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En el otro extremo de la escala social, el campeón de los antirrasputinianos es el gran duque Nicolás Nicolaievich, uno de los tíos del Zar. Comandante en jefe de los regimientos de la Guardia, constata entre los oficiales una cólera creciente contra "el abyecto mujik" a quien Sus Majestades han convertido en su guía y su huésped. Junto con la mayor parte de la aristocracia rusa teme que, al comprometer el prestigio del monarca y de la dinastía, Rasputín provoque una revolución de palacio. Varias veces ha intentado hacer razonar a su imperial sobrino. Pero, al esforzarse por abrirle los ojos, no ha hecho más que debilitar su propia posición en la corte. La Zarina, sobre todo, lo tiene entre ojos por su insistencia en denigrar al staretz. No deja pasar una ocasión de presentarlo ante su marido como un intrigante ávido de extender su poder, ya considerable, y de apoderarse de las riendas del imperio. En cambio, la Emperatriz viuda comparte la opinión del gran duque acerca del papel nefasto del pretendido santo hombre ante su hijo y su nuera. Teme que estén embrujados, separados de la realidad rusa, incapaces de tomar una decisión sin haber consultado a su demoníaco confesor. Por poco daría la razón a aquellos que sueñan con hacer desaparecer al mujik en una trampa.

Mientras esos complots se traman en la sombra, Rasputín les toma cada vez más gusto a los juegos sutiles de la política. Por intermedio de la Zarina, aconseja al Zar sobre la elección de los ministros. En el interior del gabinete, sus preferidos, que son resueltamente de derecha, llevan una campaña sorda para deshacer" la actual Duma y reemplazarla por otra ás dócil. Kokovtsev, que nunca ocultó su hostilidad hacia el staretz, ve palidecer su propia estrella en el firmamento. Adivinando que sus días como presidente del Consejo están contados, despacha los asuntos corrientes sin entusiasmo.

A pesar de esas luchas por la influencia en el gobierno y en la Duma, Rusia disfruta, en lo más hondo, de una sana estabilidad. Los recursos del país son tales que, aun bajo un poder discutido, el impulso económico y comercial se acelera, la producción aumenta, el nivel social se eleva. En las altas esferas se critica todo pero se vive bien. Entre las capas más bajas de la población se sufren los rigores de la clase obrera y la campesina, pero como no se leen los diarios, se ignora la agitación que se ha apoderado de las cabezas pensantes de la nación. Desacreditada en los salones, la familia imperial todavía tiene, en las masas, un prestigio en el que se mezclan la tradición y la fe. Es verdad que, en la primavera de 1912, ha habido rebeliones en las minas de oro siberianas de Lena y la tropa ha tirado sobre la multitud, matando a doscientas setenta e hiriendo a doscientas cincuenta personas; es verdad que los trabajadores de las diferentes regiones de Rusia se han declarado en huelga para protestar contra esa masacre. Pero, con el tiempo, la indignación popular ha decaído y los revolucionarios, acosados por la policía, han vuelto a la sombra.

En agosto del mismo año, el ejército ruso ha celebrado, con una reconstrucción espectacular, el centenario de la batalla de Borodino, lo que reconfortó el ánimo de los oficiales. Y, a comienzos de 1913, todo el mundo, grandes y chicos, se alegra por las próximas fiestas programadas para el tricentenario de la dinastía de los Romanov. Los liberales señalan en sus diarios que Miguel, el primero de los Romanov, fue elegido por el pueblo el 21 de febrero de 1613 y que esa antigua manera de proceder merece que se reflexione sobre ella. Los monárquicos, por su parte, esperan que las manifestaciones patrióticas inscritas en el programa refuercen la devoción de los rusos por su soberano. Extrañamente parece que la nación, largo tiempo inquieta y dividida, ha encontrado un segundo aliento.

El 21 de febrero de 1913, en la catedral de Nuestra Señora de Kazan, de San Petersburgo, se celebra un servicio conmemorando la elección de Miguel Romanov tres siglos antes. Esa mañana, Rodzianko llega al lugar mucho antes de la hora de la ceremonia. Ha sido advertido de que los representantes de la Duma, de la cual él es presidente, se sentarían detrás de los del Consejo del Imperio y del Senado. Está pensando en protestar contra una medida vejatoria para la Asamblea de los elegidos de la nación, cuando descubre a Rasputín instalado en un asiento delante de los bancos reservados a los diputados. Exasperado, ordena al staretz que se marche. Éste reacciona con arrogancia y declara que ha sido invitado por "personas de elevado rango". No obstante, para evitar un escándalo, se eclipsa antes que el patriarca de Antioquía comience a oficiar en la catedral llena de gente. Entre los asistentes, existe la preocupación por saber si Rasputín todavía está allí. Hay quienes vuelven la cabeza para tratar de distinguirlo entre la multitud de fieles. Se intercambian anécdotas escandalosas acerca de él. Frente al iconostasio, la Emperatriz, tocada con una tiara, echa una mirada a cada momento hacia su hijo, tan frágil y pálido, temiendo un desmayo. Su única esperanza es que Rasputín vele en alguna parte detrás de ella, perdido entre la muchedumbre. Está segura de que, si él añade sus plegarias a las de la familia imperial, todo irá bien para el niño que lleva sobre sus frágiles hombros el porvenir de la monarquía. Está sobre ascuas hasta el fin de la ceremonia. Si pudiera, invitaría al mago a dormir en el palacio, en una habitación contigua a la de Alexis. Pero, por el momento, el país tiene otros motivos de inquietud. Austria acaba de anexarse Bosnia-Herzegovina. La Serbia ortodoxa, tradicionalmente aliada a Rusia, es presa de indignación ante lo que considera como una maniobra intimidatoria contra ella. Una parte de la prensa rusa exige con fuerza que los "hermanos serbios" sean protegidos de la codicia austríaca. El gran duque Nicolás Nicolaievich insta al Zar a declarar la guerra. Está convencido de que, en ese caso, las grandes potencias permanecerán neutrales y de que, al aplastar a los austríacos, Nicolás II hará olvidar la humillante derrota de la patria ante Japón. Aunque perfectamente extraño a las negociaciones diplomáticas, Rasputín es, por instinto, hostil a todo enfrentamiento por cuestiones de fronteras. Razonando como simple campesino, estima que una guerra, sean cuales fueren los motivos, es una catástrofe para los humildes, que vacía los campos de su juventud, arruina las cosechas, siembra la muerte y la desolación por todas partes y transforma la tierra de Dios en una cloaca sangrienta. Interviniendo por primera vez en los asuntos públicos, declara al periodista Razumovski: "Los cristianos se preparan para la guerra, van a hacerla; van a sufrir tormentos y hacérselos sufrir a otros. La guerra es mala cosa… Que los alemanes y los turcos se devoren unos a otros: son ciegos, pues es para su desgracia. No ganarán nada y sólo adelantarán la hora de su fin. Y nosotros, llevando una vida de concordia y de paz, mirando en nosotros mismos, nos elevaremos de nuevo por encima de todos". [15] Su temor de la guerra no es ni política ni filosófica. Es visceral. Desearía comunicárselo al Zar. Pero Nicolás II titubea. Por un lado, no querría decepcionar a los serbios; por el otro, tiene miedo de lanzarse entre la niebla. En mayo de 1913, se dirige a Berlín para asistir a la boda de la princesa Victoria Luisa de Prusia con el gran duque Ernesto Augusto de Brunswick y se encuentra con el Kaiser y el Rey de Inglaterra, Jorge V; los tres soberanos se ponen de acuerdo para mantener el statu quo en esa región del mundo. Pero, poco después, Bulgaria ataca a Serbia. Es una guerra rápida que termina con la derrota de los búlgaros frente a la coalición balcano-turca. Las grandes naciones están alertas, pero ninguna piensa en intervenir.

Cuando el Zar deja Berlín, nada está verdaderamente solucionado en esa parte de Europa, pero la familia imperial emprende un importante viaje a través de Rusia. Nicolás II piensa completar las fiestas del tricentenario de la dinastía con una visita a las principales ciudades del Imperio, repitiendo el itinerario seguido por Miguel Romanov a los dieciséis años, desde Kostroma, donde residía con su madre, hasta Moscú, donde la Asamblea nacional, el Sobor, debía elegirlo zar. Esa interminable incursión jubilar fatiga a la Zarina, que aborrece las festividades y las recepciones.Por suerte, ha conseguido que Rasputín participe del viaje. Por lo menos así, Sus Majestades no tendrán nada que temer. A todo lo largo del camino, el staretz puede medir el fervor del pueblo, que se apiña para saludar a los soberanos venidos de su lejana capital. ¡Vamos! ¡La monarquía todavía tiene muchos días por delante! Si los intelectuales y ciertos aristócratas se arriesgan a criticar al Zar, la mayoría del país le es sinceramente devota. Desde el coche que lo transporta en el medio del cortejo oficial, Rasputín contempla los millares de rostros desconocidos alineados en el trayecto, que simbolizan la unión del monarca y de la tierra rusa. Se bendice al "padre de la nación" con palabras de adoración y signos de la cruz. Es aquí y no en San Petersburgo donde él entra en contacto con el suelo fecundo de la patria. En Kostroma, se celebra un oficio en el monasterio Ipatiev, [16] donde Marfa, madre del futuro Zar de Rusia, recibió, hace trescientos años, a los delegados del Sobor llegados en busca de su hijo. Rasputín tiene un lugar reservado en la nave. Le parece que la historia vuelve sobre sus pasos. Es él quien preside la restauración de la monarquía después de la época de revueltas que siguieron a la muerte de Boris Godunov y al reinado muy breve de Fedor II.

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[15] Citado por Yves Ternon, Raspoutine, une tragédie russe, según Alexandre Spiridovitch, Raspoutine, 1863-1910.

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[16] Hay una extraña analogía de nombre entre el monasterio Ipatiev, en Kostroma, donde el primer representante de la dinastía de los Romanov recibió el anuncio de su destino, y la casa Ipatiev de Ekaterimburgo, en Siberia, donde Nicolás II, último zar de Rusia, será asesinado junto con su familia por los bolcheviques.

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