Литмир - Электронная Библиотека

Mientras yo me afanaba con los heridos dentro de la casa, un grupo de asaltantes logró trepar el muro de adobe de mi patio. Catalina dio la voz de alarma chillando como berraco y fui a ver qué pasaba, pero no llegué lejos, porque los enemigos estaban tan cerca, que podría haber contado los dientes en esos rostros pintarrajeados y feroces. Rodrigo de Quiroga y el cura González de Marmolejo, que se había puesto un peto y enarbolaba una espada, acudieron prestos a rechazarlos, ya que era fundamental defender mi casa, donde teníamos a los heridos y los niños, refugiados con Cecilia en la bodega. Unos indios enfrentaron a Quiroga y Marmolejo, mientras otros quemaban las siembras y mataban a mis animales domésticos. Eso fue lo que terminó de sacarme de quicio, había cuidado a cada uno de esos animales como a los hijos que no tuve. Con un rugido, que se me escapó de las entrañas, salí al encuentro de los indígenas, aunque no llevaba puesta la armadura que Pedro me había regalado, ya que no podía atender a los heridos inmovilizada dentro de aquellos hierros. Creo que llevaba el cabello erizado y que lanzaba espumarajos y maldiciones, como una arpía; debí de presentar un aspecto muy amenazador, porque los salvajes se detuvieron por un momento y enseguida retrocedieron unos pasos, sorprendidos. No me explico por qué no me aplastaron el cráneo de un mazazo allí mismo. Me han dicho que Michimalonko les había ordenado no tocarme, porque me quería para él, pero ésas son historias que la gente inventa después, para explicar lo inexplicable. En ese instante se aproximaron Rodrigo de Quiroga, blandiendo la espada como un molinete por encima de su cabeza y gritando que me pusiera a salvo, y mi perro Baltasar, gruñendo y ladrando con el hocico recogido y los colmillos al aire, como la fiera que no era en circunstancias normales. Los asaltantes salieron disparados, seguidos por el mastín, y yo quedé en medio de mi huerta en llamas y con los cadáveres de mis animales, completamente desolada. Rodrigo me cogió de un brazo para obligarme a seguirlo, pero vimos un gallo con las plumas chamuscadas que trataba de ponerse en pie. Sin pensarlo, me levanté las sayas y lo coloqué en ellas, como en una bolsa. Poco más allá había un par de gallinas, atontadas por el humo, que no me costó nada atrapar y poner junto al gallo. Catalina llegó a buscarme y al comprender lo que hacía me ayudó. Entre las dos pudimos salvar esas aves, una pareja de puercos y dos almuerzas de trigo, nada más, y lo pusimos todo a buen resguardo. Para entonces Rodrigo y el capellán ya estaban de vuelta en la plaza batiéndose junto a los demás.

Catalina, varias indias y yo atendíamos a los heridos que traían en número alarmante al improvisado hospital de mi casa. Eulalia llegó sosteniendo a un infante cubierto de sangre de pies a cabeza. Dios mío, éste no tiene caso, pensé, pero al quitarle el yelmo vimos que tenía un corte profundo en la frente pero el hueso no estaba roto, sólo un poco hundido. Entre Catalina y otras mujeres le cauterizaron la herida, le lavaron la cara y le dieron a beber agua, pero no lograron que descansara ni un momento. Aturdido y medio ciego, porque se le hincharon los párpados monstruosamente, salió a trastabillones a la plaza. Entretanto, yo intentaba quitarle una flecha del cuello a otro soldado, uno de apellido López, que siempre me había tratado con desdén apenas disimulado, en especial después de la tragedia de Escobar. El infeliz estaba lívido y la flecha se le había incrustado tanto, que yo no podía sacarla sin agrandar la herida. Me hallaba calculando si podría correr ese riesgo, cuando el pobre hombre se estremeció con brutales estertores. Me di cuenta de que nada podía hacer por él y llamé al capellán, quien acudió apurado a darle los últimos sacramentos. Tirados en el suelo de la sala había muchos heridos que no estaban en condiciones de regresar a la plaza; debían de ser por lo menos veinte, la mayoría yanaconas. Se terminaron los trapos y Catalina rasgó las sábanas que con tanto primor habíamos bordado durante las noches ociosas del invierno, luego debimos cortar las sayas en tiras y por último mi único vestido elegante. En eso entró Sancho de la Hoz cargando a otro soldado desmayado, que dejó a mis pies. El traidor y yo alcanzamos a intercambiar una mirada y creo que en ella nos perdonamos los agravios del pasado. Al coro de alaridos de los hombres cauterizados con hierros y carbones al rojo, se sumaban los relinchos de los caballos, porque allí mismo el herrero remendaba como podía a las bestias heridas. En el suelo de tierra apisonada se mezclaba la sangre de los cristianos y la de los animales.

Aguirre se asomó a la puerta sin desmontar de su corcel, ensangrentado de la cabeza a los estribos, anunciando que había ordenado el desalojo de todas las casas, menos aquellas en torno a la plaza, donde nos aprontaríamos para defendernos hasta el último suspiro.

– ¡Bajad, capitán, para que os cure las heridas! -alcancé a rogarle.

– ¡No tengo ni un rasguño, doña Inés! ¡Llevadles agua a los hombres de la plaza! -me gritó con feroz regocijo y se fue corcoveando en su caballo, que también sangraba de un costado.

Les ordené a varias mujeres que llevaran agua y tortillas a los soldados, que luchaban sin tregua desde el amanecer, mientras Catalina y yo despojábamos el cadáver de López de su armadura, y tal como estaban, empapadas en sangre, me coloqué la cota de malla y la coraza. Tomé la espada de López, porque no pude encontrar la mía, y salí a la plaza. El sol había pasado su cenit hacía rato, debían de ser más o menos las tres o cuatro de la tarde; calculé que llevábamos más de diez horas batallando. Eché una mirada alrededor y me di cuenta de que Santiago ardía sin remedio, el trabajo de meses estaba perdido, era el fin de nuestro sueño de colonizar el valle. Entretanto, Monroy y Villagra se habían replegado con los soldados sobrevivientes y luchaban a caballo dentro de la plaza, defendida hombro a hombro por nuestra gente y atacada por las cuatro calles. Quedaban en pie una parte de la iglesia y la casa de Aguirre, donde manteníamos a los siete caciques cautivos. Don Benito, negro de pólvora y hollín, disparaba desde su taburete con método, apuntando con cuidado antes de apretar el gatillo, como si cazara codornices. El yanacona que antes le cargaba el arma yacía inmóvil a sus plantas y en su lugar se había colocado Eulalia. Comprendí que la joven había estado en la plaza todo el tiempo para no perder de vista a su amado Rodrigo.

Por encima de la batahola de pólvora, relinchos, ladridos y chivateo de la batalla, escuché claramente las voces de los siete caciques azuzando a sus gentes a grito destemplado. No sé lo que me pasó entonces. A menudo he pensado en ese fatídico 11 de septiembre y he tratado de entender los sucesos, pero creo que nadie puede describir con exactitud cómo fueron, cada uno de los participantes tiene una versión diferente, según lo que le tocó vivir. Era densa la humareda, tremenda la confusión, ensordecedor el ruido. Estábamos trastornados, luchando por nuestras vidas, locos de sangre y violencia. No puedo recordar en detalle mis acciones de ese día, de necesidad debo fiarme en lo que otros han contado. Recuerdo, eso sí, que en ningún momento tuve miedo, porque la ira me ocupaba por completo.

Dirigí la vista hacia la celda, de donde provenían los alaridos de los cautivos, y a pesar del humo de los incendios distinguí con absoluta claridad a mi marido, Juan de Málaga, que me venía penando desde el Cuzco, apoyado en la puerta, mirándome con sus lastimeros ojos de espíritu errante. Me hizo un gesto con la mano, como llamándome. Me abrí paso entre soldados y caballos, evaluando el desastre con una parte de la mente y obedeciendo con otra la orden muda de mi difunto marido. La celda no era más que una habitación improvisada en el primer piso de la casa de Aguirre y la puerta consistía en unas cuantas tablas con una tranca por fuera, vigilada por dos jóvenes centinelas con instrucciones de defender a los cautivos con sus vidas, puesto que representaban nuestra única carta de negociación con el enemigo. No me detuve a pedirles permiso, simplemente los hice a un lado de un empujón y levanté la pesada tranca con una sola mano, ayudada por Juan de Málaga. Los guardias me siguieron adentro, sin ánimo de hacerme frente y sin imaginar mis intenciones. La luz y el humo entraban por las rendijas, sofocando el aire, y un polvo rojizo se levantaba del suelo, de modo que la escena era borrosa, pero pude ver a los siete prisioneros encadenados a gruesos postes, debatiéndose como demonios hasta donde permitían los hierros y aullando a pleno pulmón para llamar a los suyos. Cuando me vieron entrar con el fantasma ensangrentado de Juan de Málaga, se callaron.

48
{"b":"101179","o":1}