y, al abrirla, se descubría dentro una chocolatina con forma de conejito de pascua. Nunca cedí a la tentación de comerme una chocolatina antes de tiempo, nunca me comí el conejito del día siguiente, y guardé el calendario, inútil ya y vacío, durante mucho tiempo, después de que la Navidad hubiera pasado.

Colegio. Por alguna razón mi madre no pudo venir a buscarme durante una temporada (se me ocurre que probablemente estaba enferma) y durante muchas tardes mi padre se ocupó de venir a recogerme. Llevaba barba entonces, una barba blanca, y mis compañeras le comparaban al abuelito de Heidi. Me molestaba que creyesen que era mi abuelo, pero a la vez me sentía muy orgullosa de él.

Imposible determinar a qué edades corresponden estos recuerdos. Imposible precisar en qué momentos se desgajó ese frágil cordón que nos unía. Imposible convenir cuándo tomé partido por mi madre y empecé a odiarle. Imposible averiguar hasta qué punto le quise, pero una semilla de dolor en el recuerdo me hacía sospechar que sí le quise mucho, cuando era muy pequeña, de esa forma absoluta en que todos los niños adoran a sus padres. Creí que había borrado aquel sentimiento por completo, pero subsistía un poso de cariño en algún rincón de mi subconsciente que me hacía sentir agradecida pese a todo, y quizá él me estaba ofreciendo aquella salida no porque ansiara dejar de verme de una vez, sino impulsado por otro poso de cariño similar.

¡Qué poca importancia tiene ahora todo aquello…! El caso es que habíamos quemado todos nuestros puentes y ya no volveríamos a acercarnos nunca. Una enorme distancia se había abierto entre nosotros. Por supuesto yo habría preferido contar con un padre y una madre que me quisieran, haber podido confiar en un punto de referencia estable, una fuente de afecto permanente a mi disposición. Pero también habría podido nacer en Bosnia, o en Uganda o en Zaire, y haber vivido experiencias muchísimo peores. La casualidad juega un papel crucial en cada historia. Cada proceso evolutivo se caracteriza por una poderosa aleatoriedad. El choque de un rayo cósmico con un gene diferente, la producción de una mutación distinta… nanosegundos de consecuencias profundas, quizá no evidentes al principio, pero cruciales al cabo de unas eras. Cuanto más tempranamente ocurren los acontecimientos críticos, más poderosa será su influencia sobre el presente. Y este axioma se admite para la historia, para la biología, para la astronomía… Para nuestra propia vida.

Nacemos determinados por una serie de condicionantes, materiales y emocionales. Podríamos haber nacido en otra casa, en otro país. Podríamos haber sido más o menos ricos, más o menos queridos. El sitio a donde fuimos a parar, las personas que nos criaron, las enseñanzas que nos transmitieron, la percepción de nuestra persona que nos hicieron admitir, el afecto que nos profesaron… Eso marca.

Pero tiendo a creer, quiero creer, que aunque nacemos con unas cartas dadas está en nuestra mano cómo jugarlas.

Una radiación, bautizada por científicos como el Fondo Cósmico de Microondas, constituye el origen de la vida y lleva en sí la huella de la materia oscura y la materia brillante. Inunda el universo, lo impregna todo, pero no está asociada a ningún objeto en particular. A fin de cuentas todos somos una parte de un todo mucho más grande que nos integra, todos llevamos dentro el caos y el orden, la creación y la destrucción. Todos somos al mismo tiempo víctimas y responsables de nuestra propia vida. Para lo bueno y para lo malo, todas las sendas de lo posible están abiertas a los pasos de lo real. Pero no todos somos tan sabios como para comprenderlo ni tan audaces como para trazarnos un itinerario.

No merece la pena pensar demasiado en todos esos amores no correspondidos que suponen mi infancia, los que me han impedido -supongo- saber dar y recibir amor cuando me he hecho mayor. Y sé que hay gente que ha vivido experiencias similares, y las ha superado. Ralph, quizá. Caitlin, sin ir más lejos. Su madre no debía de quererla mucho si la dejó marchar sin decir una palabra. Ella no hablaba gran cosa de su infancia, de su vida en Stirling, ni yo tampoco me atrevía a preguntarle porque intuía que ella había edificado una muralla que aislaba el pasado, y no quería que se abriese en ella la menor brecha. Pero algunos detalles que advertí en nuestra convivencia me hicieron conjeturar todo tipo de historias de una tenebrosa sordidez… Su madre no la llamó ni una sola vez mientras vivimos juntas, ni tampoco su hermana. Nunca supe el nombre de su padrastro, porque siempre se refirió a él como a «ese bastardo». El hecho de que Caitlin cambiara automáticamente de canal cada vez que aparecía en la pantalla de la televisión una escena violenta, fuera del tipo que fuere, o su exagerada indignación si leía en el periódico una noticia sobre abusos sexuales a menores… Las leía y releía y las comentaba infinitas veces haciendo gala de un interés morboso que me hacía sospechar. Luego estaba el asunto de sus cicatrices. Tenía muchas, en la espalda y en las piernas, y se negaba rotundamente a hablar de ellas. En fin, dos y dos son cuatro, y aunque una respete el derecho a la intimidad de su novia y opte por no hacer preguntas, eso no evita que presuma las respuestas. No quiero caer en la tentación fácil de asumir que si ella se negaba de una forma tan tajante a mantener intercambios sexuales con hombres fuese por reacción a unas relaciones tempranas y forzadas, ni dar por hecho que su exagerada dependencia emocional se debía a la falta de afecto. Sí sé que me sentía cercana a ella, atraída por una irresistible corriente empática, precisamente por saberla desamparada de alguna manera, y que probablemente no habría estado a su lado si hubiese contado con una familia feliz; de la misma manera que me acerqué a Ralph o a Mónica porque no se trataba precisamente de personas sociables o convencionales o aparentemente satisfechas con su vida. Lo importante era que Caitlin seguía adelante, y se jactaba, además, de ser una mujer fuerte. En su opinión no se debía nunca mirar atrás. La única vez que hablamos del tema, y yo dije que echaba en falta hermanos, o unos padres comprensivos, o una vida familiar algo más convencional, me contó una historia que solían repetirle cuando era pequeña en la escuela dominical de Stirling: «En el principio de los tiempos los hombres utilizaban armas de piedra, que se quebraban con facilidad; pasados los siglos las sustituyeron por utensilios de hierro, que si bien eran mucho menos resquebrajadizos, presentaban la desventaja de oxidarse rápidamente. Y entonces a un herrero se le ocurrió la feliz idea de crear una aleación de metales que llamó acero. Pero el acero, para llegar a serlo, debe pasar por las pruebas de los elementos: primero por el fuego, para fundirse, acto seguido por el agua y por el aire, para endurecerse, y finalmente por la piedra, para forjarse. Y por fin se convierte en una espada de acero, la más resistente de las armas».

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