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Jack alarga la mano hacia el detonador y Ahmad, por segunda vez, se la agarra.

– Por favor, señor Levy -pide-. Me corresponde a mí. Si lo hiciera usted, el significado cambiaría, de una victoria pasaría a ser una derrota.

– Dios mío, tendrías que ser abogado. Vale, deja de estrujarme la mano. Era broma.

La niña de la furgoneta de delante ha visto el breve forcejeo, y a causa de su renovado interés ha despertado a su hermano. Los observan con sus cuatro ojos negros y brillantes. Con el rabillo del ojo, Ahmad ve cómo el señor Levy se frota el puño con la otra mano. Le dice a Ahmad, quizá para ablandarlo con un halago:

– Este verano te has puesto fuerte. Después de la primera entrevista me diste la mano tan floja que fue casi un insulto.

– Sí, ya no le temo a Tylenol.

– ¿Tylenol?

– Otro alumno del Central High. Un matón con pocas luces que se ha quedado con una chica que me gustaba. Y yo le gustaba a ella, aunque me tuviera por un bicho raro. De modo que no es usted el único que tiene dificultades con el amor. Uno de los graves errores del Occidente pagano, según dicen los teóricos del islam, es idolatrar una función animal.

– Háblame de las vírgenes. De las setenta y dos vírgenes que satisfarán tus necesidades en el otro barrio.

– El Sagrado Corán no especifica cuántas hūrīyyāt hay. Únicamente dice que son numerosas, de ojos negros y mirada recatada, y que no han sido tocadas por hombre alguno, ni por ningún yinn.

– ¡Yinn! ¡Aún estamos con ésas!

– Usted se mofa sin saber de qué habla. -Ahmad siente cómo el rubor del odio le recubre la cara, y le espeta al burlón-: El sheij Rachid me explicó que los yinn y las huríes son símbolos del amor de Dios hacia nosotros, que se encuentra en todas partes y se renueva eternamente, y que los mortales ordinarios no pueden comprender sin mediación.

– Vale, ya me está bien si tú lo ves así. No vamos a discutir. No se puede discutir con una explosión.

– Lo que usted llama explosión es para mí un pinchazo, una pequeña rasgadura que dejará entrar el poder de Dios en el mundo.

Pese a que parecía que nunca llegaría el momento, con una circulación tan parsimoniosa, el firme se nivela sutilmente y luego una leve inclinación hacia arriba le indica a Ahmad que ya han alcanzado el punto más bajo del túnel, y la curva descrita en las paredes que los preceden, visible a intervalos por entre la alta caravana de camiones, señala el punto débil donde deberá detonar los barriles de plástico, fanáticamente limpios y bien ceñidos, dispuestos en formación cuadrangular Su mano derecha se aparta del volante y se cierne sobre la caja metálica de color gris militar, con la pequeña depresión en la que encajará su pulgar. Cuando lo apriete, se reunirá con Dios. Dios estará menos terriblemente solo. «Te recibirá como a un hijo suyo.»

– Hazlo -Jack Levy lo apremia-. Voy a intentar relajarme. Joder, últimamente voy muy cansado.

– No sentirá el dolor.

– No, pero sí lo habrá para muchos otros -replica el viejo, hundiéndose de nuevo en el asiento. Pero no puede dejar de hablar-: No es como me lo había imaginado.

– ¿Imaginarse qué? -Ha resonado como un eco, tal es el estado purificado y vacío de Ahmad.

– La muerte. Siempre pensé que moriría en la cama. Quizá por eso no me gusta estar ahí. En la cama.

«Desea morir», piensa Ahmad. «Se burla de mí para que yo lo haga por él.» En la sura cincuenta y seis, el Profeta habla del momento en que «el alma llega a la garganta del moribundo». Ahora es ese momento. El viaje, el miraj. Buraq está listo, sus alas blancas y resplandecientes provocan un rumor al desplegarse. Pero en esa misma sura, «El acontecimiento», Dios pregunta: «Nosotros os hemos creado, ¿por qué no dais fe? ¿Habéis visto el semen que eyaculáis? ¿Lo creáis vosotros o somos Nosotros los creadores?». Dios no quiere destruir: fue Él quien hizo el mundo.

El dibujo de los azulejos de la pared, y de los del techo, ennegrecidos por los tubos de escape -una perspectiva de incontables cuadrados repetidos, como un enorme papel pautado enrollado hasta volverse tridimensional- estalla y se expande en la imaginación de Ahmad como el gigantesco fīat de la Creación, en una sucesión de ondas concéntricas, cada una desplazando a la anterior más y más lejos del punto inicial de la nada, después de que Dios sancionara la gran transición del no-ser al ser. Ésta fue la voluntad del Benefactor, del Misericordioso, ar-Rahmān y ar-Rahīm, del Viviente, del Paciente, del Generoso, del Perfecto, de la Luz, del Guía. Él no desea que profanemos Su creación imponiendo la muerte. Él desea la vida.

La mano derecha de Ahmad retorna al volante. Los dos niños del vehículo de delante, vestidos y cuidados con cariño por sus padres, bañados y confortados cada noche, lo observan con gesto serio, han percibido algo errático en su mirada, algo antinatural en la expresión de su rostro, mezclado con el reflejo de la luna del camión. Para tranquilizarlos, aparta la mano derecha del volante y los saluda, sus dedos se mueven como las patas del escarabajo volteado. Reconocida al fin su presencia, los niños sonríen, y Ahmad no puede evitar devolverles la sonrisa. Mira el reloj: las nueve y dieciocho. Ya ha pasado el momento en que los desperfectos habrían sido mayores; el recodo del túnel va quedando lentamente atrás, y se abre ahora al rectángulo creciente de la luz del día.

– ¿Y bien? -pregunta Levy, como si no hubiera oído la respuesta de Ahmad a su último comentario. Vuelve a enderezarse.

Los niños negros, presintiendo de un modo similar el rescate, hacen monerías estirándose la parte inferior de los ojos con los dedos y sacando la lengua. Ahmad intenta sonreír de nuevo y repite el saludo simpático, pero ahora más débilmente; se siente agotado. La brillante boca del túnel se abre para engullirlo a él, a su camión y a sus fantasmas; juntos, emergen a la luz gris pero estimulante de un nuevo lunes en Manhattan. Fuera lo que fuese lo que hacía que la circulación en el túnel avanzase con parsimonia, tan exasperantemente lenta, se ha dispersado al fin, se ha disuelto en un espacio abierto y pavimentado que discurre entre edificios de apartamentos de altura modesta y carteles e hileras de casas adosadas y, a una distancia de varias manzanas, rascacielos de cristal de aspecto frágil. Podría ser un lugar cualquiera de New Jersey; tan sólo lo desdice la silueta, justo enfrente, del Empire State Building, que vuelve a ser el edificio más alto de la ciudad de Nueva York. La furgoneta de color bronce se aleja hacia la derecha, al sur. Los niños están absortos con las vistas metropolitanas, sus cabezas giran de un lado a otro, y no se preocupan de despedirse de Ahmad. Después del sacrificio que ha realizado por ellos, su actitud le parece un desaire.

A su lado, el señor Levy dice:

– ¡Colega! -intenta imitar, estúpidamente, el habla de un estudiante de instituto-. Estoy empapado. Me habías convencido. -Intuye que no ha dado con el tono adecuado y añade, más suavemente-: Bien hecho, amigo. Bienvenido a la Gran Manzana.

Ahmad ha aminorado la marcha y después se ha detenido, casi en mitad del amplio espacio. Los coches y camiones de detrás, que se apresuraban por salir a la libertad, se ven obligados a maniobrar bruscamente; hacen sonar el claxon, las ventanillas laterales se bajan y escupen gestos insultantes. Ahmad divisa el Mercedes azul Prusia, que acelera, y se sonríe al pensar que, pese a todos sus airados intentos de adelantamiento, ese ladrón de inversiones, presuntuoso e indigno, que tenía por conductor seguía detrás de él.

Jack Levy se da cuenta de que ahora él está al mando.

– ¿Y bien? La pregunta es: ¿qué hacemos? Devolvamos este camión a Jersey. Se alegrarán de verlo. Y de verte a ti, me temo. Pero no has cometido ningún crimen, eso será lo primero que dejaré bien claro, salvo transportar una carga de material peligroso fuera del estado con una licencia de la clase C. Seguramente te la quitarán, pero no está tan mal. De todas formas, no estabas destinado a repartir muebles.

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