– Ese Charlie decía muchas cosas -replica el señor Levy. Su voz suena tirante, la voz hueca de un profesor.
– ¿No podría estar callado, ahora que se acerca el fin? Quizá desee rezar, a pesar de que haya perdido la fe.
Uno de los niños del asiento trasero del Volvo -de hecho es una niña a quien han peinado su tupido cabello en dos coletas redondas, como las orejas de aquel ratón de dibujos animados que en su día fue famoso- intenta atraer la atención de Ahmad con sonrisas. Ahmad no le hace caso.
– No -dice Levy, como si le doliera pronunciar incluso este monosílabo-. Habla tú, pregúntame algo.
– El sheij Rachid. ¿Sabe su informadora qué ha pasado con él, después de que se destapara todo?
– De momento se ha esfumado. Pero no llegará a Yemen, te lo puedo asegurar. A estos capullos no siempre les sale bien todo.
– Vino a verme anoche. Parecía envuelto en cierta tristeza. Aunque, la verdad, siempre estaba igual. Creo que su erudición es más fuerte que su fe.
– ¿Y no te dijo que todo se había destapado? A Charlie lo encontraron ayer por la mañana.
– No. Me aseguró que Charlie acudiría, como habíamos acordado. Me deseó suerte.
– Te dejó solo con toda la responsabilidad.
Ahmad percibe el desdén en su tono y afirma:
– Sí, todo depende de mí. -Y se jacta-: Esta mañana había dos coches extraños en el aparcamiento de Excellency. Vi a un hombre, cuya voz tenía el volumen de la autoridad, hablando por un teléfono móvil. Lo vi pero él a mí no.
A propuesta de la niña, ella y su hermanito aprietan sus caras contra la curvada ventana trasera, abriendo mucho los ojos y retorciendo sus bocas, para arrancarle una sonrisa a Ahmad, para llamar la atención.
El señor Levy se hunde en su asiento, fingiendo despreocupación o parapetándose en alguna imagen mental. Dice:
– Otra cagada de tu querido Tío Sam. Ese poli inútil debía de estar encargando más cafés, o contándole chistes verdes a algún colega de la central, quién sabe. Escúchame bien. Hay algo que tengo que decirte. Me follé a tu madre.
Las paredes de azulejos, percibe Ahmad, refulgen con un rojo rosáceo a causa de los reflejos de las múltiples luces de freno. Los coches avanzan de un tirón unos cuantos metros y luego vuelven a frenar.
– Nos estuvimos acostando todo el verano -prosigue Levy al ver que Ahmad no responde-. Era fantástica. No sabía que pudiera volver a enamorarme, que pudiera volver a segregar tantos jugos.
– Creo que a mi madre -replica Ahmad, tras pensar un rato- no le cuesta mucho llevarse a un hombre a la cama. Las auxiliares de enfermería se sienten muy cómodas con los cuerpos, y ella en concreto se ve como una persona moderna y liberada.
– Así que no te fustigues tanto, eso es lo que me estás diciendo, ¿no?, que para ella no tuvo la menor importancia. Pero para mí sí. Ella se convirtió en mi mundo. Perderla fue como si me hubieran operado de gravedad. Me dolió. Estoy bebiendo mucho. No lo puedes entender.
– Sin ánimo de ofender, señor, pero le entiendo bastante bien -dice Ahmad, con cierta altanería-. Pero no es que me entusiasme la imagen de mi madre fornicando con un judío.
Levy ríe, se le escapa una risotada burda.
– Eh, oye, aquí todos somos estadounidenses, ¿no? Ésa es la idea, ¿no te lo enseñaron en el Central High? Los irlandeses, los afroamericanos, los judíos… incluso los árabeamericanos.
– Nómbreme uno.
Levy se queda de piedra.
– Omar Sharif -apunta. Sabe que en una situación más relajada se le ocurrirían otros.
– No es estadounidense. Vuelva a intentarlo.
– Eh… ¿cómo se llamaba ése? Sí, Lew Alcindor.
– Kareem Abdul-Jabbar -lo corrige Ahmad.
– Gracias. No es de tu época, me parece.
– Pero sí un héroe. Venció muchos prejuicios.
– Creía que ése fue Jackie Robinson, pero no importa.
– ¿Estamos cerca del punto más bajo del túnel?
– ¿Cómo voy a saberlo? Al fin y al cabo, estamos cerca de todas partes. Una vez entras en el túnel se hace difícil orientarse. Antes solía haber polis patrullando a pie por dentro, pero no los he vuelto a ver. Era más bien una cuestión disciplinaria, pero supongo que hasta los polis se olvidaron de la disciplina cuando el resto de la gente también empezó a hacerlo.
El avance se ha detenido por unos minutos. Los coches de detrás y de delante empiezan a tocar el claxon; el ruido viaja a lo largo de los azulejos como aire que atravesara un gigantesco instrumento musical. Parece que al estar parados dispongan de interminable tiempo libre, de modo que Ahmad se vuelve y le pregunta a Jack Levy:
– ¿Alguna vez, en sus estudios, ha leído algo acerca del poeta y filósofo político egipcio Sayyid Qutub? Vino a Estados Unidos hace cincuenta años y se quedó sorprendido por la discriminación racial y la inmoralidad manifiesta que reinaba entre los sexos. Llegó a la conclusión de que no hay un pueblo que esté más alejado de Dios y la piedad que el estadounidense. Pero el concepto de jāhiliyya, que se refiere al estado de ignorancia anterior a Mahoma, también se extiende a los musulmanes mundanos y los convierte en objetivos legítimos de asesinato.
– Parece un tipo sensato. Lo incluiré en la lista de lecturas optativas, si es que sigo con vida. Este semestre voy a dar un curso de civismo. Estoy harto de pasarme el día sentado en ese viejo almacén de material intentando convencer a sociópatas malhumorados de que no dejen los estudios. Pues que los abandonen, ésa es mi nueva filosofía.
– Señor, lamento decirle que no vivirá. En unos minutos voy a ver el rostro de Dios. Mi corazón rebosa de anhelo.
Su carril de tráfico da un tirón. Los niños del vehículo de delante se han cansado de intentar llamar la atención de Ahmad. El pequeño, que lleva una gorra roja con la visera en punta y una camiseta de rayas de los Yankees, una de imitación, se ha acurrucado y quedado dormido en el incesante arrancar y parar, sedado por los resuellos y chirridos de los frenos de los camiones de este infierno alicatado en que el petróleo refinado se va convirtiendo en monóxido de carbono. La niña de las coletas tupidas, chupándose el dedo, se apoya contra su hermanito y dirige a Ahmad una mirada fría, ya no intenta lograr que se fije en ella.
– Adelante. Ve a ver a ese cabrón -le dice Jack Levy, quien ya no está hundido en el asiento sino erguido y cuyas mejillas han perdido el aspecto enfermizo a causa de la excitación-. Ve a ver la jodida cara de Dios, a mí ya me da igual. ¿Por qué debería importarme? La mujer por la que estaba loco me ha dejado plantado, mi trabajo es una lata, me despierto cada día a las cuatro de la madrugada y no puedo volver a dormirme. Mi mujer… Dios, es demasiado deprimente. Se da cuenta de lo infeliz que soy y se culpa por haberse vuelto ridículamente obesa, y ahora le ha dado por seguir un régimen criminal que va a terminar matándola. Sufre horrores, con esto de no comer. Yo quiero decirle: «Beth, olvídalo, nada logrará devolvernos a como estábamos cuando éramos jóvenes». Tampoco es que fuera algo extraordinario. Nos echábamos unas risas, solíamos divertirnos el uno al otro y disfrutar de las cosas sencillas, salir a cenar un día por semana, ir al cine si nos veíamos con ganas, ir de picnic de vez en cuando a las mesas que hay cerca de las cascadas. El único hijo que tuvimos, que se llama Mark, vive en Albuquerque y no quiere saber nada de nosotros. ¿Quién lo va a culpar por eso? Nosotros hicimos lo mismo con nuestros padres: huyamos de ellos, no nos entienden, nos avergüenzan. Ese filósofo tuyo, ¿cómo se llama?
– Sayyid Qutub. Para ser precisos, Qutb. Era uno de los autores preferidos de mi antiguo profesor, el sheij Rachid.
– Parece interesante lo que dice de Estados Unidos. La raza, el sexo: nos asedian. En cuanto te quedas sin fuerzas, Estados Unidos ya no tiene nada que ofrecer. Ni siquiera te deja morir, ya ves, los hospitales se llevan todo el dinero de Sanidad. La industria farmacéutica ha convertido a los médicos en unos granujas. ¿Para qué ir soportando los achaques de la vejez? ¿Para que alguna enfermedad me convierta en un cliente muy rentable para una panda de ladrones? Mejor que Beth disfrute de lo poco que le puedo dejar; así lo veo yo. Me he convertido en un estorbo para el mundo, le robo espacio. Adelante, aprieta el puto botón. Como le dijo a alguien por el móvil el tío aquel que iba en uno de los aviones del 11-S: será rápido.