Y nunca llevaba al Niño, sino siempre la foto. Ésta, ¿sabe usted, señor director? La tenemos colgando en nuestro corredor junto a la bolsa de los cepillos. Y no la mantenía a la altura del pecho, sino más abajo.
Muy claramente percibía yo en ella la locomotora. Necesitaba sólo apuntar entre mi padre y Labuda. Cuatrocientos. Tiro directo.
Ya lo viste tú, Pilenz, doy siempre entre la torre y la bañera. Para ventilarlos. No, señor director, no me ha hablado. Pero, si he de decir la verdad, conmigo no tiene ninguna necesidad de hablar. ¿Pruebas? Le digo que tenía la foto.
O bien en matemáticas. Cuando usted explica y parte del hecho de que las paralelas se cortan en el infinito, resulta de ello, no puede usted negarlo, algo así como trascendencia. Y así fue también en el dispositivo de defensa junto a Kasatin.
El tercer día de Navidad, por más señas. Venía de la izquierda, en dirección al bosquecillo a velocidad de marcha treinta y cinco.
Sólo necesitaba apuntar, apuntar y apuntar. A la izquierda, Pilenz, nos estamos desviando del bote". Durante su conferencia, sólo castañeteada al principio pero esbozada luego con dientes controlados, Mahlke se las arreglaba para vigilar el curso de nuestra barca y para imponer mediante su dicción un ritmo que me tenía la frente bañada en sudor, en tanto que sus poros se secaban y cesaban.
Ni durante el tiempo de un solo golpe de remos estuve seguro de si arriba de las superestructuras del puente que se iba agrandando veía él o no algo más que las gaviotas habituales. Antes de que atracáramos, había recuperado su tranquilidad, jugaba distraídamente con el abrelatas sin papel y no se quejaba de dolor de vientre.
Subió al bote antes que yo, y cuando hube amarrado la barca, empezó a manipular alrededor de su cuello: la gran golosina del bolsillo trasero volvió arriba a su sitio. Frotación de manos, irrupción solar, estirar de miembros.
Mahlke iba de un lado a otro de la cubierta como en una toma de posesión, canturreaba para sí un fragmento de letanía, saludaba con la mano a las gaviotas de arriba y hacía el papel del tío jovial que después de una ausencia prolongada y aventurera viene a vernos, trayéndonos a sí mismo de regalo y dispuesto a celebrar el acontecimiento:
– ¡Hola, niños, los años no pasan por vosotros!
Me costaba trabajo seguirle la corriente:
– ¡Anda, acaba de una vez! El viejo Kreft sólo me ha alquilado la barca por hora y media.
Mahlke encontró en seguida el tono objetivo:
– Está bien, está bien. No hay que retener a los viajeros. Por lo demás, ¿ves aquel buque? Sí, el que está al lado del buque tanque, ese tan bajo. Me juego cualquier cosa a que es sueco. Pues ése es el que vamos a abordar esta noche en cuanto oscurezca, para que lo sepas. Procura estar aquí hacia las nueve. Bien puedo pedirte eso, ¿verdad?
Por supuesto, la visibilidad era mala y no había manera de distinguir la nacionalidad del carguero. Mahlke empezó a desvestirse con parsimonia y hablando al mismo tiempo por los codos. Cosas sin importancia: un poco de Tula Pokriefke: "¡Vaya pieza! ¡Palabra!". Chismes a propósito del reverendo Gusewski: "Dicen que trafica en el mercado negro, y con los paños del altar, o, por lo menos con los correspondientes cupones. Le han enviado un inspector de la Oficina de Economía".
A continuación algún chiste acerca de su tía: "Pero hay que decir en su favor, por lo menos, que siempre se llevó bien con mi padre, ya de niños, cuando los dos vivían en el campo". Y acto seguido el viejo cuento de la locomotora: "Y a propósito, podrías darte otra vuelta por la Osterzeile y traerte la foto, con el marco o sin él. Pero mejor déjala. Es mucho lastre".
Estaba allí con el calzón rojo de gimnasta que constituía un pedazo de tradición de nuestro Instituto. El uniforme lo había plegado cuidadosamente, formando con él el lío reglamentario y estibándolo detrás de la bitácora, su sitio habitual. Las botas en orden una al lado de otra, como a la hora de acostar se. Le pregunté:
– ¿Lo tienes todo, las latas? No te olvides del abridor.
Se hizo pasar la cruz del lado derecho al izquierdo y siguió disparatando desenfrenadamente toda clase de sandeces escolares, sin olvidar el antiguo jueguecito:
– ¿Cuál es el tonelaje del acorazado argentino Moreno? ¿Su velocidad en nudos? ¿Grueso del blindaje? ¿Año de construcción? ¿Cuándo fue transformado? ¿Cuántas piezas de quince coma dos tiene el Vittorio Veneto?
Contestábale yo de mala gana, y, sin embargo, contento al ver que no se me habían olvidado todavía las respuestas.
– ¿Vas a llevarte las dos latas a la vez?
– Veremos.
– No te dejes el abrelatas, ahí está.
– Eso se llama amor de madre.
– Está bien, pero si yo fuera tú me iría bajando de una vez a la bodega.
– De acuerdo. Aunque todo estará seguramente bien enmohecido abajo,
– Ni que te fueras a pasar el invierno.
– Lo principal es que el infiernillo funcione; alcohol no ha de faltar.
– Y si yo fuera tú, no tiraría esa cosa. Tal vez puedas venderla allá como recuerdo. Nunca se sabe.
Mahlke se lanzó el objeto de una mano a la otra. Y al alejarse sobre el puente, buscando la escotilla pasito a paso, iba balanceándose juguetonamente con las dos manos, pese a que la red con las dos latas le estrangulaba el brazo derecho.
Sus rodillas levantaban pequeñas olas. Una nueva irrupción del sol hacía que sus tendones y la columna vertebral proyectaran una sombra hacia la izquierda.
– Serán ya como las diez y media pasadas.
– Ni está esto tan frío como suponía.
– Suele ser siempre así después de la lluvia.
– El agua debe estar a diecisiete y el aire a diecinueve.
Más adelante de la boya de entrada había una draga en el canal. Se la veía trabajando, aunque el ruido sólo fuera ilusorio, ya que el viento iba en sentido contrario. También era ilusorio el ratón de Mahlke, porque cuando encontró con los pies el borde de la escotilla, sólo seguía mostrándome la espalda. Vuelve siempre a aguijonearme el oído la misma machacona pregunta: "¿Dijo algo más antes de bajar?"
De lo único que estoy seguro a medias es de aquella mirada de soslayo hacia el puente, por encima del hombro izquierdo. Se agachó un momento para mojarse, tiñendo de rojo oscuro el rojo-bandera del calzón de gimnasta, y con la derecha agarró fuertemente la red con las dos latas… pero, ¿y la golosina? No le colgaba del cuello, de eso estoy seguro. ¿La arrojaría sin que yo me diera cuenta? ¿Qué pez me la devolverá? ¿Dijo algo más por encima del hombro? ¿Hacia las gaviotas? ¿O hacia la playa y los barcos de la rada? ¿Maldijo a los roedores? No creo haber oído que dijeras: "¡Bueno, pues, hasta la noche!"