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– Mucho, casi desde que me fui. O sea, cuatro años. La escribí alguna vez, pero no me respondió.

– Ya… Comprendo.

Percibo un trasfondo de angustia en su voz. Me temo lo peor. Algo grave le ha pasado a Mónica, me digo.

– Charo… Dime la verdad: ¿Ha pasado algo? ¿Está bien Mónica?

– Escúchame, Bea. ¿Te apetecería pasarte a verme mañana? La verdad es que estoy liadísima, tengo un follón enorme de trabajo, pero te puedo hacer un hueco. ¿Podrías pasarte por aquí a tomar un café? Digamos, a las diez… si te viene bien, claro.

– ¿A las diez? Sí. Sí, por supuesto. Pero no me has contestado. ¿Está bien Mónica?

Un largo suspiro al otro lado de la línea.

– ¿Bien? Te diré… Pues sí, supongo que está bien. Aunque depende de lo que entiendas por bien.

La voz se le ha quebrado en la última frase.

– ¿Qué quieres decir? ¿Le ha pasado algo?

– Mira, lo mejor es que te pases a verme y ya hablamos, ¿vale? Mañana a las diez.

Me persono en la revista a las diez menos cinco. La recepcionista me ruega que espere y entretengo los minutos hojeando algunos ejemplares atrasados de la revista que coordina Charo; así me entero, embotándome la cabeza de intrascendencias de papel couché, de que esta temporada seguirán en la brecha los cortes y las formas asimétricas y el blanco se convertirá en uno de los colores líderes, como contrapunto del negro, el gris y el marrón. Al cabo de un rato se presenta ante mí una jovencita de cabello cortado a lo paje y andares sinuosos, sospechosamente parecida a las chicas que me miran desde las fotos, y me pregunta si he venido a visitar a Charo Bonet. Advierto que la chica me examina de arriba abajo con ojos escrutadores y no consigo decidir si es que le he gustado, si la he sorprendido o si me desaprueba, y eso que, intentando ganarme la confianza de Charo, me he vestido para la ocasión con un conjunto gris básico y sereno que reservo para ocasiones muy especiales, e incluso me he maquillado los ojos para suavizar el efecto estridente de mi pelo rapado al uno, aunque me da la impresión que mis cortísimos cabellos no serán interpretados en este ambiente como una provocación, sino más bien como un detalle modernísimo y ultra-chic. Cuando asiento, la chica me ruega cortésmente que la siga y me conduce hasta el despacho de Charo, en el que hago una entrada más deslucida de lo que habría deseado, con pasos cortos y tímidos.

Charo emerge de detrás de su mesa para ir a cerrar la puerta y yo me siento en una silla giratoria. Ella viste un traje sastre color chocolate de corte muy masculino cuya austeridad endulza una corbata rosa pálido anudada, para mayor informalidad, sobre un cuello abierto. Avanza hasta colocarse frente a mí, se sienta en su sillón giratorio, tapizado de azul, y me pregunta si quiero tomar algo, un café quizás. Asiento. Nos separa una mesa atiborrada de papeles. Charo descuelga el teléfono y pide que nos traigan dos cafés.

No ha cambiado mucho. Sigue llevando el pelo corto, pero ahora se peina de otra manera. Ha adoptado un look artísticamente desordenado, estilo golfillo, como si le hubieran cortado los cabellos con tijeras de pescado, que creo que ha puesto de moda una actriz norteamericana.

Charo no se distrae en divagaciones de cortesía y va directamente al grano.

– Bea, corazón, me vas a perdonar la impertinencia, y me vas a decir que me meto en tu vida… Pero dime: ¿Es cierto que no has visto a Mónica en cuatro años?

– Pues… creo que ya te lo dije por teléfono. No, no la he visto, porque he estado todo este tiempo fuera de España.

Agarra una cajetilla de cigarrillos desnicotinizados y me la tiende. Rehúso con la cabeza. Ella enciende un cigarrillo con un Dupont de oro y manos ligeramente temblorosas. Por supuesto, está impecablemente maquillada y su rostro mantiene un aire intemporal de replicante transgénico. No exhibe una sola arruga, pero en su piel tirante tampoco queda rastro de la tersura o la lozanía de esa juventud que le gustaría aparentar.

– Es que… Qué curioso, fíjate… ¿no resulta raro que no hayas vuelto a Madrid ni una sola vez en cuatro años, por vacaciones, o por Navidad, o a ver a tus padres…?

– Bueno… Mis padres han viajado a Londres alguna vez y les he visto allí, además de que no nos llevábamos muy bien, como sabes. Sí, supongo que resulta raro, ahora que lo dices, pero el caso es que estando allí no me planteé nunca volver. La universidad allí es muy dura, ya sabes… Exige mucha dedicación -miento- y, bueno, supongo que me he recluido mucho.

Pero me atrevería a afirmar que, si este rostro reconstruido es capaz de transmitir emociones todavía, puedo advertir un ligero aire melancólico, casi imperceptible, que no tenía hace cuatro años, y una preocupación delatada por unas minúsculas arruguitas que se le disparan en las comisuras de los labios cuando habla, y que la cirugía no ha conseguido eliminar.

– O sea… Eso quiere decir, si yo no me equivoco -dice ella-, que no has sabido nada, lo que se dice nada de nada de Mónica en todo este tiempo.

– No -confirmo, exasperada.

– ¿Y a qué viene -si se puede preguntar, claro- este interés por encontrarla ahora?

– Pues no creo que sea tan extraño, Charo. Fuimos amigas desde el colegio, tú lo sabes. Lo que sí resulta un poco raro es todo el misterio que estás organizando en torno a Mónica.

Charo tamborilea nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Las uñas están impecablemente limadas y esmaltadas de un color coral, a juego con los labios.

– Sí, mujer, comprendo que te resulte extraño. Pero tienes que entender que soy la madre de Mónica y que me preocupo por ella. Está atravesando momentos muy difíciles, ¿sabes?, y debemos ser ex-tre-ma-da-men-te cuidadosos a la hora de vigilar las compañías con las que se relaciona.

Me ha venido a decir, en dos palabras, que no me considera compañía recomendable. La ansiedad me lleva a pasar por alto la insolencia. Me muerdo la lengua y procuro no replicar en el mismo tono para no dar pie a una batalla verbal.

– ¿Qué le ha pasado? -pregunto, aunque lo imagino perfectamente, y sé con qué tiene que ver.

Charo apoya los codos sobre la mesa y reclina la cabeza entre las manos como una estatua orante; luego se frota las sienes en un gesto de infinito cansancio.

– No sé ni por dónde empezar, Bea… Tú no sabes el calvario que me ha tocado aguantar estos dos años. Lo lees constantemente en los periódicos, pero nunca se te ocurre que te pueda pasar a ti…

Su tono de voz se ha hecho mucho más pausado, y habla con una voz terrosa que se desliza entre susurros, como si le costase un esfuerzo épico articular cada palabra. Poco a poco va devanando un discurso de monótona musicalidad, y las palabras van cayendo como fardos sobre su mesa. Todo el discurso es perfectamente predecible.

– Todo iba tan bien… Estaba estudiando físicas, ya te acuerdas de aquello que solía decir de que quería ser astrónoma… y parecía tomarse bastante en serio la carrera… y además salía con un chico monísimo y encantador…

– Javier -adivino.

– Ese mismo, Javier -confirma-. Un encanto de niño. Hacían una pareja ideal y supongo que había un montón de señales que no supe identificar, no sé… que adelgazó muchísimo de repente, que siempre parecía ir corta de dinero, a pesar de que yo le pasaba bastante y de que yendo con Javier no podía tener muchos gastos… Y luego empezaron a faltar cosas en casa, pequeños objetos de valor, ceniceros de plata, joyas, qué sé yo… fruslerías. Y de repente, de la noche a la mañana, la cosa se precipitó. Una madrugada, me despierta el teléfono y me pega un susto de muerte. Pensé que se trataría de uno de esos chalados que llaman para que escuches cómo se masturban, porque desde que salgo en televisión, hija, tengo dos o tres perturbados pesadísimos a los que les ha dado por enviarme cartas obscenas a la redacción…

– Vaya, lo siento… No sabía lo de la tele…

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