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Ella le tomó la mano. Liu estrechó la suya y se la acercó al pecho, que silbaba como un neumático pinchado. Pese a su estado, sus ojos eran capaces de leer la verdad. Hizo acopio de sus últimas fuerzas para murmurar que, gracias a Zofia, no sentía ninguna inquietud. Sabía que, sumido en el sueño eterno, no roncaría. Rió, lo que le provocó un acceso de tos.

– ¡Qué suerte para mis futuros vecinos! ¡Le deben mucho!

Un flujo de sangre brotó de su boca y le resbaló por la mejilla para ir a fundirse con el rojo de la alfombra. La sonrisa se le congeló.

– Creo que debería ocuparse de su amiga, no la he visto salir.

Zofia miró a su alrededor, pero no vio ni rastro de Mathilde ni de ningún otro cuerpo.

– Junto a la puerta, bajo la vitrina -dijo Liu, tosiendo de nuevo.

Zofia se incorporó. Liu la retuvo asiéndola de la muñeca y clavó los ojos en los suyos.

– ¿Cómo lo ha sabido?

Zofia contempló al hombre; los últimos rayos de vida escapaban de sus iris dorados.

– Lo comprenderá dentro de unos instantes.

Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de Liu y todo su ser se apaciguó.

– Gracias por esta muestra de confianza.

Ésas fueron las últimas palabras del señor Tran. Sus pupilas se contrajeron hasta hacerse tan pequeñas como la punta de una aguja, parpadeó y su rostro se abandonó sobre la palma de la mano de su última clienta. Zofia le acarició la frente.

– Perdóneme por no acompañarlo -dijo, apoyando suavemente en el suelo la cabeza inerte del restaurador.

Se levantó, apartó una pequeña cómoda que estaba patas arriba y se dirigió hacia el gran mueble volcado. Empujó con todas sus fuerzas para levantarlo y descubrió a Mathilde, inconsciente, con un gran trinchante de patos clavado en la pierna izquierda.

El haz de la linterna del bombero barrió el suelo; se oía el crujido de sus pasos al pisar los cascotes. Se acercó a las dos mujeres e inmediatamente sacó el emisor-receptor de la funda que llevaba colgada al hombro para comunicar que había encontrado dos víctimas.

– ¡Sólo una! -lo corrigió Zofia.

– Mejor -dijo un hombre que vestía americana negra y escrutaba desde lejos los escombros.

El jefe de bomberos se encogió de hombros.

– Debe de ser un agente federal. Ahora llegan prácticamente antes que nosotros cuando se produce una explosión -refunfuñó, colocando una mascarilla de oxígeno sobre el rostro de Mathilde-. Tiene una pierna fracturada -añadió, dirigiéndose a un miembro de su equipo que se había reunido con ellos-. Está inconsciente. Avisa a los servicios paramédicos para que la evacuen enseguida. -Luego señaló el cuerpo de Tran-. Y ese de allí ¿cómo está?

– ¡Demasiado tarde! -respondió el hombre trajeado desde el otro extremo de la sala.

Zofia tenía a Mathilde entre los brazos y trataba de ahogar la tristeza que le ataba un nudo en la garganta.

– Toda la culpa es mía. No tendría que haberla traído aquí. -Miró el cielo por la ventana hecha añicos; el labio inferior le temblaba-. ¡Otra vez no! Podía conseguirlo, iba por buen camino. Habíamos acordado dejar pasar unos meses antes de tomar una decisión. ¡La palabra hay que cumplirla!

Los dos camilleros que se habían acercado a ella le preguntaron, desconcertados, si se encontraba bien. Zofia los tranquilizó con un simple gesto de la cabeza. Le ofrecieron oxígeno, pero lo rechazó. Entonces le rogaron que se apartara; ella retrocedió unos pasos y los dos hombres colocaron a Mathilde en una camilla y se dirigieron de inmediato a la salida. Zofia avanzó hasta lo que quedaba del ventanal sin apartar los ojos del cuerpo de su amiga, que desapareció en la ambulancia. Los torbellinos de girofaros rojos y naranjas de la unidad 02 se fundieron con el sonido de la sirena que se alejaba hacia el hospital Memorial de San Francisco.

– No se sienta culpable. Estar en el peor lugar, en el peor momento, es algo que puede sucederle a cualquiera. ¡Es el destino!

Zofia se sobresaltó. Había reconocido la voz grave de la persona que intentaba consolarla de un modo tan torpe. Lucas se acercaba a ella frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó la joven.

– Creía que el jefe de bomberos ya se lo había dicho -contestó él, quitándose la corbata.

– … Y como todo parece indicar que se trata de una explosión de gas normal y corriente en la cocina o, en el peor de los casos, de un delito, el amable agente federal podrá irse a su casa y dejar trabajar a los policías. ¡Los terroristas no tienen ningún motivo para cazar patos a la naranja!

La voz tan cascada como hosca del inspector de policía había interrumpido su conversación.

– ¿Con quién tenemos el honor de hablar? -preguntó Lucas en un tono irónico que delataba su irritación.

– Con el inspector Pilguez de la policía de San Francisco -le respondió Zofia.

– ¡Me alegro de que esta vez me haya reconocido! -dijo Pilguez, haciendo caso omiso de la presencia de Lucas-. Si tenemos oportunidad, me encantaría que me explicara el numerito de esta mañana.

– No quería que tuviéramos que decir en qué circunstancias nos conocimos -contestó Zofia-. Ya sabe, para proteger a Mathilde. Los chismes se difunden más deprisa que la bruma en los muelles.

– Confié en usted dejándola salir antes de lo previsto, así que le agradecería que hiciera lo mismo conmigo. En la policía, el tacto no está forzosamente prohibido. Dicho esto, en vista del estado de la chica, tal vez habríamos hecho mejor dejando que cumpliera su pena.

– ¡Bonita definición del tacto, inspector! -dijo Lucas, despidiéndose de los dos. Atravesó la abertura donde yacían los restos de la monumental doble puerta cuyo traslado desde Asia había costado una fortuna y, ya desde la calle, le dijo a Zofia antes de montar en su vehículo-: Lo siento por su amiga.

El Chevrolet negro desapareció unos segundos más tarde en el cruce con la calle Beach.

Zofia no podía aclararle nada al inspector. Tan sólo un terrible presentimiento la había empujado a insistir para que todos salieran del local. Pilguez le comentó que sus explicaciones resultaban un tanto superficiales, teniendo en cuenta el número de vidas que acababa de salvar. Zofia no tenía nada más que añadir. Quizás había percibido inconscientemente el olor de gas que escapaba por el falso techo de la cocina. Pilguez protestó: en los últimos años, los casos enrevesados en los que había influido de una u otra manera el inconsciente tenían una desagradable tendencia a perseguirlo.

– Avíseme cuando haya acabado la investigación. Necesito saber qué ha pasado.

El inspector la autorizó a marcharse. Zofia fue a buscar su coche. El parabrisas estaba rajado y la carrocería marrón recubierta de un polvo gris absolutamente uniforme. De camino hacia urgencias, se cruzó con varios coches de bomberos que continuaban acudiendo al lugar del siniestro. Estacionó el Ford, atravesó el aparcamiento y entró en el edificio. Una enfermera acudió a su encuentro y la informó de que estaban atendiendo a Mathilde. Zofia le dio las gracias y se sentó en uno de los bancos vacíos de la sala de espera.

Lucas tocó dos veces el claxon con impaciencia. El guardia, sentado dentro de la garita, pulsó un botón sin apartar la mirada de la pequeña pantalla; los Yankees iban ganando por bastante diferencia. La barrera se levantó y el Chevrolet avanzó con las luces apagadas hasta el borde del muelle. Lucas bajó la ventanilla y tiró el cigarrillo. Puso la palanca del cambio de marchas en punto muerto y salió del vehículo con el motor encendido. Apoyando un pie en el parachoques trasero, dio justo el impulso necesario para que el coche se deslizara hacia delante y cayera al agua. Contempló la escena con las manos en jarras, encantado. Cuando la última burbuja de aire hubo estallado, dio media vuelta y caminó alegremente en dirección al aparcamiento. Un Honda verde oliva parecía esperarlo precisamente a él. Forzó la cerradura, levantó el capó, arrancó la alarma y la arrojó lejos. Se instaló y contempló, con escaso entusiasmo, el interior de plástico. Sacó el manojo de llaves y escogió la que le pareció más adecuada. El motor arrancó de inmediato con un sonido agudo.

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