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En sus comienzos, la moral de los khlysty era de un ascetismo estricto. Pero sus asambleas daban pretexto a "fervores" que no tardaron en degenerar en orgías. Primero se procedía a ejecutar danzas rítmicas. Hombres y mujeres, vestidos con túnicas blancas, giraban sobre sí mismos cada vez más rápidamente, alrededor de una pila de "agua bendita", hasta provocar escenas de histeria que correspondían al "descendimiento del Espíritu Santo". En el paroxismo de esos transportes, los cuerpos se buscaban al mismo tiempo que las almas. Y la ceremonia terminaba a menudo con flagelaciones y cópulas colectivas. Al entregarse a esos éxtasis "en montón", los cismáticos no apuntaban a una simple satisfacción erótica sino más bien, según ellos, a la destrucción del pecado por el pecado. Se elevaban hacia Dios hundiéndose en el lodo. Maldecidos por la Iglesia, debían esconderse para escapar de las persecuciones. Pero, a pesar de todos los esfuerzos del clero y de la policía, la herejía se propagaba cada vez más profundamente en el país.

No es seguro que los discípulos de Rasputín hayan llegado tan lejos en su provocación y su licencia. En todo caso, el sacerdote enviado por monseñor Antonio para hacer averiguaciones al respecto se muestra tranquilizador. Ni en ocasión de su visita al oratorio subterráneo ni cuando inspeccionó los baños de vapor encontró huellas de las bacanales descritas por el padre Pedro Ostrumov. Rasputín no es arrestado por falta de pruebas. No obstante, su legajo es conservado en los archivos del obispado para ser trasmitido al Santo Sínodo, en San Petersburgo, en caso de que las quejas se repitan.

Mientras tanto, Rasputín continúa reuniendo a "hermanos" y "hermanas" que experimentan la necesidad de recibir a Dios tanto en la falta como en la gracia. Sin duda Prascovia, demasiado juiciosa y demasiado inocentona, no participa en las prácticas de los iniciados. Pero aun sospechando que Gregorio profesa una religión personal, no piensa criticarlo ni vigilarlo. Por principio, un marido tiene todos los derechos. Y el suyo tiene tal fuego en la mirada que no puede ser otra cosa que un apóstol moderno en la Tierra. Su deber de esposa consiste en no contrariarlo. Por otra parte, él seguramente está en lo cierto, puesto que sus enseñanzas se extienden como una mancha de aceite en la región. Su sótano está abierto a todos los que buscan paz interior. Él les enseña los cantos y las danzas rituales de los khlysty y, a medida que adquiere seguridad, formula más netamente su doctrina, inspirada en la de la secta: el Mal es necesario para que triunfe el Bien. El Señor ama a sus criaturas sólo si se han purificado después de un baño en el pecado. Esta teoría tolerante está de acuerdo con el temperamento robusto y primitivo de Gregorio. Incapaz de castidad y sobriedad, decide que los placeres terrenos son agradables al Padre Eterno. ¡En todo caso, más agradables que la virtud extenuante del justo! ¿Qué sería el arrepentimiento si no hubiera caída? Sólo el que está de rodillas en el estiércol puede levantarse con alguna probabilidad de encontrar la mirada consoladora de Dios. Es Dios quien empuja a su servidor Gregorio a fornicar, a emborracharse, a bailar hasta el agotamiento. Cuando haya tomado esa purga, volverá a ser digno, por algún tiempo, de oír los consejos llegados de lo alto. Sin embargo, en la aldea se vuelve a murmurar acerca de él. Un olor a chamusquina flota en el aire alrededor de la casa de Rasputín. ¿No habrá una segunda denuncia?

Escarmentado por la visita del sacerdote investigador, Rasputín estima prudente alejarse y vuelve a partir para un largo viaje. Durante casi tres años sus recorridas piadosas lo llevan de ciudad en ciudad, de Kiev la santa, cuyas catacumbas visita, a Kazan, sede de una de las academias teológicas de Rusia. En esta última ciudad, llena del murmullo de las plegarias y del tañido de las campanas, conoce a un peletero que, impresionado por su mirada penetrante y su elocuencia torrentosa, le presenta a algunos amigos eclesiásticos: el padre Miguel, del gran seminario; el vicario Crisanto, jefe de la misión rusa en Corea, y el obispo Andrés. Seducido por los vaticinios de ese recién llegado, inculto e inspirado a la vez, el padre Miguel le aconseja dirigirse a la Academia de Teología de San Petersburgo donde, seguramente, encontrará oídos atentos. A fin de abrirle todas las puertas, hasta le da una carta de recomendación para el archimandrita Teófanes en persona. El documento especifica que el nombrado Gregorio Rasputín es un staretz seguro y un vidente sincero.

Provisto de ese viático, Rasputín no duda más. ¡Están olvidados el episodio de los khlysty, los chismes de los vecinos y la envidia del insignificante pope de la parroquia! Puesto que la Iglesia oficial lo apoya, no debe reparar en pequeneces sino salvar los obstáculos y conquistar la capital. Sin embargo, en su espíritu, no se trata de una maniobra ambiciosa. Lo que lo atrae no es el esplendor de San Petersburgo sino la extraordinaria concentración de hombres santos que allí tienen autoridad. Junto a ellos podrá perfeccionar sus dones de sanador y su conocimiento de la verdadera religión. Está convencido de que todo lo que emprenda de allí en adelante se hará por la mayor gloria de Dios. Lleva consigo algo de dinero de su casa. Lo suficiente para pagarse un viaje por barco y por tren sin tener que caminar ni mendigar en el trayecto. Una nueva vida empieza para él y, tal vez, piensa, para la piadosa y bienaventurada Rusia.

II Gregorio, un hombre de Dios

Rasputín tiene treinta y cuatro años cuando llega a San Petersburgo en la primavera de 1903. Es un campesino de buena estampa, delgado, de cabello largo y lacio y barba enmarañada; su frente está llena de surcos y atravesada por una cicatriz, su nariz es larga y husmeadora. Pero sus ojos sobre todo llaman la atención. Su mirada, de un brillo acerado, tiene una fijeza magnética. Un blusón de lienzo, con cinturón, le cubre a medias las caderas. El pantalón es ancho y está metido dentro de botas de caña alta. A pesar de esa vestimenta rústica, él se siente cómodo en todos los ambientes. Sea cual sea el rango social de su interlocutor, lo interroga inopinadamente sobre los problemas de su vida íntima, movido por una sosegada indiscreción. Y mientras que el otro, desconcertado, le contesta como puede, él lo escruta con una curiosidad devoradora. Esta actitud no se debe a un afán de puesta en escena sino a la necesidad sincera de penetrar en el secreto de los seres que encuentra. El hecho de ser casi analfabeto y tener dificultades para expresarse no le impide proferir a cada instante sus prédicas y predicciones. Habla a sacudones, estropea las palabras, no coordina las frases, pero su ímpetu oratorio os tal que hasta los escépticos lo escuchan con interés. A veces interrumpe su perorata para dar algunos pasos por la habitación, pararse ante una ventana, juntar las manos y rezar. Lo que algunos toman como ostentación o como pose corresponde, en su espíritu, a la necesidad de abstraerse de cuando en cuando para comunicarse mejor con Aquel que lo inspira. Aislándose con el pensamiento en medio de un salón o de una isba, se concentra y refuerza su energía con miras a nuevos combates.

La misma indiferencia con respecto al qué dirán lo guía en sus modales en la mesa. Fiel a su voto de juventud, no come carne ni dulces. El pescado es su plato preferido. Toma la sopa con gran ruido y come de buena gana con los dedos. Le gustan también los huevos duros, las legumbres y el pan negro espolvoreado con sal y bebe té a toda hora. A pesar de su aspecto desaliñado, es relativamente aseado. La práctica campesina de los baños de vapor lo hace hasta más cuidado que muchos habitantes de la ciudad.

Desde el primer momento está, por supuesto, impresionado por el bullicio enorme de San Petersburgo, la altura y la belleza de los edificios, el esplendor de las iglesias, el lujo de los comercios y los carruajes, la apariencia importante de los transeúntes, la profusión de uniformes y esa conciencia difusa de la omnipotencia imperial. Ya sea que uno se encuentre en la calle o dentro de una casa, es imposible ignorar que el Zar, los ministros, los gendarmes están por todas partes, ven todo, oyen todo. En Pokrovskoi, uno está a mil leguas del poder; aquí se descubre su presencia como un olor en el aire que se respira. Hay que acostumbrarse si se quiere salir airoso. ¿De qué? Rasputín no lo sabe muy bien. Pero como en Verkhoturié, en Kiev, en Kazan, confía en Dios, que ha prometido guiarlo por la buena senda. Para empezar, se dirige a la laura de San Alejandro Nevski, se inclina ante las reliquias y hace celebrar una misa que le cuesta tres copecs más otros dos copecs por el cirio. Así reconfortado, parte al asalto de los medios eclesiásticos de la capital.

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