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– Dice Cecilia que es inútil supliciar a los mapuche, jamás podrán hacerlos hablar. Los incas lo intentaron muchas veces, pero ni las mujeres ni los niños se quiebran en el tormento -le expliqué a Pedro esa noche, mientras le quitaba la armadura y la ropa, pringosa de sangre seca.

– Entonces los toquis sólo nos servirán como rehenes.

– Me dicen que Michimalonko es muy orgulloso.

– De poco le sirve ahora que está encadenado -me contestó.

– Si no habla a la fuerza, tal vez hable por vanidad. Ya sabes cómo son algunos hombres… -sugerí.

Al día siguiente Pedro decidió interrogar al toqui Michimalonko de una manera tan poco usual, que ninguno de sus capitanes comprendió qué demonios pretendía. Comenzó por ordenar que le quitaran las ataduras y lo llevaran a una vivienda separada, lejos de los otros cautivos, donde las tres indias más bellas de mi servicio lo lavaron y vistieron con ropa limpia de buena calidad, le sirvieron una abundante comida y tanto muday como quiso beber. Valdivia lo hizo escoltar por una guardia de honor y lo recibió en la oficina del cabildo embanderada, rodeado de sus capitanes en armaduras relucientes y con penachos de finísimos colores. Yo asistí con mi vestido de terciopelo color amatista, el único que tenía, los demás quedaron tirados en el camino del norte. Michimalonko me dirigió una mirada apreciativa, no sé si reconoció a la sargentona que lo había enfrentado con una espada. Habían dispuesto dos sillas iguales, una para Valdivia y otra para el toqui. Contábamos con un lengua, pero ya sabíamos que el mapudungu no se puede traducir, porque es un idioma poético que se va creando en la medida en que se habla; las palabras cambian, fluyen, se juntan, se deshacen, es puro movimiento, por eso tampoco se puede escribir. Si uno trata de traducirlo palabra por palabra, no se entiende nada. A lo más, el lengua podía transmitir una idea general. Con el mayor respeto y solemnidad, Valdivia manifestó su admiración por el valor de Michimalonko y sus guerreros. El toqui replicó con similares finezas, y así, de una zalamería en otra, Valdivia fue conduciéndolo por el camino de la negociación, mientras sus capitanes observaban la escena perplejos. El viejo estaba orgulloso de discutir mano a mano con ese poderoso enemigo, uno de los barbudos que habían derrotado nada menos que al imperio del Inca. Pronto empezó a jactarse de su posición, su linaje, sus tradiciones, el número de sus huestes y sus mujeres, que eran más de veinte, pero había espacio en su morada para varias más, incluso alguna chiñura española. Valdivia le contó que Atahualpa había llenado una pieza de oro hasta el techo para pagar su rescate; mientras más valioso el prisionero, más alto el rescate, agregó. Michimalonko se quedó pensando por un rato, sin que nadie lo interrumpiera, preguntándose, supongo, por qué a los huincas les gustaba tanto ese metal, que a ellos sólo les había traído problemas; por años tuvieron que dárselo al Inca como tributo. He aquí, sin embargo, que de pronto podía tener buen uso: pagar su propio rescate. Si Atahualpa llenó una pieza de oro, él no podía ser menos. Entonces se puso de pie, erguido como una torre, se golpeó el pecho con los puños y anunció con voz firme que a cambio de su libertad estaba dispuesto a entregar a los huincas la única mina de la región, unos lavaderos de oro llamados de Marga-Marga, y ofreció además mil quinientas personas para trabajar en ellos.

¡Oro! Hubo regocijo en la ciudad, por fin la aventura de conquistar Chile adquiría sentido para los hombres. Pedro de Valdivia partió con un destacamento bien armado, llevando a Michimalonko a su lado en un hermoso alazán, que le regaló. Llovía a cántaros, iban ensopados y tiritando, pero con muy buen ánimo. Mientras, en Santiago se escuchaban los alaridos de furia de los toquis traicionados por Michimalonko, que todavía estaban encadenados a sus postes. Las trutucas -flautas hechas con largas cañas- respondían desde el bosque a las maldiciones en mapudungu de los jefes.

El jactancioso Michimalonko guió a los huincas por los cerros hacia la desembocadura de un río cerca de la costa, a treinta leguas de Santiago, y de allí hacia un arroyo donde se hallaban los lavaderos que su gente había explotado por muchos años sin otro propósito que satisfacer la codicia del Inca. De acuerdo a lo negociado, puso mil quinientas almas a disposición de Valdivia, más de la mitad de las cuales resultaron ser mujeres, pero no hubo nada que alegar, porque entre los indígenas chilenos ellas realizan el trabajo, los hombres sólo hacen discursos y tareas que requieran músculos, como la guerra, nadar y jugar a la pelota. Los hombres asignados por Michimalonko eran flojísimos, porque no les pareció labor de guerreros pasar el día en el agua con un canastito lavando arena, pero Valdivia supuso que los negros los volverían más complacientes a latigazos. Llevo muchos años en Chile y sé que es inútil esclavizar a los mapuche, se mueren o se escapan. No son vasallos ni entienden la idea del trabajo, menos entienden las razones para lavar oro en el río y dárselo a los huincas. Viven de la pesca, la caza, algunos frutos, como el piñón, las siembras y los animales domésticos. Poseen sólo lo que pueden llevar consigo. ¿Qué razón tendrían para someterse al látigo de los capataces? ¿El temor? No lo conocen. Aprecian primero la valentía y segundo la reciprocidad: tú me das, yo te doy, con justicia. No tienen calabozos, alguaciles ni otras leyes más que las naturales; el castigo también es natural, quien hace algo malo corre el riesgo de que le llegue lo mismo. Así es en la Naturaleza, y no puede ser diferente entre los humanos. Llevan cuarenta años en guerra con nosotros, y aprendieron a torturar, robar, mentir y hacer trampas, pero me han dicho que entre ellos conviven en paz. Las mujeres mantienen una red de relaciones que une a los clanes, incluso aquellos separados por cientos de leguas. Antes de la guerra se visitaban a menudo y, como los viajes eran largos, cada encuentro duraba semanas y servía para fortalecer lazos y la lengua mapudungu, contar historias, bailar, beber, acordar nuevos matrimonios. Una vez al año las tribus se juntaban a campo abierto para un Nguillatún, invocación al Señor de la Gente, Ngenechén, y para honrar a la Tierra, diosa de la abundancia, fecunda y fiel, madre del pueblo mapuche. Consideran una falta de respeto molestar a Dios cada domingo, como nosotros; una vez al año es más que suficiente. Sus toquis poseen una autoridad relativa, porque no hay obligación de obedecerles, sus responsabilidades son más que sus privilegios. Así describe Alonso de Ercilla y Zúñiga la forma en que son elegidos:

Ni van por calidad, ni por herencia,
ni por hacienda y ser mejor nacidos;
mas la virtud del brazo y la excelencia,
ésta hace los hombres preferidos,
ésta ilustra, habilita, perfecciona,
y quilata el valor de la persona.

Al llegar a Chile nada sabíamos de los mapuche, pensábamos que sería fácil someterlos, como hicimos con pueblos mucho más civilizados, los aztecas y los incas. Nos demoramos muchos años en comprender cuán errados estábamos. A esta guerra no se le vislumbra fin, porque cuando supliciamos a un toqui, surge otro de inmediato, y cuando exterminamos una tribu completa, del bosque sale otra y toma su lugar. Nosotros queremos fundar ciudades y prosperar, vivir con decencia y molicie, mientras ellos sólo aspiran a la libertad.

Pedro estuvo ausente varias semanas porque además de organizar el trabajo de la mina, decidió iniciar la construcción de un bergantín para establecer comunicación con el Perú; no podíamos seguir aislados en el culo del mundo y sin otra compañía que salvajes en cueros, como decía Francisco de Aguirre con su habitual franqueza. Encontró una bahía muy propicia, llamada Concón, con una amplia playa de arenas claras, rodeada de bosque de madera sana y resistente al agua. Allí instaló al único de sus hombres que tenía vagas nociones marítimas, secundado por un puñado de soldados, varios capataces, indios auxiliares y otros que facilitó Michimalonko.

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