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4. LUZ DESDE UNA ESTRELLA MUERTA

Me gustaría pensar que hay algo de cierto en el aforismo amor vincit omnia. Pero si algo he aprendido en esta corta y triste vida es que el tópico es mentira. Y el que lo crea, un insensato.

Donna Tart. El secreto

Cuando llamo al teléfono que me había facilitado Charo y pregunto por Mónica, me responden que no están autorizados a pasar llamadas telefónicas a los internos excepto si se trata de familiares directos o en caso de urgencia, pero me informan de que existe un horario de visitas, los sábados y los domingos por la tarde. Confirmo que tengo intención de visitar a Mónica y me explican cómo llegar hasta allí. Hay que coger un autobús y parar en un pueblo situado a cincuenta kilómetros al norte de Madrid. La granja se encuentra situada a la salida del pueblo, y desde la parada del autobús debo caminar una media hora a lo largo de la carretera. No tiene pérdida, pero en último extremo cualquiera de los lugareños me indicará cómo llegar. Dejo dicho que avisen a Mónica de que iré a verla, porque no quiero que mi aparición la coja por sorpresa.

El autobús, gracias a Dios, tiene aire acondicionado, y a pesar de los baqueteos el viaje no ha resultado demasiado molesto. En el momento de poner pie sobre el camino polvoriento recibo una bofetada de calor. Todo el paisaje a mi alrededor, blanco de luz, irradia una claridad dolorosa y me ciega de sol que reverbera en los muros de piedra. Esta ardiente calina me aprieta la garganta como una garra, y por un momento se me ocurre que quizá no sea capaz de hacer la caminata sin desmayarme.

Pero no me desmayo, y sólo tengo que preguntar dos veces para encontrar el sitio. La granja resulta ser una casa antigua de techo de pizarra rodeada por un muro de piedra. Un jardín enorme se extiende tras la casa, y alcanzo a vislumbrar un reflejo brillante entre la hierba amarillenta que podría ser una piscina, o una alberca. Se trata de un chalet como hay tantos en la sierra de Madrid, y se parece a cualquiera de los que poseen en El Escorial los amigos más ricos de mis padres. Hay un grupo de chicos y chicas jóvenes que toman el sol sentados en las escaleras del porche. Todos visten chándales o vaqueros y camisetas y la expresión de sus caras exhibe una aterradora uniformidad: los mismos ojos vacíos repetidos en cada rostro, e idéntica expresión insulsa, como si acabaran de despertar. O como si estuvieran sedados. Me dirijo al grupo y afectando la mejor de mis sonrisas les pregunto si conocen a Mónica. Se miran entre sí antes de contestar y finalmente una de ellas me indica con un gesto la puerta que hay al final de las escaleras. Pregunta allí, me dice.

Apoyada en la puerta hay una chica que viste también vaqueros y camiseta. Sin embargo, advierto inmediatamente que no se trata de una paciente. En primer lugar, debe de rondar los treinta y cinco años; en segundo, lleva un teléfono móvil colgado de su cinturón; y, en tercero, la expresión aguda en los ojos, que se enfrentan a los míos sin reparos, la diferencia a las claras del grupo de chicos que he visto. En seguida esboza una sonrisa que sólo puedo calificar de profesional. Para no ser menos le tiendo la mano con exquisita corrección y me presento: me llamo Beatriz de Haya, llamé anteayer para concertar una visita. Vengo a ver a Mónica Ruiz Bonet. Ella me responde con la misma sonrisa impenetrable que Mónica bajará en unos minutos, me felicita por haber sido la primera en llegar, y me explica que los chicos que he visto sentados en la escalera también aguardan visita de sus familiares y amigos.

Me siento en la escalera a una prudente distancia del grupo. En momentos como éste desearía fumar, para poder entretener en algo esta dichosa espera. Al cabo de unos minutos siento una presencia tras de mí. Antes de volver la cabeza ya sé, sin necesidad de mirarla, que se trata de Mónica. Me alzo sobre mis pies y me giro.

Me cuesta reconocerla. Yo hubiese esperado de una heroinómana un cuerpo enflaquecido y un rostro demacrado, y, para mi sorpresa, tengo ante mí a una chica redondita de cara abotargada. Imagino que este aspecto hinchado es el resultado de un exceso de tranquilizantes. El pelo sucio, mal cortado y reseco, le cae sobre la cara como hebras de rafia, las facciones se han ensanchado y los ojos parecen hundidos en la carne, más apagados que entonces: el antiguo brillo de su mirada debe de haberse ahogado como luz en sus venas encallecidas. No queda en ella el menor rastro de su antigua prestancia, de su chic.

Mónica me mira de arriba abajo y me dedica una amplia sonrisa de reconocimiento que parece sincera. «Bea… Cuantísimo tiempo… Me alegra tanto que hayas venido…» Se me cuelga del brazo en un gesto pacato y me propone que vayamos a pasear por el jardín. Me pregunta qué ha sido de mi vida y yo le hago un breve relato de mis años en Edimburgo, de la carrera que he estudiado, de la rutinaria existencia transcurrida entre estudios y frío. No hago ninguna referencia a Cat.

Me lleva a recorrer la granja y me enseña un gallinero donde habitan unas cuantas gallinas raquíticas y su gallo, y un huerto en el que crecen lechugas, tomates, patatas y unos calabacines enormes, tan grandes que parecen el resultado de una mutación genética. Son comestibles, aclara, pero no tan sabrosos como los más pequeños, por eso no los he visto nunca en tiendas. También hay unos cerdos a los que apenas nos acercamos. En todo momento intento disimular la repugnancia que me provoca el olor de la granja, especialmente el gallinero. Se me viene a la cabeza que Cat creció en un ambiente semejante, y pregunto si hay establos. «Hay uno -me responde-. Podemos verlo luego, si quieres. Sólo tenemos una vaca. No hay caballos ni burros, porque no los necesitamos. Ésta es una granja muy pequeña. Más simbólica que otra cosa.»

Nos sentamos en un banco de madera. A nuestros pies crecen unas flores raquíticas. Le pregunto cómo ha ido a parar a este sitio y ella me dice que es una historia muy larga como para contármela, que sólo puede hacerme un resumen sucinto, una historia que no difiere mucho de la que Charo me ha contado. Cómo al principio intentó jugar al juego de la niña buena y pija, y cómo se aburría horriblemente, y cómo después de siete meses de salir con Javier, y de haber ido a esquiar a los Alpes y haber pasado fines de semana en el Algarve y haber montado a caballo en La Dehesa los fines de semana y haber cenado en La Dorada y haber visto películas que tenían a Demi Moore como protagonista, y haber ido a conciertos de Eric Clapton y Joe Cocker, y haber hecho, en suma, todo lo que de la novia de un joven y brillante ejecutivo podía esperarse, acabó por volver con Coco, que no la había palmado en aquel hotel, pero que la palmaría año y medio más tarde de un pico chungo, una cosa absurda porque para entonces Coco llevaba muchos meses sin probar el jaco y se había metido aquel pico casi en broma, para darse un homenaje, como él dijo, y a partir de entonces todo se resumía en una caída vertiginosa, un descenso en picado, la vida consistía en ir a pillar y meterse y volver a empezar, y al principio no había mayor problema porque el dinero le sobraba, pero luego le empezó a hacer falta más dinero y cada mañana resultaba más difícil levantarse, y un buen día ya no sabía quién era, ni con quién se iba a dormir, ni dónde se despertaba. Pero todo eso, gracias a Dios, ha quedado atrás, me dice, pues el servicio a la comunidad le ha proporcionado una felicidad desconocida, y me describe el trabajo diario que realiza -ir a rastrillar la huerta, dar de comer a los animales, limpiar los dormitorios, ayudar en la cocina- con la mayor vulgaridad, sin un asomo de ironía. Relata estas experiencias con un entusiasmo de iluminada y su tono sugiere una conversión religiosa. Una sonrisa estúpida alumbra su rostro mofletudo. Toda la historia hubiese resultado tópica y predecible, ridícula incluso, un guión de telefilme de sábado por la tarde, de no haberse tratado de mi mejor amiga, la misma que ahora, ante mis ojos, cita constantemente lugares comunes, refiriéndose a la entrega a los demás y al encuentro con una misma y la alegría que supone dar, con la entonación exacta que las monjas utilizaban en su día para hablarnos de la trascendencia de la vida cristiana. Definitivamente, ha perdido su antigua gracia de raconteuse. Reparo en cómo al hablar se le marcan unas arrugas profundas que le surgen de las sienes, y que aportan a su piel el aspecto de una tierra agrietada y reseca, un territorio yermo en el que nada crece. Tomo una de sus manos en la mía y la siento callosa y áspera. Cuanto más la miro y pienso en la persona fascinante que una vez fue, más me cuesta comprender que se haya convertido en esta especie de campesina regordeta de manos rudas. Comprendo que es absurdo volver sobre las pisadas del tiempo para intentar hallar lo perdido más allá de las grietas que se abran en la memoria, porque la vida sigue, y el destino trama sus intrincadas redes, y lo que buscábamos ha seguido creciendo y nunca más será lo que era, excepto en el recuerdo.

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