Al recio capitán Villagra, quien no se andaba con contemplaciones, le tocó reemplazar a Valdivia en calidad de teniente gobernador y enfrentarse con los furibundos colonos en la playa. Su aspecto robusto, su cara colorada plantada entre los hombros, su gesto adusto y su mano en la empuñadura de la espada, impusieron orden. Les explicó que Valdivia partía al Perú a defender al rey, su señor, y a buscar refuerzos para la colonia en Chile, por eso se había visto obligado a hacer lo que hizo, pero prometía devolverles hasta el último doblón con su parte correspondiente de la mina de Marga-Marga. «Al que le guste, bueno, y al que no, se las verá conmigo», concluyó. Eso a nadie tranquilizó.
Puedo comprender las razones de Pedro, que vio en ese engaño, tan impropio de su recto carácter, la única solución al problema de Chile. Puso en la balanza el daño que hacía a esos dieciséis inocentes y la necesidad de impulsar la conquista, beneficiando a miles de personas, y pesó más lo segundo. Si lo hubiese consultado conmigo, seguramente yo habría aprobado su decisión, aunque la habría llevado a cabo de modo más elegante -y además lo habría acompañado-, pero sólo compartió su secreto con tres capitanes. ¿Pensó que yo arruinaría el plan con habladurías? No, porque en los años que llevábamos juntos yo había demostrado discreción y fiereza para defender su vida y sus intereses. Creo, más bien, que temió que yo intentara retenerlo. Se fue llevándose lo mínimo indispensable, pues si hubiese empacado como correspondía, yo habría adivinado sus propósitos. Partió sin despedirse de mí, tal como muchos años antes se fuera de mi lado Juan de Málaga.
La trampa de Valdivia, porque no fue otra cosa, por muy encumbrada que fuese la causa, resultó ser un regalo del cielo para Sancho de la Hoz, quien entonces podía culparlo de un crimen concreto: había estafado a la gente, robado el fruto de años de trabajo y penurias a sus propios soldados. Merecía la muerte.
Cuando supe que Pedro se había ido, me sentí mucho más traicionada que los colonos embaucados. Perdí el control de mis nervios por primera y última vez en mi vida. Durante un día completo destrocé lo que estaba a mi alcance y chillé de rabia, que ya veréis quién soy yo, Inés Suárez, que a mí nadie me deja tirada como un trapo, que para eso soy la verdadera gobernadora de Chile y todos saben cuánto me deben, que qué sería de esta ciudad de mierda sin mí, que he cavado acequias con mis propias manos, he curado a cuanto apestado y herido hemos tenido, he sembrado, cosechado y cocinado para que no perezcan de hambre y, como si fuera poco, he blandido las armas como el mejor de los soldados, que Pedro me debe la vida, lo he amado y servido y dado contento, que nadie lo conoce mejor que yo, ni le aguantará sus manías como yo, y dale y dale a la cantaleta, hasta que Catalina y otras mujeres me ataron a la cama y fueron a pedir socorro. Quedé debatiéndome en mis ligaduras, poseída por el demonio, con Juan de Málaga instalado a los pies de mi cama, burlándose de mí. Al poco rato acudió González de Marmolejo, muy deprimido, porque era el más anciano de los engañados y daba por descontado que nunca se repondría de la pérdida. De hecho, no sólo recuperó sus bienes con intereses, sino que al morir, varios años más tarde, era el hombre más rico de Chile. ¿Cómo lo hizo? Misterio. Supongo que en parte yo le ayudé, porque nos asociamos en la crianza de caballos, idea que me rondaba desde el inicio del viaje a Chile. El clérigo llegó a mi casa dispuesto a intentar un exorcismo, pero cuando comprendió que mi mal era sólo indignación de amante despechada se conformó con salpicarme agua bendita y rezar unas avemarías, tratamiento que me devolvió la cordura.
Al otro día vino a verme Cecilia, quien ya tenía varios niños, pero ni la maternidad ni los años habían logrado dejar huella en su porte real y su rostro liso de princesa inca. Gracias a su talento para el espionaje y su condición de esposa del alguacil Juan Gómez, conocía todo lo que sucedía puertas adentro en la colonia, incluso mi reciente pataleta. Me encontró en cama, todavía agotada por los exabruptos del día anterior.
– ¡Pedro me las pagará, Cecilia! -anuncié a modo de saludo.
– Te traigo buenas nuevas, Inés. No tendrás que vengarte de él, otros lo harán por ti -me anunció.
– ¿Qué dices?
– Los descontentos, que son muchos en Santiago, planean acusar a Valdivia ante la Real Audiencia en el Perú. Si no pierde la cabeza en el patíbulo, al menos pasará el resto de su vida en un calabozo. ¡Mira qué buena suerte tienes, Inés!
– ¡Esto es idea de Sancho de la Hoz! -exclamé, saltando fuera de la cama para vestirme deprisa.
– ¿Cómo ibas a imaginar que ese necio te haría tan grande favor? De la Hoz ha hecho circular una carta pidiendo que Valdivia sea destituido y muchos vecinos ya la han firmado. La mayoría de la gente quiere deshacerse de Valdivia y nombrarlo gobernador a él -me comunicó Cecilia.
– ¡Ese fantoche no se da por vencido! -mascullé, atándome los botines.
Unos meses antes el malvado cortesano había intentado asesinar a Valdivia. Como todos los planes que se le ocurrían, ése también era bastante pintoresco: se fingió muy enfermo, se metió en la cama, anunció que agonizaba y quería despedirse de sus amigos y enemigos por igual, incluso del gobernador. Instaló a uno de sus secuaces detrás de una cortina, armado de una daga, para acuchillar a Valdivia por la espalda cuando éste se inclinara sobre la cama a oír los susurros del supuesto moribundo. Estos detalles ridículos y el hecho de jactarse de ellos perdían a De la Hoz, porque yo me enteraba de sus tramoyas sin ningún esfuerzo de mi parte. En esa ocasión advertí nuevamente del peligro a Pedro, quien al principio se rió a carcajadas y se negó a creerme, pero después aceptó investigar a fondo el asunto. El resultado dio por culpable a Sancho de la Hoz, quien fue condenado a la horca por segunda o tercera vez, ya perdí la cuenta. Sin embargo, a última hora Pedro lo perdonó, para mantener la costumbre.
Terminé de vestirme, despedí a Cecilia con una disculpa y corrí a hablar con el capitán Villagra para repetirle las palabras de la princesa y asegurarle que si De la Hoz tenía éxito, los primeros en perder la cabeza serían él mismo y otros hombres leales a Pedro.
– ¿Tenéis pruebas, doña Inés? -quiso saber Villagra, rojo de ira.
– No, sólo rumores, don Francisco.
– Con eso me basta.
Y sin más arrestó al intrigante y lo hizo decapitar de un hachazo esa misma tarde, sin darle tiempo ni de confesarse. Después ordenó pasear la cabeza por la ciudad, cogida por los pelos, antes de clavarla en una picota para escarmiento de los dudosos, como es usual en estos casos. ¿Cuántas cabezas he visto expuestas así en mi vida? Imposible contarlas. Villagra se abstuvo de arremeter contra al resto de los conspiradores, escondidos como ratas en sus casas, porque habría tenido que arrestar a la población entera, tanto era el malestar contra Valdivia que reinaba en Santiago. Así este capitán eliminó en una sola noche el germen de una guerra civil y así nos libramos de la sabandija que era Sancho de la Hoz. Ya era tiempo.
Pedro de Valdivia demoró un mes en llegar al Callao porque se detuvo en varios lugares del norte a esperar noticias de Santiago; necesitaba estar seguro de que Villagra había manejado hábilmente la situación y le cubría las espaldas. Sabía de la rebelión de Sancho de la Hoz porque lo había alcanzado un mensajero con la mala nueva, pero no quería ser responsable directo de su fin, ya que ello podía acarrearle problemas con la justicia. Le complacía sobremanera que su fiel lugarteniente resolviera la conspiración a su manera, aunque aparentó sorpresa y desagrado ante los hechos, pues no olvidaba que su enemigo contaba con buenos contactos en la corte de Carlos V
Para hacerse perdonar por mí, Pedro me mandó con un veloz jinete, desde La Serena, una carta de amor y una extravagante sortija de oro. Hice pedazos la carta y regalé el anillo a Catalina con la condición de que lo hiciera desaparecer de mi vista, porque me hacía hervir la sangre.