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A instigación de Teófanes, Rasputín es recibido por algunas familias de la alta burguesía y de la nobleza. El monje Eliodoro, que se ha convertido en su guía, lo presenta a Olga Lokhtina, esposa de un ingeniero consejero de Estado. Ella sufre de neurastenia y los médicos que se sucedieron han renunciado a curarla. Rasputín, al verla, descubre de entrada las raíces de su melancolía. Le habla largamente, paternalmente, y, como ella desfallece al solo sonido de su voz, termina por decidir que no podrá desembarazarla de sus tristezas y sus angustias crónicas más que poseyéndola no sólo moralmente sino también físicamente. El remedio resulta de maravillas. La experiencia ha enseñado a Rasputín que, en la gimnasia del acoplamiento, no hay diferencia entre una campesina y una mujer de mundo. Ya sea que dispongan de un lecho con sábanas bordadas o de un jergón recubierto con una tela ordinaria, el secreto de su goce es el mismo. Basta con contentarlas en su carne para saciar, al mismo tiempo, su sed de absoluto.

Convertida en amante del staretz, Olga Lokhtina demuestra su gratitud dándole lecciones de lectura, escritura y modales. Luego lo presenta a sus amigas como sanador y profeta. Lo recomienda a la condesa Kleinmichel, que a su vez lo introduce en el muy cerrado y muy reaccionario salón de la condesa Ignatiev. Ésta, cuyo marido ha sido ministro bajo Alejandro III, se entrega apasionadamente al ocultismo. En su casa se invita a médiums, se hace mover las mesas, se invoca a los espíritus que flotan en el más allá. Rasputín brilla en medio de esa asistencia exaltada, en su mayoría femenina. Comparte con las damas del mejor mundo la adoración por el zar Nicolás II, padre bendito de la nación, y la idea de un intercambio de buenos procedimientos entre los huéspedes del Cielo y los de la Tierra. Lo escuchan, lo devoran con los ojos, lo respiran. Hasta los hombres están subyugados. Los que frecuentan la casa de la condesa Ignatiev ven en él a un educador sagrado para el que la Biblia ya no es un pretexto para plegarias abstractas sino un libro de carne y de sangre, un libro accesible a los pecadores, un libro de consuelo hasta en la falta. En primera fila entre esos oyentes extasiados se encuentran las dos grandes duquesas montenegrinas Militza y Anastasia. Hijas del Rey de Montenegro, se han casado respectivamente con el gran duque Pedro Nicolaievitch, tío abuelo de Nicolás II, y el príncipe Romanovski, duque de Leuchtenberg. [6] Una y otra organizan sesiones de espiritismo en sus palacios. Invitan a Rasputín a sus tentativas de conversación con los muertos. Sin participar en esa interrogación a los espíritus efectistas, se muestra abierto a todas las formas dé misterio, deslumhra a las jóvenes por su familiaridad con las Santas Escrituras y, más aún, por su talento para leer el carácter y el porvenir de una persona sólo con mirarla hondamente a los ojos. Ahora bien, Militza y Anastasia están muy cerca de la emperatriz Alejandra Fedorovna, a quien alientan en sus ensueños religiosos.

El 1º de noviembre de 1905, Militza recibe, en su residencia de Znamenka, al Emperador y la Emperatriz. Con la impetuosidad audaz de una catecúmena, les presenta a su famoso protegido. Puesto en presencia de los soberanos, Rasputín no se sorprende ni se turba. Piensa que todo se desarrolla según la voluntad divina. Cada uno tiene su papel en la Tierra. Nicolás es zar, Gregorio es staretz. Ambos se necesitan mutuamente. Siempre con su caftán y sus botas de mujik, Rasputín tiene conciencia de ser, ante el Emperador, una encarnación de la Rusia viviente. Sin dudar, lo tutea y lo llama batiuchka, "padrecito"; y tutea también a Alejandra Fedorovna. Ella se estremece ante tanta impertinencia y simplicidad. Con complacencia, él habla a Sus Majestades de Siberia, de la existencia oscura en las aldeas, de la miseria y la infinita paciencia de la gente humilde, en fin, de la presencia de Dios en los menores acontecimientos del día. Nicolás II está encantado con ese intermedio místico-popular. Esa misma noche anota en su diario íntimo: "Conocí a un hombre de Dios, Gregorio, de la gobernación de Tobolsk".

III Misticismo y autocracia

Cuando vivía en su lejana provincia, Rasputín ignoraba casi todo acerca del Zar. Para él, Nicolás II era una especie de entidad superior, nimbada de misterio y con un poder sin límites. Pero en San Petersburgo, gracias a los ecos de los salones y de la calle, se forja poco a poco una imagen más precisa de la pareja imperial. Lo que le revelan sus diferentes interlocutores lo asombra y lo inquieta.

Están los que, como él, se rehusan a criticar al monarca y los que, en voz baja, no dudan en sugerir que Nicolás II no es más que un buen hombre sin voluntad, dominado por su mujer, y que prefiere la vida de familia, tranquila y discreta, a los fastos y las responsabilidades del poder. Se susurra que desde el comienzo de su reinado han aparecido signos nefastos sobre su cabeza. Apenas se había comprometido, muy joven, con la princesa alemana Alix de Hesse-Darmstadt, cuando su padre, Alejandro III moría a los cuarenta y nueve años de una afección renal. La joven se dirigió a Crimea, donde permanecía el Zar enfermo, justo a tiempo para recoger su último suspiro. Era una protestante ferviente y tuvo que abjurar de su fe para convertirse en una verdadera gran duquesa ortodoxa con el nombre de Alejandra Fedorovna. En ocasión del entierro del Zar en San Petersburgo, el 7 de noviembre de 1894, apareció cubierta con velos de duelo, lo que incitó a las malas lenguas a decir que, llegada al país "detrás de un féretro", era "un ave de mal agüero". Y, muy pronto, los hechos parecieron justificar esa aserción. Durante las fiestas de la coronación de Nicolás II, en mayo de 1896, cuando la multitud se apiñaba en el campo de la Khodynka, las planchas dispuestas a través de los fosos cedieron bajo el peso de los visitantes y más de dos mil personas murieron asfixiadas o aplastadas. Con el propósito de minimizar el desastre, los allegados del nuevo emperador le aconsejaron asistir al baile programado para esa noche en la Embajada de Francia. Pero, entre el público, muchos interpretaron esa decisión como una muestra de indiferencia con respecto a las víctimas de la Khodynka. "El Zar y su esposa" decían, "bailan sobre cadáveres." Más tarde, la opinión popular le reprochó también los atentados terroristas que no sabía impedir, la inútil matanza de la guerra contra el Japón, la inexcusable masacre de manifestantes en ocasión del "domingo rojo"…

Ya sea por mala suerte o por errores de criterio, parece que Nicolás II no puede emprender nada que no esté destinado al fracaso. Sin embargo, con la tozudez de los débiles, se rehusa a modificar su línea de conducta. Su idea fija es mantener, cueste lo que cueste, las bases de la dinastía y no ceder ni una parcela del poder que le han legado sus abuelos. Rasputín, monárquico fiel, no piensa censurarlo. Pero se pregunta si el soberano está bien secundado por su esposa. También se mantiene informado de lo que se dice de ella en los salones. Todos elogian su belleza, su dignidad, su rectitud moral, pero se cuenta que es excesivamente nerviosa, que siente horror hacia el mundo y las obligaciones protocolares, que es feliz sólo entre su marido y sus hijos y, por fin, que sus aspiraciones místicas la han llevado a rodearse de videntes y sanadores todos igualmente sospechosos. Se cita a un francés, el maestro Philippe de Lyon, magnetizador extralúcido, iunto con unosyurodivy, especie de inocentes semiidiotas que pretenden ser visitados por el Señor, como por ejemplo el tartamudo Mitia Koliaba, la loca Daria Osipova, el epiléptico Pacha, el peregrino Antonio, el pies-descalzos Basilio… El trato con estos impostores no impide que Alejandra Fedorovna rece ardiente y tradicionalmente en su oratorio decorado con numerosos iconos. Ya sean aprobadas por la Iglesia o nacidas de su imaginación enfermiza, todas las vías le parecen buenas para llegar a Dios.

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[6] Anastasia se casará más tarde con el gran duque Nicolás Nicolaievich.

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