Y el celo con que Joaquín Mahlke, después de haberlos desmontado dos veranos antes con no poco esfuerzo, devolvía ahora al dragaminas polaco uno a uno todos sus objetos -el buen viejo Pilsudski, las plaquitas con instrucciones para manejar esto o lo otro, etc.- nos hizo pasar, pese a los molestos e infantiles muchachos de tercero, otro verano entretenido e incluso excitante en aquel bote para el cual la guerra sólo había durado cuatro semanas. Vaya como ejemplo: Mahlke nos ofreció música. Aquel gramófono que en verano del cuarenta, después de haber nadado con nosotros unas cinco o seis veces hasta el bote, había subido laboriosamente y pieza por pieza desde la proa o desde la cámara de oficiales, reparándolo luego en su bohardilla y proveyéndolo de un nuevo fieltro para el plato giratorio, fue uno de los últimos objetos en volver bajo cubierta, juntamente con una docena de discos.
Y en los días que duró el traslado, Mahlke no pudo resistir la tentación de llevar colgando de la acreditada cordonera alrededor del cuello la manivela del aparato. Por lo demás, parece que el gramófono y los discos soportaron bien el viaje a través de la proa y del mamparo hasta el centro del barco y luego hasta la cabina de radio, porque la misma tarde en que había terminado el transporte por etapas, Mahlke nos sorprendió con una música de resonancia cavernosa, que parecía venir tan pronto de aquí como de allá, pero siempre del interior del bote.
Era como para aflojar los remaches y el revestimiento. Aunque en el puente aún daba el sol, a punto de meterse, Ia cosa nos puso la carne de gallina. Nos soltamos a gritar: "¡Para! ¡No! ¡Sigue! ¡Pon otro!" y alcanzamos a escuchar una célebre Ave María, más larga y pegajosa que el chicle, que alisó el mar picado.
Era obvio que no podía prescindir de la Virgen. Y luego, arias, oberturas -¿dije ya que a Mahlke le gustaba la música seria?-; en todo caso, de dentro para fuera, nos fue brindando algo excitante de la Tosca, algo fabuloso de Humperdinck, y un fragmento de sinfonía con aquel dadada daaa que ya conocíamos de los conciertos populares.
Schilling y Kupka gritaban que pusiera algo más animado, pero de eso sí no tenía. Y sólo cuando puso allá abajo a Zarah consiguió el mayor efecto. En efecto, su voz subacuática nos tumbó de bruces sobre la herrumbre y los excrementos abollados de las gaviotas. Ya no recuerdo lo que cantó. Era siempre el mismo estilo.
Pero cantó también algo de una ópera que ya conocíamos de la película Patria querida. Cantaba: "Ay la he perdido"; bramaba: "El viento me ha cantado una canción"; profetizaba: "Sé que un día se hará el milagro". Sabía resonar como un órgano y conjurar elementos, pero cultivaba también toda clase imaginable de musas tiernas. Y Winter tragaba saliva y podía apenas contener el llanto, aunque también a los otros nos escocían los párpados.
Y, además, las gaviotas. Locas de por sí, se comportaban -ahora que Zarah daba vueltas allá abajo en el disco- como totalmente endemoniadas.
Lanzaban sus chillidos penetrantes, emanados probablemente de las almas de tenores muertos, sobre el bajo retumbante, profundo como un calabozo, imitable pero hasta el presente inimitado, de una estrella de cine dotada de una voz que movía a lágrimas y que en aquellos años de guerra gozaba, en la retaguardia y en el frente, de enorme popularidad.
Mahlke nos ofreció este concierto varias veces, hasta que los discos acabaron gastándose y no salían de la caja más que unas gárgaras y un rascar atormentados. Hasta el presente, nunca me ha proporcionado la música un placer mayor que aquél, y eso que apenas me pierdo un solo concierto en la Sala Robert Schumann y que así que dispongo de fondos me compro toda clase de discos long-play, desde Monteverdi hasta Bártok. Silenciosos e insaciables, estábamos todos en montón arriba del gramófono, al que llamábamos el "ventrílocuo".
Ya no se nos ocurrían más alabanzas. Sin duda, admirábamos a Mahlke; pero luego, de repente, en medio de todo aquel fragor, nuestra admiración se trocaba en su contrario, y lo encontrábamos repulsivo al grado de no atrevernos a mirarlo. Entonces, mientras un barco cargado hasta los topes iba entrando pesadamente en el puerto, lo compadecíamos moderadamente. Pero por otra parte también le temíamos, porque era un déspota. Y yo me avergonzaba de que me vieran en la calle con él. Y me sentía orgulloso cuando la hermana de Hotten Sonntag o la pequeña Pokriefke me encontraban a tu lado frente al cine o en el Heeresanger.
Porque tú eras nuestro tema constante: "¿Qué estará haciendo ahora? Me juego lo que quieras a que ya vuelve a tener dolores de garganta, Te apuesto cualquier cosa a que acabará algún día por ahorcarse, o por ser algo muy grande, o por inventar algo fantástico".. Y Schilling le decía a Hotten Sonntag: "Tú dime honradamente, si tu hermana fuera con Mahlke, al cine y lo demás, honradamente, ¿qué harías?"
VII
La aparición en el aula de nuestro Instituto del teniente de navío y comandante de submarino profusamente condecorado puso fin a los conciertos en interior del antiguo dragaminas polaco Rybitwa.
Claro que, aunque no hubiera venido, el gramófono y los discos no hubieran dado más que para otros tres o cuatro días; pero es el caso que vino, paró la música subacuática sin necesidad de trasladarse a nuestro bote y dio a las conversaciones sobre Mahlke un nuevo sesgo, aunque no fundamentalmente nuevo. El teniente de navío pasaría su bachillerato en el año treinta y cuatro. Decíase de él que antes de alistarse voluntariamente en la Marina había estudiado algo de teología y de filología germánica. No puedo menos que decir que su mirada era fogosa. El pelo espeso, rígidamente crespo acaso, daba a su cabeza un aire de antiguo romano. No llevaba la barba típica de los comandantes de submarino, pero las cejas le sobresalían a manera de tejado.
Su frente, mitad de pensador y mitad de soñador, carecía de arrugas transversales, pero ostentaba, en cambio, dos rectas verticales que le arrancaban de la base de la nariz, en constante búsqueda de Dios. Reflejos luminosos en el punto extremo de una bóveda audaz. Fina y aguda la nariz. La boca, que abrió para nosotros, tenía esa curva delicada típica del orador.
El aula, llena a rebosar, y un sol matinal espléndido. Estábamos sentados en los huecos de las ventanas. ¿De quién había sido la idea de invitar a la conferencia del orador de boca delicadamente curvada a las dos clases superiores de la Escuela Gudrún?
Las muchachas estaban sentadas en las primeras hileras de bancos. Hubieran debido llevar sostenes, pero no los llevaban. Primero, cuando el bedel anunció la conferencia, Mahlke no quería ir. Sintiendo que lograría imponerme, lo tomé del brazo. Sentado junto a mí en el nicho de la ventana -detrás de nosotros y de los cristales teníamos los castaños inmóviles del patio de recreo-, Mahlke empezó a temblar aun antes de que el teniente comandante abriera la boca.
Se metió las manos bajo las corvas, pero el temblor seguía. El cuerpo de profesores, comprendidas dos profesoras de la Escuela Gudrún, llenaba un semicírculo de sillas de roble, de alto respaldo y cojines de piel, que el bedel había dispuesto esmeradamente.
El profesor Moeller dio unas palmadas y consiguió que poco a poco se fuera haciendo silencio para escuchar al director Klohse. Detrás de las trenzas dobles y las colas de caballo estaban sentados los alumnos de segundo año con sus cortaplumas: algunas muchachas se llevaron las trenzas hacia adelante.