Se zambulló de cabeza cargado con dos latas de conservas: la espalda y el trasero siguieron al cogote. Un pie blanco dio una patada en el vacío. El agua arriba de la escotilla reanudó el juego habitual de su breve ondular.
En esto quité el pie del abrelatas. El abrelatas y yo nos quedamos atrás. ¡Si hubiera saltado a la barca y lo hubiera dejado, diciéndome: "Bah, ya se las compondrá sin él!" Pero me quedé, conté los segundos, dejé que la draga adelante de la boya de entrada llevara la cuenta con su noria, y también con mi angustia: treinta y dos, treinta y tres segundos herrumbrosos. Treinta y seis, treinta y siete segundos subiendo barro.
Cuarenta y uno, cuarenta y dos segundos mal aceitados; durante cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho segundos hizo la draga lo que pudo, con sus cubos que subían, se volcaban y volvían a bajar al agua; iba ahondando el canal de la entrada del puerto de Neufahrwasser y me ayudaba a mí a medir el tiempo. Mahlke debía de haber llegado a su meta y haberse introducido con las latas de conservas, sin abrelatas y con o sin aquella golosina que combinaba el dulzor con la amargura, en la antigua cabina del dragaminas polaco Rybitwa. No habíamos convenido señal alguna, pero bien pudiste haber dado algunos golpes.
Una vez y luego otra vez dejé que la draga contara por mí treinta segundos. Según todas las previsiones humanas, o como se diga, él había de… Las gaviotas me irritaban. Cortaban figuras en el aire, entre el bote y el cielo. Pero cuando sin motivo legible alguno las gaviotas dieron vuelta de repente y se alejaron, entonces me irritaron las gaviotas ausentes. Y empecé a golpear la cubierta del puente, primero con mis tacones y luego con las botas de Mahlke: saltaba en plaquitas la herrumbre, y a cada golpe se desmoronaba y se agitaba algo de los calcáreos excrementos de gaviota. Pilenz, con el abrelatas en el puño martilleante, gritaba:
– ¡Vuelve! ¡Vuelve! Te has olvidado el abrelatas, el abrelatas… -Pausas entre golpes y llamadas precipitadas, y luego rítmicamente acompasadas.
Desgraciadamente no conocía el sistema Morse, y sólo se me ocurría martillear dos-tres, dos-tres. Me enronquecía gritando:
– ¡A-bre-la-tas! ¡A-bre -la-tas! Desde aquel viernes sé lo que es el silencio. El silencio se produce cuando las gaviotas dan la vuelta y se van. Nada es capaz de provocar mayor sensación de silencio que una draga trabajando, cuando el viento se lleva en sentido contrario su estrépito de hierro.
Pero el mayor silencio lo produce Joaquín Mahlke, al no contestar a mi ruido. Así, pues, remé de regreso. Pero antes de remar, lancé el abrelatas en dirección de la draga, a la que sin embargo no atiné.
Así, pues, arrojé el abrelatas, remé de regreso, devolví la barca al pescador Kreft, tuve que pagar treinta pfennigs extra y dije:
– Es posible que vuelva al anochecer y vuelva a necesitar la barca.
Así, pues, arrojé, remé, devolví, pagué extra, me propuse volver, me senté en el tranvía y me fui, como suele decirse, a casa. Así, pues, después de todo no fui directamente a casa, sino que toqué el timbre en la Osterzeile, no formulé pregunta alguna, pero dejé que me entregaran la locomotora con el marco, ya que les había dicho a él y al pescador Kreft: "Es posible que vuelva al anochecer…" Así, pues, cuando llegué a casa con la foto apaisada, mi madre acababa de preparar la comida.
Comía con nosotros uno de los directivos del sindicato de la fábrica de vagones de ferrocarril. No había pescado, y además había para mí, al lado de mi plato, una carta de la comandancia del distrito militar. Así, pues, leí, leí y releí mi orden de incorporación. Mi madre empezó a llorar, poniendo en situación embarazosa al señor del sindicato.
– Pero si sólo me voy el domingo por la noche -dije, y a continuación, sin preocuparme por aquel señor-:
– ¿Sabes dónde están los binoculares de papá?
Con los binoculares, pues, y con la foto apaisada, me fui el domingo por la mañana, y no aquella misma noche como se había convenido (la niebla habría dificultado la visibilidad, y además había empezado de nuevo a llover), a Brösen, y busqué el sitio más alto entre las dunas de la playa poblada de pinos: el lugar delante del Monumento del Soldado. Subí al peldaño más alto de la plataforma del monumento (detrás de mí se erguía el obelisco que soportaba la bola dorada oxidada por la lluvia) y me estuve con los binoculares ante los ojos más de media hora, si no fueron tres cuartos.
Sólo cuando todo empezó a hacérseme borroso me los quité de los ojos y volvía la mirada hacia las matas de escaramujo. Así, pues, nada se movía en el bote. Se veían claramente dos botas vacías. Y revoloteando sobre la herrumbre algunas gaviotas, que de vez en cuando se posaban y llenaban de polvo la cubierta y los zapatos, pero, ¿qué más daban ya las gaviotas?
En la rada se veían los mismos buques de la víspera, pero no había ningún sueco entre ellos, ni tampoco ningún neutral. La draga apenas había cambiado de lugar. El tiempo prometía mejorar. Regresé a casa, Mi madre me ayudó a hacer la maleta de cartón.
Así, pues, hice la maleta: la foto apaisada la había sacado del marco y, como tú no la reclamaste, la puse abajo de todo. Sobre tu padre, el señor Labuda y la locomotora de tu padre, que no estaba bajo presión, apilé mi ropa interior, las baratijas usuales y mi diario, que luego se me perdió en Cottbus junto con la foto y las cartas. ¿Quién me escribiría ahora un buen final?
Porque lo que empezó con el gato y el ratón me atormenta hoy en forma de garza crestada en charcos rodeados de juncos. Y si rehuyo la naturaleza, son las películas documentales las que me muestran esas hábiles aves acuáticas. O bien las actualidades cinematográficas me deparan intentos de sacar a flote cargueros hundidos en el Rin, o trabajos subacuáticos en el puerto de Hamburgo: hay que hacer saltar los fortines de hormigón al lado de los astilleros de Howaldt, hay que dragar las minas aéreas.
Bajan unos hombres con cascos relucientes ligeramente abollados y vuelven a subir: se tienden brazos hacia ellos, se desatornillan la escafandra y se quitan el casco.
Pero no es nunca el Gran Mahlke el que enciende un cigarrillo en la pantalla centelleante: siempre son otros los que fuman.
Si viene algún circo a la ciudad, tiene asegurada mi entrada. Los conozco prácticamente todos, he hablado con este y con el otro payaso, en privado y detrás de los carros vivienda; pero estos señores suelen estar de mal humor y pretenden no haber oído nada acerca de uno de sus colegas llamado Mahlke. ¿Necesito añadir que en octubre del cincuenta y nueve fui a Regensburgo, a la asamblea de aquellos supervivientes que como tú habían conseguido la Cruz de Caballero?
No me dejaron entrar. Dentro tocaba o descansaba alternativamente una banda del Ejército Federal.
Durante una de las pausas te hice llamar desde el tablado de la banda por el teniente que mandaba el personal de guardia: "¡Se llama a la entrada al suboficial Mahlke!"
Pero tú no quisiste salir a la superficie.