En el camino al norte el gobernador reunió a un grupo de diez selectos capitanes, a quienes aperó con armaduras, armas y caballos, valiéndose del oro de los esquilmados vecinos de Santiago, y partió con ellos a ponerse bajo las banderas del clérigo La Gasca, legítimo representante del rey en el Perú. Para encontrarse con el ejército de La Gasca, los hidalgos debieron trepar las cumbres heladas de los Andes forzando a los caballos, que caían vencidos por la falta de aire, mientras a ellos el mal de altura les reventaba los oídos y les hacía sangrar por varios orificios del cuerpo. Sabían que La Gasca, quien carecía por completo de experiencia militar, aunque era un hombre de ejemplar temple y voluntad, debería enfrentarse con un ejército formidable y con un general avezado y valiente. A Gonzalo Pizarro se le podía acusar de cualquier cosa menos de pusilánime. Las tropas de La Gasca, que estaban enfermas por el esfuerzo del viaje en la cordillera, paralizadas de frío y aterradas ante la superioridad del enemigo, recibieron a Valdivia y sus diez capitanes como ángeles vengadores. Para La Gasca esos hidalgos, llegados por milagro a socorrerle, resultaron decisivos. Los abrazó, agradecido, y entregó el mando a Pedro de Valdivia, el mítico conquistador de Chile, nombrado maestre de campo. La tropa recuperó de inmediato la confianza, porque con ese general a la cabeza sentía la victoria segura. Valdivia comenzó por asegurar el buen ánimo de los soldados con las palabras justas, producto de muchos años de tratos con sus subordinados, y luego procedió a evaluar sus fuerzas y pertrechos. Al comprender que tenía por delante una tarea ímproba, se sintió rejuvenecer; sus capitanes no lo habían visto tan entusiasmado desde los tiempos de la fundación de Santiago.
Para acercarse al Cuzco, donde debería enfrentarse al ejército del rebelde Gonzalo Pizarro, Valdivia utilizó los angostos senderos de los incas, tallados al borde de los precipicios. Avanzaba con sus tropas como una fila de insectos en la maciza presencia de las montañas moradas: roca, hielo, cumbres perdidas en las nubes, viento y cóndores. Raíces petrificadas surgían a veces de las grietas y de ellas se aferraban los hombres para descansar un momento en el terrible ascenso. Las patas de las bestias resbalaban en los riscos, y los soldados, unidos por cuerdas, debían sujetarlas por las crines para evitar que rodaran a los profundos abismos. El paisaje era de una belleza abrumadora y amenazante, aquél era un mundo de luz refulgente y sombras siderales. El viento y el granizo habían tallado demonios en los contrafuertes; el hielo atrapado en las hendiduras de las rocas brillaba con los colores de la aurora. Por la mañana el sol surgía distante y frío, pintando las cimas con trazos de naranja y rojo; por la tarde la luz desaparecía tan súbitamente como había amanecido, sumiendo la cordillera en la negrura. Las noches resultaban eternas, nadie podía moverse en la oscuridad, hombres y animales se recogían, tiritando, colgados en los bordes de las quebradas.
Para aliviar el mal de altura y dar energía a la gente agotada, Valdivia los puso a masticar hojas de coca, como hacían los quechuas desde tiempos inmemoriales. Cuando supo que Gonzalo Pizarro había hecho cortar los puentes para evitar que cruzaran los ríos y precipicios, mandó a los yanaconas a tejer cuerdas con las fibras vegetales de la región, tarea que realizaban con prodigiosa rapidez. Se adelantó sin ser visto con un grupo de valientes, aprovechando la neblina de la sierra, hasta uno de los pasos cortados por Pizarro, donde ordenó a los indios trenzar las cuerdas de seis en seis, al modo tradicional de los quechuas, y hacer puentes de criznejas con ellas. Un día después llegó La Gasca con el grueso del ejército y encontró el problema resuelto. Pudieron transportar al otro lado a casi mil soldados, cincuenta caballeros, innumerables yanaconas y armamento pesado, balanceándose en las cuerdas sobre el pavoroso precipicio, entre los aullidos del viento. Después Valdivia debió obligar a los fatigados soldados a trepar dos leguas de abrupta montaña, con los pertrechos a las espaldas y halando los cañones, hasta el sitio que había escogido para desafiar a Gonzalo Pizarro. Una vez que apostó el armamento en los puntos estratégicos de los cerros, decidió dar a los hombres un par de días para reponer fuerzas, mientras él, imitando a su maestro, el marqués de Pescara, revisaba personalmente el emplazamiento de la artillería y los arcabuces, hablaba con cada soldado para darle instrucciones y preparaba el plan de batalla. Me parece verlo sobre su caballo, con su nueva armadura, enérgico, impaciente, calculando por adelantado los movimientos del enemigo, disponiendo la ofensiva, como el buen jugador de ajedrez que era. Ya no era joven, tenía cuarenta y ocho años, había engordado un poco y la antigua herida de la cadera le molestaba, pero todavía podía mantenerse a caballo dos días con sus noches, sin descanso, y sé que en esos momentos se sentía invencible. Tan seguro estaba del triunfo, que prometió a La Gasca que perderían menos de treinta hombres en la contienda, y cumplió.
Apenas resonó la primera andanada de cañonazos entre los cerros, los pizarristas comprendieron que se hallaban ante un formidable general. Muchos soldados, incómodos con la idea de batirse contra el rey, abandonaron las filas de Gonzalo Pizarro para unirse a las de La Gasca. Cuentan que el maestre de campo de Pizarro, viejo zorro con muchísimos años de experiencia militar, adivinó al punto con quién debía batirse. «Hay un solo general en el Nuevo Mundo capaz de esta estrategia: don Pedro de Valdivia, conquistador de Chile», dicen que dijo. Su enemigo no lo defraudó, y tampoco le dio tregua. Al cabo de varias horas de lucha y de cuantiosas pérdidas, Gonzalo Pizarro debió rendirse y entregar su espada a Valdivia. Días más tarde fue decapitado en el Cuzco, junto a su anciano maestre de campo.
La Gasca había cumplido su cometido de sofocar la insurrección y devolver el Perú a Carlos V; ahora le tocaba ocupar el cargo del depuesto Gonzalo Pizarro, con el inmenso poder que ello implicaba. Debía su triunfo al vigoroso capitán Valdivia, y lo premió confirmando su titulo de gobernador de Chile, dado por los vecinos de Santiago, que hasta ese momento no había sido ratificado por la Corona. Además, lo autorizó para reclutar soldados y llevarlos a Chile, siempre que no fuesen rebeldes pizarristas ni indios peruanos.
¿Se acordaría Pedro de mí cuando andaba triunfante por las calles del Cuzco? i0 iría hinchado de orgullo pensando sólo en sí mismo? Me he preguntado cien veces por qué no me llevó con él en ese viaje. Si lo hubiera hecho, muy distinta habría sido nuestra suerte. Iba en una misión militar, es cierto, pero yo fui su compañera en la guerra tanto como en la paz. ¿Se avergonzaba de mí? Manceba, barragana, concubina. En Chile yo era doña Inés Suárez, la Gobernadora, y nadie se acordaba de que no éramos esposos legítimos. Yo misma solía olvidarlo. Las mujeres deben haber acosado a Pedro en el Cuzco y luego en la Ciudad de los Reyes, era el héroe absoluto de la guerra civil, amo y señor de Chile, supuestamente rico y todavía atractivo; a cualquiera le honraría ir de su brazo. Además, ya andaba circulando la intriga de asesinar a La Gasca, hombre de una rigidez fanática, y nombrar a Pedro de Valdivia en su lugar, pero nadie se atrevía a decírselo a la cara al interesado, porque para él habría sido un insulto. La espada de los Valdivia había servido siempre con lealtad al rey, jamás se volvería en su contra, y La Gasca representaba al rey.
No vale la pena, a mi edad, hacer conjeturas sobre las mujeres que tuvo Pedro en el Perú, sobre todo porque no tengo la conciencia demasiado limpia: en esa época comenzó mi amistad amorosa con Rodrigo de Quiroga. Debo aclarar, sin embargo, que él no tomó ninguna iniciativa ni dio muestras de adivinar mis vagos deseos. Yo sabía que él jamás traicionaría a su amigo Pedro de Valdivia, por lo mismo me cuidé de esa mutua simpatía tanto como se cuidó él. ¿Me volví hacia Quiroga por despecho? ¿Para vengarme por el abandono de Pedro? No lo sé, el caso es que Rodrigo y yo nos amamos como novios castos, con un sentimiento profundo y desesperanzado, que nunca pusimos en palabras, sólo en miradas y gestos. Por mi parte, no era una pasión ardiente, como la que sentí por Juan de Málaga o Pedro de Valdivia, sino un deseo discreto de estar cerca de Rodrigo, de compartir su vida, de cuidarlo. Santiago era una ciudad pequeña, donde resultaba imposible mantener algo en secreto, pero el prestigio de Rodrigo era intachable y nadie propaló chismes de nosotros, a pesar de que nos encontrábamos a diario cuando él no andaba guerreando. Pretextos no faltaban, porque él me ayudaba en mis proyectos de construir la iglesia, las ermitas, el cementerio y el hospital, y yo me había hecho cargo de su hija.