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– Estaría bien que vinieses. He hecho la reserva para las nueve.

Le tendió el papel a Zofia y ésta se despidió de él.

El viento frío que soplaba en los muelles le azotaba las mejillas. Se llenó los pulmones de aire helado y lo soltó lentamente. Una gaviota se posó sobre una amarra que chirriaba al estirarse. El pájaro inclinó la cabeza y clavó los ojos en Zofia.

– ¿Eres tú, Gabriel? -preguntó ella con voz tímida.

La gaviota levantó el vuelo profiriendo un fuerte graznido.

– No, no eras tú…

Mientras caminaba junto al agua, experimentó una sensación que no conocía, como si un velo de tristeza se mezclara con el rocío.

– ¿Algún problema?

La voz de Jules la sobresaltó.

– No lo había oído llegar.

– Yo sí que te he oído a ti -dijo el hombre, acercándose a ella-. ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya no estás de servicio.

– He venido a meditar sobre un día que ha ido de mal en peor.

– No te fíes de las apariencias, ya sabes que suelen ser engañosas.

Zofia se encogió de hombros y se sentó en el primer peldaño de la escalera de piedra que descendía hacia el agua. Jules se instaló a su lado.

– ¿Le duele la pierna? -preguntó la joven.

– ¡Olvídate de mi pierna, haz el favor! A ver, ¿qué es lo que va mal?

– Creo que estoy cansada.

– Tú nunca estás cansada… Te escucho.

– No sé qué me pasa, Jules…, me siento…, no sé, un poco harta…

– ¡Acabáramos!

– ¿Por qué dice eso?

– Por nada, por decir algo. ¿Y cuál es la causa de esta repentina «depre»?

– No tengo ni idea.

– Sí, uno nunca nota cómo avanza esa sensación. Se presenta de repente y un buen día, no se sabe cómo, desaparece.

Jules intentó levantarse. Zofia le tendió la mano para ayudarlo a que se apoyara en ella. Él gimió al incorporarse.

– Son las siete y cuarto…, creo que debes irte.

– ¿Por qué dice eso?

– ¡Para de repetir la misma pregunta! Digamos que porque es tarde. Buenas noches, Zofia.

Jules se alejó sin cojear. Antes de meterse bajo su arco, se volvió y le preguntó:

– ¿Tu «depre» tiene el cabello rubio o moreno?

A continuación desapareció en la penumbra, dejándola sola en el aparcamiento.

El primer intento de poner en marcha el Ford no dejaba lugar para la esperanza: los faros apenas iluminaron la proa del barco. El arranque hizo más o menos el mismo ruido que si alguien hubiera removido un puré de patata con la mano. Zofia salió, cerró de un portazo y se encaminó hacia la garita.

– ¡Mierda! -exclamó, subiéndose el cuello de la chaqueta.

Un cuarto de hora más tarde, un taxi la dejó al pie del embarcadero Center. Zofia subió corriendo la escalera mecánica que desembocaba en el gran patio del complejo hotelero. Allí montó en el ascensor que subía de un tirón hasta el último piso.

El bar panorámico giraba lentamente sobre un eje. En media hora se podían admirar la isla de Alcatraz al este, el puente Bay al sur y los barrios financieros y sus torres magistrales al oeste. La mirada de Zofia habría apreciado también el majestuoso Golden Gate, que unía las verdes tierras del Presidio a los acantilados alfombrados de menta que caían en vertical sobre Sausalito…, si hubiera estado sentada frente a la cristalera, pero Lucas había ocupado el sitio bueno.

Cerró la carta de cócteles y llamó al camarero con un chasquido de dedos. Zofia agachó la cabeza. Lucas escupió en su mano el hueso que estaba chupando meticulosamente con la lengua.

– Los precios aquí son demenciales, pero debo reconocer que la vista es excepcional -dijo, metiéndose en la boca otra aceituna.

– Sí, tiene razón, la vista es bastante bonita -dijo Zofia-. Creo que hasta puedo intuir un pedazo del Golden Gate en el trocito de espejo que tengo enfrente. A no ser que sea el reflejo de la puerta de los lavabos, que también es roja.

Lucas sacó la lengua y bizqueó al tratar de mirar la punta, tomó el hueso limpio, lo dejó en el cuenco y concluyó:

– De todas formas, está oscuro, ¿no?

Con mano trémula, el camarero dejó sobre la mesa un Dry Martini y dos cócteles de cangrejo y se alejó a paso vivo.

– ¿No le parece que está un poco tenso? -preguntó Zofia.

Lucas había tenido que esperar diez minutos para sentarse a esa mesa y había reconvenido al camarero.

– Con estos precios se puede ser exigente, ¡créame!

– Deduzco que tiene usted una tarjeta de crédito platino -le soltó Zofia sin más.

– ¡Por supuesto! ¿Cómo lo sabe? -preguntó Lucas, sorprendido y encantado a la vez.

– Porque suelen volver arrogante… Créame: las cuentas y el sueldo de los empleados no se miden con el mismo rasero.

– Es una manera de verlo -dijo Lucas, masticando la enésima aceituna.

Después de eso, cuando pidió unas almendras…, otra copa…, una servilleta limpia…, se esforzó en mascullar un gracias que parecía realmente quemarle la garganta. Zofia manifestó su preocupación por el problema que tenía y él rompió a reír escandalosamente. Todo iba sobre ruedas y se alegraba muchísimo de haberla conocido. Diecisiete aceitunas más tarde, pagó la cuenta sin dejar propina. Al salir del local, Zofia puso discretamente un billete de cinco dólares en la mano del botones que había ido a buscar el coche de Lucas.

– ¿La llevo? -dijo Lucas.

– No, gracias, tomaré un taxi.

Con un gesto amplio, Lucas abrió la portezuela del lado del pasajero.

– Suba, la llevo.

El descapotable circulaba deprisa. Lucas hizo rugir el motor e introdujo un disco compacto en el lector del salpicadero. Con una amplia sonrisa en los labios, sacó una tarjeta de crédito platino del bolsillo y la agitó entre el índice y el pulgar.

– ¡Reconocerá que no sólo tienen defectos!

Zofia lo observó unos segundos. A la velocidad del rayo, le quitó el pedazo de plástico plateado de los dedos y lo arrojó por encima de la puerta.

– ¡Al parecer, hasta te hacen una nueva en veinticuatro horas!

El coche frenó bruscamente con un chirrido de neumáticos y Lucas se echó a reír.

– ¡En una mujer, el sentido del humor es irresistible!

Cuando el coche se detuvo delante de la parada de taxis, Zofia hizo girar la llave de contacto para detener el ruido ensordecedor del motor. Bajó y cerró con delicadeza la portezuela.

– ¿Está segura de que no quiere que la acompañe a su casa? -preguntó Lucas.

– Se lo agradezco, pero he quedado. Lo que sí quisiera es pedirle un pequeño favor.

– Délo por hecho.

Zofia se inclinó sobre la ventanilla de Lucas.

– ¿Podría esperar hasta que haya girado la esquina para volver a poner en marcha su supercortadora de césped?

Retrocedió un paso y él la asió por la muñeca.

– He pasado un rato delicioso -dijo.

Le rogó que aceptara cenar con él otro día. Los primeros encuentros siempre le resultaban difíciles e incómodos porque era tímido. Debía darle una oportunidad para conocerlo mejor. A Zofia la dejó perpleja su definición de la timidez.

– No se puede juzgar a la gente basándose en la primera impresión, ¿verdad?

Había una pizca de encanto en el tono que había adoptado. Ella aceptó una comida, nada más. Después giró sobre sus talones y se dirigió hacia el taxi que estaba al principio de la parada. El V12 de Lucas ya rugía a su espalda.

El taxi se detuvo junto a la acera. Las campanas de Grace Cathedral acabaron de dar las nueve. Zofia entró en Simbad; había llegado a la hora en punto. Cerró la carta, se la devolvió a la camarera y bebió un sorbo de agua, decidida a abordar directamente el meollo de la cuestión que la había llevado a aquella mesa. Debía convencer a los jefes del sindicato de que frenaran el movimiento de protesta en los muelles.

– Aunque los apoyen, los cargadores no aguantarán más de una semana sin cobrar. Si cesa la actividad, los cargueros amarrarán al otro lado de la bahía. Será la muerte de los muelles -dijo con voz firme.

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