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Pero no era el mismo que Mahlke había subido del bote cuando encontró las ancas de rana en la despensa del barco. Mientras ella buscaba y ponderaba lo que mejor podría llevarme -los Mahlke tenían siempre los armarios repletos, ya que, con sus parientes en el campo, sólo necesitaban abrir la boca- sentía yo que me flaqueaban las piernas en el corredor y contemplaba aquella foto apaisada que mostraba al padre de Mahlke y al fogonero Labuda.

La caldera no estaba encendida. Al volver la tía con una red para provisiones y papel de periódico para las latas, dijo:

– Y si queréis comer de la carne de cerdo, conviene que la calentéis primero un poquitín, porque si no es demasiado fuerte y os va a dar dolor de barriga.

Suponiendo que al despedirme hubiera preguntado si había ido alguien por allí preguntando por Joaquín, la respuesta habría sido negativa. Pero no pregunté nada, y ya en la puerta dije simplemente:

– Joaquín les envía muchos saludos -pese a que Mahlke no me hubiera encargado saludo alguno, ni siquiera para su madre.

Tampoco él mostró la menor curiosidad cuando de regreso volví a toparme con su uniforme, bajo la misma lluvia. Colgué la red de una de las estacas de la valla y me froté los dedos estrangulados. El seguía devorando las grosellas verdes, obligándome, lo mismo que su tía, a preocuparme por su bienestar físico:

– ¡Te vas a estropear el estómago con eso!

Pero Mahlke, después que hube dicho: "Vámonos", arrebató todavía tres puñados a las matas goteantes, se las metió en los bolsillos y, mientras dábamos un gran rodeo en torno a Neuschottland y las calles entre el Wolfsweg y el Bärenweg, siguió escupiendo los pellejos duros. Y seguía tragando grosellas cuando estábamos ya en la plataforma trasera del remolque y dejábamos atrás en la lluvia, a mano izquierda, el Puerto Aéreo. Me irritaba con sus grosellas.

Por otra parte, la lluvia amainaba. El gris del cielo se hizo lechoso, y me daban ganas de bajar y de dejarlo plantado con ellas. Pero me limité a decir:

– En tu casa habían ido ya dos veces a preguntar por ti. Unos de paisano.

– ¿Ah, sí? -Siguió escupiendo pellejos sobre los listones del piso de la plataforma.- Y mi madre, ¿sospecha algo?

– Tu madre no estaba, sólo vi a tu tía.

– Habría ido de compras.

– Lo dudo.

– Entonces estaría en casa de los Schielkes para ayudarlos a planchar.

– Por desgracia, tampoco estaba allí.

– ¿Quieres unas grosellas?

– La fueron a buscar y se la llevaron a Hochstriess.

No quería decírtelo. Sólo poco antes de llegar a Brösen se le acabaron las grosellas, pero él seguía buscando en los bolsillos empapados cuando caminábamos ya por la playa, donde la lluvia había marcado su impronta. Y cuando el Gran Mahlke oyó el chapaleo del agua en la playa y sus ojos vieron el Báltico con el bote a manera de telón lejano y las sombras de algunos barcos en la rada, dijo: "No puedo nadar" al tiempo que yo me quitaba los zapatos y el pantalón. El horizonte trazaba una línea recta en sus pupilas.

– No me vengas ahora con bromas de mal gusto.

– No, en serio, tengo dolor de vientre. ¡Condenadas grosellas!

Me puse a echar pestes y a buscar y a maldecir, y acabé hallando en el bolsillo de mi chaqueta un marco y algunas monedas. Con ello corrí a Brösen y alquilé una barca al viejo Kreft por un par de horas. No fue ni mucho menos tan fácil como aquí se dice por más que Kreft sólo hizo unas cuantas preguntas y me ayudó él mismo a empujar la barca. Cuando llegué a la playa, Mahlke se estaba revolcando en la arena, con todo y su uniforme de cazador de tanques. Tuve que darle de puntapiés para que se levantara. Temblaba, sudaba y se apretaba los dos puños en el hueco del vientre; con todo, todavía me cuesta trabajo creer que su dolor de vientre fuera cierto, no obstante las grosellas verdes en su estómago en ayunas.

– ¿Por qué no vas detrás de las dunas? ¿Qué esperas? ¡Anda!

Se fue encorvado, arrastrando los pies, y desapareció detrás del matorral. Tal vez hubiera podido ver su gorra, pero no aparté la vista del rompeolas, aunque el mar estaba desierto. Volvió encorvado todavía, pero me ayudó a poner la barca a flote. Lo hice sentarse a la popa, le puse la red con las latas de conservas sobre las rodillas, y el abrelatas, envuelto en el papel de periódico, en las manos. Cuando el agua se fue oscureciendo pasado el primer banco de arena y luego el segundo, le dije:

– Ahora puedes remar un poco tú también.

El Gran Mahlke ni siquiera sacudió la cabeza; seguía encorvado en su asiento, agarrándose con fuerza al abrelatas envuelto y mirando a través de mí, pues estábamos sentados el uno frente al otro. Aunque desde entonces no he vuelto jamás a poner los pies en un bote de remos, aún seguimos así sentados uno frente a otro: y sus dedos se agitan nerviosos.

El cuello sin nada alrededor, pero la gorra bien derecha. De los pliegues de su uniforme se escurre algo de arena. No llueve, pero le perlea la frente.

Todos y cada uno de sus músculos, rígidos. Los ojos como para vaciárselos con una cuchara. ¿Con quién ha cambiado la nariz? Le tiemblan las rodillas.

No hay gato alguno en el mar, y sin embargo el ratón está asustado. Y eso que no hacía frío. Solamente cuando las nubes se partían y el sol se filtraba por los huecos la superficie apenas ondulante se llenaba aquí y allá de escalofríos que asaltaban también nuestra barca. "Rema tú un poco, para que entres en calor." La respuesta de la popa era un castañetear de dientes, y palabras entrecortadas que llegaban al mundo entre gemidos periódicos:…"de qué le sirve a uno.

Si alguien me hubiera prevenido. Por semejantes tonterías. Y sin embargo mi conferencia hubiera estado realmente bien. Hubiera empezado con la descripción del sistema de puntería, luego las granadas perforantes, los motores Maybach y demás.

De artillero, tenía que salir cada dos por tres, inclusive bajo el fuego, para apretar los pernos. Pero no hubiera hablado sólo de mí. También de mi padre y de Labuda. Brevemente del accidente ferroviario de Dirschau.

Y cómo por la abnegación de mi padre. Y que en mi puesto de artillero pensaba siempre en mi padre.

Murió sin los auxilios cuando. Gracias también por los cirios. Oh, siempre pura. La que en tu resplandor inmaculado. Llena de gracia. Sí, señor. Porque lo demostró desde mi primera entrada en campaña al norte de Kursk. Y en medio de la confusión, cuando el contraataque junto a Orel.

Y como en agosto la Virgen en el Vorskla. Todos se burlaban de mí y hasta llegaron a convencer al capellán de la División. Pero luego logramos estabilizar el frente.

Lástima que me trasladaran al sector central. De no haber sido así, lo de Jarkov no habría sido tan rápido. Y no tardó en aparecérseme de nuevo junto a Korosten, cuando el 59° Cuerpo.

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