– ¿Os sucede algo, doña Inés? -me preguntó.
Me despedí deprisa, turbada, y bajé a comenzar mis tareas del día, mientras él iba a las suyas.
Dos días más tarde, la noche del 11 de septiembre de 1541, fecha que nunca he olvidado, las huestes de Michimalonko y sus aliados atacaron Santiago. Como siempre me ocurría cuando Pedro estaba ausente, no podía dormir. No hice el intento de acostarme, con frecuencia pasaba la noche en vela, y me quedé cosiendo hasta tarde, después de mandar al resto de la gente a la cama. Como yo, Felipe era insomne. A menudo encontraba al muchacho indígena en mis paseos nocturnos por las habitaciones de la casa; estaba en algún sitio inesperado, inmóvil y callado, con los ojos abiertos en la oscuridad. Había sido inútil asignarle un jergón o lugar fijo para dormir, se echaba en cualquier parte, sin siquiera una manta para taparse. En esa hora incierta poco antes del amanecer, sentí redoblarse la inquietud que me tenía con un nudo en el estómago desde que Pedro se fue. Había pasado buena parte de la noche rezando, no por exceso de fe sino de miedo. Hablar mano a mano con la Virgen siempre me trae tranquilidad, pero en esa larga noche ella no logró apaciguar las nefastas premoniciones que me atormentaban. Me puse un chal sobre los hombros e hice mi recorrido habitual acompañada por Baltasar, que tenía el hábito de seguirme como una sombra, pegado a mis tobillos. La casa estaba en calma. No encontré a Felipe, pero no me preocupé, solía dormir con los caballos. Me asomé a la plaza y noté la tenue luz de una antorcha en el techo de la casa de Aguirre, donde habían puesto a un soldado de vigía. Pensando que el pobre hombre debía de estar cayéndose de cansancio después de muchas horas de solitaria guardia, calenté un tazón de caldo y se lo llevé.
– Gracias, doña Inés. ¿No descansáis?
– Soy de mal dormir. ¿Hay novedad?
– No. Ha sido una noche tranquila. Como veis, la luna alumbra un poco.
– ¿Qué son esas manchas oscuras, allá, cerca del río?
– Sombras. Hace rato que las he notado.
Me quedé observando por un momento y concluí que era una visión extraña, como si una gran ola oscura saliese del río para juntarse con otra proveniente del valle.
– Esas supuestas sombras no son normales, joven. Creo que debemos avisar al capitán Quiroga, que tiene muy buena vista…
– No puedo dejar mi puesto, señora.
– Yo iré.
Descendí a saltos, seguida por el perro, y corrí a la casa de Rodrigo de Quiroga, en el otro extremo de la plaza. Desperté al indio de guardia, que dormía atravesado en el umbral de lo que un día sería la puerta, y le ordené que convocara al capitán de inmediato. Dos minutos después apareció Rodrigo a medio vestir, pero con las botas puestas y la espada en la mano. Me acompañó deprisa a través de la plaza y subió conmigo a la azotea de Aguirre.
– No hay duda, doña Inés, esas sombras son masas de gente que avanzan hacia acá. Juraría que son indios cubiertos con mantas negras.
– ¿Qué decís? -exclamé, incrédula, pensando en el marqués de Pescara y sus sábanas blancas.
Rodrigo de Quiroga dio la señal de alarma y en menos de veinte minutos los cincuenta soldados, que en esos días estaban siempre preparados, se juntaron en la plaza, cada uno con su armadura y yelmo puestos, las armas prontas. Monroy organizó la caballería -teníamos sólo treinta y dos caballos- y la dividió en dos pequeños destacamentos, uno bajo su mando y el otro al mando de Aguirre, ambos decididos a enfrentar al enemigo afuera, antes que penetrara en la ciudad. Villagra y Quiroga, con los arcabuceros y varios indios, quedaron a cargo de la defensa interna, mientras el capellán, las mujeres y yo debíamos abastecer a los defensores y curarlos. Por sugerencia mía, Juan Gómez llevó a Cecilia, las dos mejores nodrizas indias y los niños de pecho de la colonia a la bodega de nuestra casa, que habíamos cavado bajo tierra con la idea de almacenar víveres y vino. Le entregó a su mujer la estatuilla de Nuestra Señora del Socorro, se despidió de ella con un beso largo en la boca, bendijo a su hijo, cerró la cueva con unas tablas y disimuló la entrada con paletadas de tierra. No encontró otra forma de protegerlos que sepultándolos en vida.
Amanecía el día 11 de septiembre. El cielo estaba despejado y el tímido sol de la primavera iluminaba el contorno de la ciudad en el momento en que comenzó el chivateo monstruoso y la gritería de miles de indígenas que se lanzaban en tropel sobre nosotros. Comprendimos que habíamos caído en una trampa, los salvajes eran mucho más astutos de lo que pensábamos. La partida de quinientos enemigos, que supuestamente formaban el contingente que amenazaba Santiago, era sólo un señuelo para atraer a Valdivia y gran parte de nuestras fuerzas, mientras miles y miles, ocultos en los bosques, aprovecharon las sombras de la noche para acercarse cubiertos con mantas oscuras.
Sancho de la Hoz, quien llevaba meses pudriéndose en una celda, empezó a clamar para que lo soltaran y le dieran una espada. Monroy calculó que se necesitaban desesperadamente todos los brazos, incluso los de un traidor, y mandó que le quitaran los grillos. Debo dejar constancia de que ese día el cortesano se batió con la misma fiereza que los demás heroicos capitanes.
– ¿Cuántos indios calculas que vienen, Francisco? -preguntó Monroy a Aguirre.
– ¡Nada que nos asuste, Alonso! Unos ocho mil o diez mil…
Los dos grupos de caballería salieron al galope a enfrentarse a los primeros atacantes, centauros furiosos, rebanando cabezas y miembros a sablazos, reventando pechos a patadas de caballo. En menos de una hora, sin embargo, debieron replegarse. Entretanto, miles de otros indios corrían ya por las calles de Santiago profiriendo alaridos. Algunos yanaconas y varias mujeres, entrenados con meses de anticipación por Rodrigo de Quiroga, cargaban los arcabuces para que los soldados pudieran disparar, pero el proceso era largo y engorroso; teníamos al enemigo encima. Las madres de las criaturas que Cecilia tenía en la cueva resultaron más valientes que los experimentados soldados, porque peleaban por las vidas de sus niños. Una lluvia de flechas incendiarias cayó sobre los techos de las casas, y la paja, a pesar de que estaba húmeda por las lluvias de agosto, comenzó a arder. Comprendí que debíamos dejar a los hombres con sus arcabuces mientras las mujeres tratábamos de apagar el incendio. Hicimos filas para pasarnos los baldes de agua, pero pronto vimos que era una labor inútil, seguían cayendo flechas y no podíamos gastar el agua disponible en el incendio, ya que pronto los soldados la necesitarían desesperadamente. Abandonamos las casas de la periferia y fuimos agrupándonos en la plaza de Armas.
Para entonces empezaban a llegar los primeros heridos, algunos soldados y varios yanaconas. Catalina, mis mujeres y yo habíamos alcanzado a organizarnos con lo habitual, trapos, carbones, agua y aceite hirviendo, vino para desinfectar y muday para ayudar a soportar el dolor. Otras mujeres estaban preparando ollas de sopa, calabazas con agua y tortillas de maíz, porque la batalla iba para largo. El humo de la paja ardiente cubrió la ciudad, apenas podíamos respirar, nos ardían los ojos. Llegaban los hombres sangrando y les atendíamos las heridas visibles -no había tiempo de quitarles las armaduras-, les dábamos un tazón de agua o caldo y apenas podían sostenerse en pie partían de nuevo a pelear. No sé cuántas veces la caballería se enfrentó a los atacantes, pero llegó un momento en que Monroy decidió que no se podía defender la ciudad entera, que ardía por los cuatro costados, mientras los indios ya ocupaban casi todo Santiago. Conferenció brevemente con Aguirre y acordaron replegarse con sus jinetes y disponer de todas nuestras fuerzas en la plaza, donde se había instalado el viejo don Benito en un taburete. Su herida había cicatrizado gracias a las hechicerías de Catalina, pero estaba débil y no podía sostenerse de pie por mucho tiempo. Disponía de dos arcabuces y un yanacona que lo ayudaba a cargarlos, y durante ese largo día causó estragos entre los enemigos desde su asiento de inválido. Tanto disparó, que se le quemaron las palmas de las manos con las armas ardientes.