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En una palabra, te dejaste convertir en payaso; porque así es como yo te vi, te veo todavía y te seguiré viendo venir por mucho tiempo en el crepúsculo invernal, Bärenweg abajo, a través de los vespertinos copos oblicuos de nieve, o en plena oscuridad, caminando siempre y prestándote a una cuenta fácil de arriba abajo y viceversa, con uno dos tres cuatro cinco y seis botones de abrigo emitiendo aquella mortecina luz verde mohosa: un pobre fantasmón menesteroso, capaz a lo sumo de asustar a los niños y a las sexagenarias y de disimular una congoja que nadie hubiera podido advertir en la oscuridad de la noche.

Pero tú pensabas, sin duda: no hay oscuridad que pueda tragarse esta fruta monstruosa; todos la ven, la adivinan, la sienten, la quisieran agarrar, porque ahí está, bien a la mano. ¡Ojalá terminara pronto ya el invierno, y yo pudiera volver a bucear y a estarme bajo el agua!

VI

Pero cuando vino el verano, con fresas, comunicados oficiales y temperatura propicia al baño, Mahlke no quiso nadar.

A mediados de junio nadamos por primera vez hasta el bote. Ninguno de nosotros tenía muchas ganas. Nos molestaban los muchachos de tercero y cuarto año, que iban nadando delante de nosotros o con nosotros al bote, se apretujaban allí en manadas sobre el puente, buceaban y subían a la superficie la última bisagra que se dejara destornillar. Mahlke, que un día había debido suplicar: -"Dejadme ir con vosotros, os aseguro que sí puedo" se veía ahora hostigado por Schilling, por Winter y por mí: "¡Vente, hombre! Sin ti no tiene gracia. Allá también podemos tomar el sol. Y a lo mejor encuentres algo bueno". De mala gana y después de haberse negado varias veces, Mahlke se metió finalmente en el caldo tibio entre la playa y el primer banco de arena.

Nadaba sin el destornillador y se mantuvo todo el tiempo junto a nosotros, dos brazas atrás de Hotten Sonntag; por primera vez lo vi calmado, sin chapotear ni esforzarse. En el puente se sentó a la sombra, detrás de la bitácora, y no hubo manera de decidirlo a bucear. Ni siquiera volvía la cabeza cuando los de tercero o cuarto desaparecían por la proa y volvían a subir con alguna chuchería. ¡Con lo que él hubiera podido enseñarles!

Varios se le acercaron a pedirle consejo, pero él apenas les contestó. Se pasó todo el rato mirando con los ojos fruncidos en dirección de la boya de entrada del puerto, pero sin dejarse distraer ni por los cargueros que entraban, las balandras que salían o los torpederos que navegaban en formación. A lo sumo lograban vencer su indiferencia los submarinos.

A veces el periscopio de uno de ellos, sumergido, trazaba claramente a lo lejos la característica raya de espuma. En los astilleros de Schichau, los submarinos de setecientas cincuenta toneladas se construían en serie, y luego efectuaban salidas de prueba en la bahía o detrás de Hela, se sumergían en alta mar, regresaban al puerto y atenuaban nuestro aburrimiento.

Era bonito de ver cuando subían a la superficie sacando primero el periscopio. Apenas emergida la torre, escupía en seguida dos figuras. En torrentes blanco-mates escurríase el agua del cañón de la proa y luego de la popa. Agitación en todas las escotillas: nosotros gritábamos y hacíamos señas con la mano.

No estoy seguro de que los del submarino nos contestaran o no, pero veo todavía en todos sus detalles el movimiento de las manos agitándose e incluso me parece sentirlo todavía por la espalda.

Que lo hicieran o no, lo cierto es que cuando un submarino emerge uno lo siente en el corazón, y de ahí se queda. Sólo Mahlke permanecía impávido.

…y una vez -estábamos a fines de junio, antes todavía de empezar las vacaciones de verano y de que el teniente de navío diera su conferencia en nuestra escuela-, Mahlke abandonó su sombra, porque uno de los muchachos de tercero no subía de la proa del dragaminas.

Bajó por la escotilla y subió al muchacho. Se había atascado en el centro del barco, antes de llegar al cuarto de máquinas. Mahlke lo encontró debajo de la cubierta, entre tubos y rollos de cable. Durante dos horas, Schilling y Hotten Sonntag trabajaron alternativamente siguiendo las instrucciones de Mahlke. Poco a poco el muchacho fue recobrando su color, pero al nadar de regreso hacia la playa tuvimos que remolcarlo.

Al día siguiente Mahlke volvió a bucear con el mismo entusiasmo de antes, pero sin el destornillador. Ya a la ida nadó con la velocidad de siempre, se nos adelantó, y, cuando nos encaramamos al puente, él había estado ya una vez abajo.

El invierno, con el hielo y los violentos temporales de febrero, se había llevado del casco el último resto de la borda, las dos plataformas giratorias y el techo de la bitácora. Sólo los excrementos encostrados de las gaviotas habían resistido a la inclemencia y seguían acumulándose. Mahlke no sacó nada y ni nos contestaba cuando lo acosábamos con preguntas. Pero al caer la tarde, cuando había bajado ya diez o doce veces y nosotros nos desentumecíamos los miembros para el regreso, bajó otra vez y no volvió, sumiéndonos a todos en la mayor inquietud y confusión.

Si digo ahora que fueron cinco minutos de espera, parecerá nada; pero después de cinco minutos largos como otros tantos años, que llenamos tragando saliva hasta que ya no podíamos mover la lengua, de tan espesa y reseca, en la cavidad reseca de la boca, fuimos bajando uno tras otro al bote. En la proa, nada: arenques. Detrás de Hotten Sonntag me aventuré por primera vez a través del mamparo, eché una ojeada superficial a la antigua cámara de oficiales, y tuve que subir disparado por la escotilla, a punto ya de reventar; volví a bajar, me deslicé dos veces más por el mamparo, y no renuncié al buceo hasta pasada una buena media hora.

Éramos seis o siete los que estábamos tendidos de bruces, jadeantes, sobre el puente. Las gaviotas iban achicando sus círculos: probablemente habrían notado algo. Por fortuna no había en el bote ninguno de los muchachos de tercero. Todos los que estábamos callábamos o hablábamos a la vez.

Las gaviotas se alejaban y volvían de nuevo. Cavilábamos toda clase de explicaciones para el bañero, para la madre de Mahlke, para su tía y para Klohse, porque había que prepararse para un interrogatorio en la escuela.

A mí, que venía a ser vecino de Mahlke, me endosaron la visita a la Osterzeile. Schilling era el que había de llevar la palabra ante el bañero y en la escuela.

– Si no lo encuentran, vendremos nadando con una corona y celebraremos aquí una ceremonia.

– Vamos a hacer una colecta. Que cada uno ponga por lo menos cincuenta pfennigs.

– Lo echaremos desde aquí por la borda o lo bajaremos a la proa.

– Y también cantaremos algo -añadió Kupka.

Pero la risa hueca y tintineante que siguió a su propuesta no venía de ninguno de nosotros: alguien reía en el interior del puente. Y mientras buscábamos todavía con la mirada y esperábamos que aquello se repitiera, la risa volvió a resonar en la proa, pero ya no sonaba hueca. Con la raya central chorreando, Mahlke se deslizó fuera de la escotilla. Respiraba apenas con esfuerzo, se frotó la reciente solanera del pescuezo y los hombros y dijo con voz balante, más bien bonachona que irónica:

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