– Pero no, no se trataba de eso, sino de algo muchísimo peor. Me llamaban para decirme que la niña estaba ingresada en el Primero de Octubre. Una sobredosis. Y me entero, así, de golpe, de que es heroinómana. Y luego, los dos últimos años, todo lo que puedas imaginar: roba, miente, desaparece meses enteros… En casa ha organizado numeritos de todo tipo. Un horror, hija, qué te voy a contar… Una vez, en una crisis histérica, amenazó con un cuchillo a Manuel…
Vuelve a dar una calada nerviosa a su cigarrillo. El humo enturbia el aire tenue. Debía haber imaginado desde ayer lo que Charo iba a contarme, y reparo en que los cafés ya se habrán enfriado sin que los hayamos probado siquiera. Cómo fui tan idiota… Creer que lo inevitable no acabaría por suceder. Por muy Mónica que fuera no contaba con un Ángel de la Guarda especialmente encomendado para su custodia.
– Fatal… Imagínate la situación, y para colmo con dos niños pequeños en casa… Ahora está ingresada en una clínica de desintoxicación. Puede recibir visitas, y, entre tú y yo, creo que le vendría bien. Los doctores insisten mucho en que debe cortar con su antiguo ambiente. Qué quieres que te diga, Bea, al principio albergaba ciertos recelos cuando llamaste, si te digo la verdad. Pero está claro que tú has permanecido al margen de todo este asunto. No sé… quizá a Mónica le convenga verte. Sé que se siente muy sola. Pero, tú ya me entiendes, necesitaba hablar contigo antes de decidirme a contarte todo esto para comprobar…
– Que, efectivamente, yo estoy al margen del asunto -remato-. Que no estoy enganchada como ella. No, no lo estoy.
– Eso mismo. No creas, ya podía suponer que no tenías nada que ver con el tema porque sé que no os habéis visto en todo este tiempo. Tú dejaste de llamar, ella ni te mencionaba, ya sabes… Si te soy sincera, me sorprendió mucho saber de ti, así, tan de pronto.
– Lo entiendo. Si me dices dónde está ingresada, quizá pueda ir a verla.
– Sí, claro, mujer. -Garrapatea sobre un papel una dirección, luego lo dobla cuidadosamente y me lo pasa-. Debes llamarles antes. Hay que concertar las visitas.
– Gracias.
– Ahora, me vas a perdonar, no me queda más remedio que pedirte que te marches. Hoy tenemos muchas cosas que hacer. Me encanta haberte visto, de verdad.
Nos levantamos a la vez. Ella me tiende la mano que yo estrecho en un gesto típicamente sajón. A ninguna de las dos nos gustan las muestras de afecto y no seríamos tan hipócritas como para besarnos.
– Por cierto, que no te he dicho lo guapa que estás. Te queda ideal el pelo corto. Y oye, cielo, por favor, que si vas a verla, que me llames. Me tendrás informada… ¿verdad que sí?
Tiene la consideración de dedicarme -por primera vez en nuestra entrevista- una de sus inmensas sonrisas equinas, blanqueada por obra y gracia del láser.
– Descuida. Lo haré. Muchas gracias, Charo.
Ese papel que acababa de pasarme es el documento que certifica una tregua. Durante muchos años no nos soportábamos la una a la otra. Para ella yo era la amiga medio loca de su no menos loca hija. Para mí, ella era la insoportable madre de mi mejor amiga. Pero ahora yo he crecido y advierto que ella ya no puede tratarme como a una niña; y, en cuanto a mí, es la primera vez que he intuido un fondo humano bajo su máscara de silicona y maquillaje caro. No he visto a Mónica desde hace cuatro años. Desde aquella semana que lo desencadenó todo. En el recuerdo, cada minuto de esos diez días permanece grabado al fuego. Diez días que revivo con la intensidad de las pesadillas.
3. EN EL LUGAR DEL MIEDO
Allí donde comienza el deseo, en el lugar del miedo, donde nada tiene nombre y nada es, sino parece.
Cristina Peri Rossi. Desastres íntimos
Cualquiera que la hubiese visto entrar en el portal aquella mañana, con su trajecito rosa chicle y las gafas de montura de concha, apretando contra el pecho, con un brazo, su carpeta forrada de fotos de bebés, la bolsa de la compra colgada del otro, habría pensado: ahí va una buena chica. Habría imaginado que era virgen, o quizá que había hecho el amor alguna vez, con su novio, novio formal, eso sí, con ese novio con el que debía de llevar más de un año saliendo y que le habría regalado un anillo y le habría enviado una tarjeta por San Valentín. Habría juzgado verosímil la hipótesis de que una tarde en que sus padres se fueron al chalet de la sierra ella perdió su virginidad en su propio dormitorio, todo hecho con mucho amor y mucho mimo, sin perversiones ni posturas raras, acariciándose y besándose mucho, tanto antes como después.
Y eso pensarían los dos vecinos que la vieron entrar y que la saludaron como hacían todos los días, cuando ellos salían a pasear a la caniche y ella volvía de la academia. Todas las mañanas, a la misma hora, se intercambiaban los buenos días de rigor con la mejor de sus sonrisas. Las de ellos eran postizas, perfecta la de ella: sonrisa adolescente formada por una hilera simétrica de blanquísimos dientes que revelaban una cobertura médico-dental de seguro privado y una educación de colegio de pago, donde le habían enseñado a cepillarse los dientes tres veces al día, durante cinco minutos y después de cada comida. La vecina preguntaría por sus padres y hermanos. Hacía tiempo que no los veía: ¿Estaban en Madrid? Y ella explicaría, como venía explicando desde el principio del verano a todos los vecinos que preguntaban, que estaban en Mallorca, de vacaciones, pero que ella se había tenido que quedar en Madrid a preparar los exámenes de septiembre, porque había suspendido dos asignaturas y en Mallorca se pasaría el día en la playa o en el barco, seguro, y no estudiaría nada.
– Pobrecita… -la compadecería la vecina-, ¡qué mal lo debes de pasar aquí sola! ¡…y con este calor!
– A todo se acostumbra una -contestaría ella, sonriente como siempre.
Y cuando hubiera desaparecido dentro del ascensor la señora le diría en voz baja a su marido: -Qué chica tan maja, ¿verdad? Ya quedan pocas así.
Y desaparecería por la avenida colgada del brazo de su marido, con su caniche, su traje de chaqueta, sus cadenas de oro y sus varices.
Porque eso era exactamente lo que pensaban todos sus vecinos: que era una chica maja. Y guapa, además. Y no se lo tenía nada creído, no. Mónica Ruiz Bonet era una chica taaan responsable… Mónica Ruiz Bonet acompañaba por la mañana a sus hermanitos al colegio. Mónica, siempre sonriente, tan natural, tan agradable; Mónica Ruiz Bonet no se olvidaba nunca de saludar cuando se la encontraban en la escalera o en el portal. No como otros y otras, como la niña del cuarto, por ejemplo, que se limitaba a soltar un gruñido, y, a veces, ni eso.
A ninguno de sus vecinos les resultaba raro que las cortinas de su casa estuviesen permanentemente corridas; seguro que es por el calor, para mantener la casa fresquita. Aunque si se hubiese tratado de cualquier otra -de la niña del cuarto, por ejemplo, que ahora, gracias a Dios, estaba de vacaciones-, se hubiesen desatado todo tipo de especulaciones. Pero ninguno albergaba la menor duda de lo que había dentro de la casa. Un salón impoluto, monísimo puesto, porque ya sabes que la madre tiene muchísimo gusto, y la niña, te diré, a poco que haya salido a la madre, seguro que lo tiene hecho una patena. Estuvimos allí en la última reunión de vecinos, y claro está que no vimos toda la casa, que tampoco era cuestión de meternos en las habitaciones, pero la cocina, los baños y el salón, estaban ideales, lo que yo te diga. En fin, no tienes más que ver cómo va puesta la madre, y cómo lleva a los niños, que van como para comérselos, de monos que los viste…
Pero el salón no estaba, aquellos días, hecho ninguna patena. Había revistas y cómics desperdigados por todas partes: El Víbora, el Rock de Lux, el Espiral, el Hustler, el Fantastic, el 2.000 Maníacos, el Ruta 66… todas las revistas que el Coco devoraba mientras ella no estaba en casa. Cajas de Telepizza, con restos adheridos de pasta reseca y de queso de plástico, sobre la mesa de Ricardo Chiara. Calzoncillos y bragas y unos vaqueros raídos tirados encima del kilim armenio. Varias camisetas colgando del brazo del sillón Roche Bobois. Latas de cerveza y de Coca-cola vacías, envoltorios de celofán con desperdicios de Foskitos, trozos de papel Albal que habían servido en su momento para hacerse chinos, bolsas de plástico del Sevenileven, todo tirado según hubiera caído.