Ralph también me dejó en luna llena. Volvimos a vernos muchas tardes, volvimos a encontrarnos en la cafetería, volvimos a mantener conversaciones triviales como si nunca nos hubiésemos abrazado, como si no hubiésemos compartido cama, sudores y orgasmos. Como si no tuviéramos memoria. Esa frialdad tan absurda que acepté sin discutir, con la resignación con la que se toma lo que viene dado.
Sucedió una noche en la que Cat estaba trabajando en el bar y yo volvía a atravesar uno de mis momentos negros. De pronto me encontré sola y desamparada, lejos de Madrid, de mi casa, de Mónica, inmersa en una vida que no entendía y en la que no participaba. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, sentir a alguien cercano, atravesar las aguas de aquel océano fangoso, ascender a la superficie y tocar la luz con las puntas de los dedos. No podía contar con Cat en ese momento, porque ella tenía prohibido recibir llamadas en el trabajo excepto por urgencia absoluta. Así que llamé al servicio de información telefónica y pregunté por el número de Ralph. Mr Scott-Foreman; 9, Baker Street. Por increíble que resulte, no sabía su número, nunca le había llamado por teléfono.
Su voz grave y oscura, aislada de su persona, disociada de su consistencia física, adquiría un matiz distinto y sonaba intensamente follable. Me atrapaba con la inmediatez con la que la música se hace con los sentidos. De pronto me invadió una necesidad imperiosa de sentirle cerca, de bailar al ritmo de esa voz cadenciosa, de dejarme llevar por su corriente de testosterona. A pesar de que yo nunca le había llamado antes ni él me había proporcionado su teléfono, no parecía sorprendido. ¿Cómo estás?, preguntó. Dejé transcurrir unos segundos durante los cuales podía escuchar el ambient que sonaba en el fondo del auricular. No sé, respondí finalmente. No muy bien. ¿Qué sucede?, preguntó él. Me siento sola. Todos estamos solos, respondió. Cuanto antes te acostumbres a ello, mejor. No quiero empezar a acostumbrarme esta noche. No precisamente esta noche. Esperaba que me invitase a su casa, pero él no dijo nada. Los sintetizadores de The Orb volvieron a tomar posesión del silencio. ¿Qué haces?, pregunté al final. Trabajando en mi tesis, respondió, y debo volver a ella. Cuídate. Nos vemos pronto. Y colgó.
Salí a la calle. Iba cayendo la helada, iba cayendo la noche, y la niebla iba tomando posesión de la ciudad a igual velocidad que la inquietud que devoraba mi organismo; se diluían los contornos de los edificios amenazantes, el mundo parecía liviano y un tanto vacío. Caminaba por Edimburgo y me sentía como en un sueño. Los puntos de referencia -el castillo, el puente, la montaña- suspendidos en el aire como decorados de tramoya, aislados e inconexos entre la niebla. Avanzaba a la deriva en un paisaje incompleto, una especie de boceto del Edimburgo que conocía, farolas y torres flotando fuera de contexto, en el aire salpicado de puntitos luminosos.
De pronto la vi en el cielo, inmensa, presagiante, velada por las lágrimas y por las nubes y por el vaho de mi propia respiración. La imagen empañada de la luna llena. Superstición absurda, pero el caso es que yo, por tradición, hacía el amor todas las lunas llenas, desde que conocí a Cat. Todas las lunas llenas, excepto aquélla. Oh sí, hubiera podido volver a casa y esperar hasta que ella llegase, cómo no. Pero no deseaba hacerlo con Cat, porque estaba deprimida y no disponía, por tanto, de la energía ni la sonrisa necesarias. Debía tener una especie de fidelidad absurda hecha un cromosoma, impresa en mi dotación genética, que me forzaba a desear a Ralph y sólo a Ralph, al menos esa noche. Así que desanduve el camino a casa zigzagueando por las aceras, esquivando a borrachos, pensando. Mi rival, mi competidor, mi amante, aquel hombre al que le envidiaba de corazón el dinero, la tranquilidad y la sangre fría de las que yo carecía, me había fallado cuando le necesitaba.
Por una parte me sentí enormemente culpable por querer imponerle mi presencia a todas horas, por ser tan posesiva y exigente, por querer que él viviese su vida para mí. Por otra, ¿acaso no había leído en tantos libros que era aquél un sentimiento universal, aquella obsesión por el objeto de deseo, aquella ansia de exclusividad? Los dos habíamos sido unos cobardes. Yo no me decidí entre Cat y él. Él no se decidió por mi persona.
Me pregunté a mí misma, Beatriz, ¿por qué? Cuando resulta evidente lo que te pasa, que dentro de ti ya has elegido, que te quedas con la legítima, con tu chica gato, la que puede ofrecerte una estabilidad y un lazo sólido que os une, tejido a base de tiempo y complicidades construidas poco a poco, ¿por qué no asumes hasta el fin tu elección? ¿Por qué no dejas de llamar a Ralph, por qué te obsesionas con lo que no tienes? ¿Por qué no asumes de una puñetera vez que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible?
Lo que dolía, lo que dolía de verdad era aquella herida infectada de impotencia, aquel querer y no poder que me comía viva. La esencia de mi angustia radicaba en los deseos reprimidos y los encuentros abortados. Todo lo que podría, y no podía, dar y recibir. For all the lovers and sweethearts we'll never meet. Y yo me preguntaba, ¿cómo me atrevo a reclamar exclusivas que yo misma no puedo conceder?
Me detuve frente a una cabina roja. Entré. Había retenido el número de Ralph, impreso en la memoria con la tinta del deseo. Introduje una moneda y marqué los siete números. Él descolgó.
– Soy yo otra vez. Quiero verte -dije.
– Te he dicho que no puedes -respondió.
– ¿Hay alguien más ahí? -pregunté.
– Nadie, sólo yo.
Larguísima pausa. The Orb continuaban sonando en la distancia, poniéndole banda sonora a mi ansiedad. Al cabo de un rato volví a escuchar su voz. Beatriz… Su nombre sonaba distinto en sus labios, ya no era mi nombre, el que me dio mi madre, ahora era el nombre que él me daba, que me convertía en otra con sólo mencionarme, cuando cambiaba por una ese la zeta de mi nombre. Beatrice… Él no quería ser mi Dante.
– Beatriz, creo que esperas demasiado de mí. Que esperas algo que yo no puedo darte. Hay ciertas cosas que no puedo permitirme.
– ¿Qué es lo que no puedes permitirte?
– Dejémoslo aquí. Beatriz, no quiero llegar más lejos. No quiero explicarte… Y tú eres demasiado lista como para seguir preguntando.
No dije nada.
– ¿Estás bien? -le oí decir.
No dije nada más. Volví a colocar el auricular en su sitio. Él nunca me había prometido nada, y tenía razón. Yo no tenía siquiera derecho a las preguntas.
Nunca he tenido derecho a las preguntas, ni a las respuestas ni a las explicaciones de ningún tipo. Ralph me pilló preparada, acostumbrada a acatar las decisiones ajenas sin discutirlas ni cuestionarlas, a dar por buenos comportamientos absurdos sin preguntar, sin exigir, sin reclamar, a creerme que yo no merecía ser querida, ni respetada, ni aceptada. Por eso no luché por él. Un ejemplo: cuando regresé a casa, aquel último verano en Madrid, tal y como Mónica me había aconsejado, no hubo recibimiento de ningún tipo. No parecía importarles un comino si yo estaba en casa o no, y a mí ni se me ocurrió que las cosas pudieran ser de otra manera. Mi madre se encerró en su cuarto durante días, pretextando jaqueca, y mi padre no estaba nunca. Salía a trabajar a las ocho de la mañana y no volvía hasta bien caída la noche. Se estableció un sistema raro. Desaparecieron los horarios, las rutinas, los sistemas. No existía una hora para comer o para cenar. Mi madre desayunaba y después se encerraba en su cuarto durante todo el día. Salía alguna vez -muy pocas- para jugar a las cartas con sus amigas, y en aquellas ocasiones ni siquiera se despedía de mí. Por lo visto, había decidido no tener nada que ver conmigo. Yo sabía que entraba o salía porque escuchaba el ruido de la puerta al cerrarse, y entonces deambulaba por la casa como un fantasma, o aprovechaba para hacer incursiones a su botiquín y hacer acopio de las pastillas que me ayudaban a soportar todo aquello. No sé si mi madre esperaba que yo comiera sirviéndome yo misma algo de la nevera, no sé si le importaba algo si yo comía o no. Pero no, no comía. No comía, apenas dormía, ni tampoco hacía gran cosa. Vegetaba. Me encerraba en mi cuarto y, tumbada en la cama, miraba al techo e intentaba mantener la mente en blanco, porque mi cabeza parecía incapaz de seguir funcionando, como si algún resorte interno hubiese saltado por un exceso de presión y el mecanismo ya no funcionase. Ya no me reconocía a mí misma, me había perdido. Cuando intentaba leer, las letras se desdibujaban, se ampliaban y se empequeñecían como una mancha de aceite flotando en un mar tormentoso, y si, haciendo un esfuerzo enorme, lograba descifrar varias palabras, era para descubrir que la frase que componían carecía por completo de sentido para mí. Si intentaba escribir, aparecía en el papel un trazo desigual que no reconocía como mío, y que tampoco articulaba nada coherente. Alguna vez me dio por encender la televisión, pero me parecía que las pequeñas figuritas humanoides de la pantalla nada tenían que ver conmigo, que vivían en un mundo diferente, a millones de años luz de mi realidad.