Hay un lazo misterioso entre esos dos hombres aparentemente opuestos en todo. Tanto el uno como el otro son fanáticos, pero Lenin es un ser de hielo, un calculador, un teórico dominado por una idea fija, privado del menor sentimiento humano, y Rasputín es un ser voluptuoso, un libertino, abierto a todos los vicios y persuadido de que Dios lo comprende y lo inspira. El primero se apoya sobre la obra de Carlos Marx, el segundo sobre la Biblia. Dominados ambos por una ambición desmesurada, el primero se complace en una lógica inflexible; el segundo, en una piedad primitiva y en los placeres de la carne. Durante la guerra, Lenin se alegra por las derrotas rusas y desea la victoria de Alemania porque sabe que, si gana Rusia, el régimen imperial será reforzado y magnificado por la prueba. De modo que, para él, cuanto más sufra Rusia, cuantos más muertos haya en el frente y descontentos en la retaguardia, más chances tendrá la revolución. Su propósito no es la salvación de la patria sino la toma del poder a cualquier costo. Rasputín, en cambio, ha sido hostil a la guerra desde el principio. Incapaz de disuadir a Nicolás II, se dedicó, con sus consejos, a limitar los daños y no cesó de rezar por el triunfo de los ejércitos rusos. Lenin apostó todo a favor de una debacle que acarreara la caída del Zar; Rasputín a un éxito militar que salvaría la monarquía.
Los dos, sin embargo, no tienen en vista más que la felicidad del pueblo, ambos hablan en su nombre. Rasputín se considera como el abogado de los pobres ante el soberano. No concibe éxito material y moral si no es en la unión de las masas oscuras y el Emperador, con exclusión de la aristocracia, que siempre ha embrollado el juego. Lenin, por su parte, quiere la supresión del Zar, la abolición de la propiedad privada, la dictadura de los obreros y los campesinos en todos los dominios. Rasputín sueña con una Rusia patriarcal, tradicional y mística; Lenin, con una Rusia inédita, dirigida por los oprimidos de ayer y resueltamente atea. Rasputín se siente ruso hasta la médula; Lenin quiere ser internacional y espera que la revolución gane, poco a poco, toda Europa. Rasputín no condena el reino del dinero, Lenin rechaza el capitalismo. Para Rasputín, el pasado es un modelo a seguir corrigiéndolo por medio de la justicia, la piedad y el amor al prójimo; para Lenin, hay que hacer tabla rasa de todas las viejas instituciones y construir un mundo nuevo, con gente nueva, desembarazada de los prejuicios de clase, de fortuna y de religión.
Nunca se encontraron, ni siquiera tuvieron que confrontar sus ideas. Uno, simple mujik; el otro, intelectual frenético, ¿han tomado conciencia de la extraña convergencia de sus destinos? Totalmemte diferentes por sus orígenes, su temperamento, su cultura, sin embargo ambos cooperaron, cada uno por su lado, a desmantelar la fortaleza de la autocracia. Rasputín la desquició por el escándalo de su presencia en la corte y por el ascendiente que ejercía sobre la pareja imperial. Lenin completó el trabajo de demolición prometiendo la felicidad, la prosperidad y la paz, a condición de derribar al responsable de todos los males de la tierra: el Zar.
A la sangre de Rasputín, salpicando una pieza del subsuelo del palacio Yusupov, ha respondido la sangre de los Romanov, brotando bajo el fusilamiento en los muros de otro subsuelo, el de la casa Ipatiev. El círculo se ha cerrado. Después de siglos de monarquía, el pueblo ruso deberá buscarse otros amos que servir y venerar doblando la espalda. Se llamarán Lenin, Stalin, Kruchev, Brezhnev, y perpetuarán el dogma de la necesaria dictadura del proletariado. Pero Rasputín, a pesar de su contribución al hundimiento del Imperio, no tendrá derecho más que al desprecio de los revolucionarios, a cuyos designios sirvió involuntariamente.
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