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Ahora Rasputín está tranquilo acerca de la suerte del zarevich. Cree que las contracciones musculares sufridas por él durante su encantamiento son las últimas sacudidas de la tortura de Alexis. Ha liberado al niño asumiendo su mal ante la mirada de Dios. Es así como obran los chamanes cuando quieren aliviar a un paciente de los tormentos de su cuerpo o de su alma. Lo reemplazan por el pensamiento, se hacen cargo de su suplicio físico o espiritual, le quitan momentáneamente su yo para restituírselo intacto después de la curación. Rasputín aprendió ese método de transferencia del dolor por telepatía durante sus peregrinaciones de juventud entre los buriatos, los yakutas y los kirghises, añadiendo a su magia pagana toda la del cristianismo. Al contacto con ellos se convirtió a su vez en un chamán, un visionario, un remolcador de naves a punto de perderse. En verdad, esos adivinos primitivos, un poco brujos, lo han informado acerca de los poderes del espíritu enfrentado a la materia mejor que los sacerdotes cuyos sermones ha tenido ocasión de escuchar. Si la Iglesia le ha enseñado la manera oficial de hablar a Dios, ellos le han revelado la comunión de los corazones a través del espacio. Ahora puede manifestarse a distancia, como ellos. Ha adquirido el don de simultaneidad y de ubicuidad. Aunque instalado en Pokrovskoi, en su isba, en familia, ahora está en Spala, a la cabecera del enfermito. Adivina su presencia en todos los nervios, en todos los músculos de su cuerpo robusto. Al final de ese encantamiento, que es una mezcla de súplica y exorcismo, de brujería y oración, va a la oficina de correos y telegrafía a la Emperatriz: "La enfermedad no es tan grave como parece. Que los médicos no lo hagan sufrir".

Al leer esas palabras la Zarina renace. El salvador está de nuevo a su lado. Todas las esperanzas son posibles, puesto que él lo afirma desde el fondo de su lejana provincia. Y, en efecto, a la mañana siguiente, la fiebre baja y el hematoma comienza a reabsorberse. A las dos de la tarde, los médicos constatan que la hemorragia se ha detenido. Explican ese fenómeno por una simple coincidencia entre la llegada del telegrama y la evolución natural de la enfermedad. A menos, dicen aún, que la remisión no se deba al hecho de que la Emperatriz, por fin tranquilizada gracias a las seguridades de Rasputín, haya cesado de excitar la nerviosidad del niño con el espectáculo de su angustia. Según ellos, el desasosiego del entorno ha podido crear en Alexis un estado de tensión que impedía la reabsorción del derrame sanguíneo. Esas consideraciones seudocientíficas exasperan a Alejandra Fedorovna. Para ella, ante ese punto de la evidencia, dudar del prodigio sería un pecado contra Dios. Si su hijo se ha salvado eso se debe a Rasputín y sólo a él. A pesar de la maledicencia de algunos, ese hombre es un ser excepcional. Un enviado del Altísimo en este mundo. Un segundo mesías. Mientras él permanezca entre bastidores en el palacio, el zarevich, sus padres, Rusia entera estarán preservados de la desgracia. Anna Vyrubova comparte la alegría de Su Majestad y su ceguera. Se excitan mutuamente en una devoción ansiosa.

El 21 de octubre de 1912, Nicolás II envía una carta tranquilizadora a su madre; retoma sus cacerías del ciervo, sus paseos en el bosque y sus consultas políticas; el 2 de noviembre, es publicado en la prensa el último boletín de salud para anunciar la curación del heredero del trono y, el 5, toda la familia regresa a Tsarskoie Selo. En esta ocasión, las admiradoras del staretz celebran en los salones la victoria del santo injustamente denigrado por los descreídos y los envidiosos. Lo primero que hace la Emperatriz es pedir al "salvador" de Alexis, como una gracia, que vuelva lo antes posible de Pokrovskoi. Pero él retrasa su partida algunas semanas, sin duda para hacerse desear. Tiene tantos enemigos que debe enfervorizar al máximo a sus seguidoras para resistir a la camarilla que lo amenaza. Al fin se decide y llega a San Petersburgo en diciembre.

La Emperatriz, con el corazón palpitante de gratitud, lo recibe en casa de Anna Vyrubova. Él está acompañado de su mujer y sus hijas. Toda la familia está endomingada. Se sirve el té. La Zarina toma la mano de Prascovia y le dice amablemente: "¿Nos perdona por robarle a su marido tan a menudo? ¡No lo haríamos si no fuera tan vital para nosotros y para la corona!". Al hablar, su voz se ahoga de emoción y sü rostro se cubre de manchas rojas. Prascovia responde: "¡Es una bendición para nosotros que Dios haya permitido a Gregorio Efimovich ayudar a su niño!" Alejandra Fedorovna ha llegado flanqueada por las cuatro grandes duquesas. Éstas simpatizan con las hijas de Rasputín, María y Varvara. Él, sentado en el centro de ese círculo íntimo y enteramente femenino, disfruta de una situación extraña: la familia de un campesino siberiano y la de Sus Majestades unidas en una misma amistad, alrededor de un samovar. Las barreras han caído. La Rusia de las profundidades y la de los palacios se comprenden y se aman. Los habladores de la Duma y de las casas aristocráticas no podrán nada contra esa alianza del cetro y el arado. Mientras el Zar y el pueblo estén de acuerdo, el Imperio proseguirá su ruta espléndidamente. Como muestra de su reconocimiento, la Emperatriz hace inscribir a María, la hija mayor de Rasputín, en el liceo Steblin-Kamenska de San Petersburgo.

En primavera, Sus Majestades hacen un crucero por los fiordos en el yate del Zar, el Standart; luego, en agosto, un tiempo de descanso en Peterhoff; en fin, la familia imperial se instala en Livadia. El zarevich, debilitado por el acceso de hemofilia del año anterior, camina con un aparato ortopédico: todavía no puede apoyarse sobre su pierna enferma. Lo curan con baños de barro. Apenas retoma sus desplazamientos libres y sus juegos, se cae. Una hemorragia subcutánea se declara alrededor de la rodilla. Los dolores aumentan. Felizmente, Rasputín se encuentra de vacaciones en el balneario vecino de Yalta. Acude, reza intensamente ante la Zarina maravillada, ordena abandonar todos los remedios y dejar al niño en cama durante varios días. Poco a poco, el sufrimiento se calma, el hematoma desaparece. Los médicos sostienen que el derrame se habría reabsorbido por sí mismo bajo el efecto de un reposo prolongado. Pero Alejandra Fedorovna proclama que, una vez más, la gloria de esa curación pertenece a Rasputín, el hombre providencial que Dios ha elegido para proteger a la familia imperial y, a través de ella, a Rusia.

Por un extraño movimiento de péndulo, cuanto más la Zarina se apega a él y declara estarle muy agradecida, más audaces se vuelven los enemigos del staretz. Algunos hasta piensan en hacerlo asesinar. Entre los más encarnizados deseosos de librarse de él están el general ultramonárquico Bogdanovich y su mujer, que sugieren a Bieletski, director del departamento de Policía, que se deshaga del "monstruo" durante su trayecto en buque de Sebastopol a Yalta. Advertido del proyecto, el ministro del Interior Nicolás Maklakov considera que es demasiado arriesgado. Eliodoro, por su parte, alborota en su celda del monasterio de Floritcheva para obtener que las autoridades pongan fin a la diabólica elevación del "despreciable Gregorio". Sus invectivas son tan violentas y evidencia tal imprudencia al predicar la revuelta a sus ex feligreses de Tsaritsyn, que el Santo Sínodo, exasperado, le retira el sacerdocio. Eliodoro replica firmando con su sangre una carta en la que abjura de la fe ortodoxa y se separa de la Iglesia. Secularizado e iluminado, vuelve a su pueblo natal, retoma su nombre laico de Sergio Trufanov y crea una comunidad religiosa sui géneris. Al margen de la jerarquía eclesiástica, la "Nueva Galilea" es una asociación de mujeres y jovencitas enteramente consagradas al odio hacia Rasputín. Su objetivo principal es capturar al falso staretz y castrarlo para impedirle arrastrar hacia el pecado a criaturas inocentes. En octubre de 1913, Eliodoro se preocupa hasta de hacer confeccionar vestidos elegantes, "como los que se ven en los salones", para permitir que algunas de esas furias se introduzcan en el entorno de Rasputín y le ajusten las cuentas. Pero como la víctima de esa maquinación había sido prevenida a tiempo, Trufanov decide diferir la ejecución del proyecto. Mientras tanto, mantiene el ánimo de las conjuradas con discursos cada vez más enérgicos. Entre ellas, la más resuelta es cierta Khionia Guseva, una "hija espiritual" de Trufanov. En otro tiempo era, dice él, una virgen "inteligente, bonita, seria y casta". Pero, por desprecio hacia la belleza física, pidió a Dios que la "librara" de ésta lo más pronto posible; deseo que fue cumplido porque, después de sus primeros contactos con un hombre, contrajo sífilis y perdió la nariz. Desfigurada y rabiosa, está desde entonces totalmente consagrada al culto de Trufanov y a execrar al enemigo común, Rasputín. Con el hocico roído hasta el hueso y una llama en los ojos, repite a quien quiere oírla: "¡Sí, Grichka es un verdadero demonio! ¡Lo degollaré!". Y el ex Jerónimo la felicita por su valiente iniciativa. Sin embargo, la pone en guardia contra una excesiva precipitación. Le señala que es necesario esperar el momento favorable, seguir la pista del staretz con disimulo y actuar únicamente sobre seguro.

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