Por su parte, esta princesa, quien servía de puente entre la cultura quechua y la nuestra, estableció una red de información valiéndose de sus siervas. Incluso fue a visitar al curaca Vitacura, quien cayó de rodillas y golpeó el suelo con la frente cuando supo que ella era la hermana menor del inca Atahualpa. Cecilia averiguó que en el Perú las cosas estaban muy revueltas, incluso había rumores de que Pizarro había muerto. Me apresuré a contárselo a Pedro, dentro del mayor secreto.
– ¿Cómo sabes si es verdad, Inés?
– Eso dicen los chasquis. No puedo asegurar que sea cierto, pero conviene tomar precauciones, ¿no te parece?
– Por suerte, estamos lejos del Perú.
– Sí, pero ¿qué pasa con tu titulo si muere Pizarro? Tú eres su teniente gobernador.
– Si Pizarro muere, estoy seguro de que Sancho de la Hoz y otros volverán a cuestionar mi legitimidad.
– Distinto sería si tú fueras gobernador, ¿verdad? -sugerí.
– No lo soy, Inés.
La idea quedó suspendida en el aire, ya que Pedro sabía muy bien que yo no me quedaría impávida. Aproveché mi amistad con Rodrigo de Quiroga y Juan Gómez para echar a correr la idea de que Valdivia debía ser nombrado gobernador. A los pocos días ya no se hablaba de otra cosa en Santiago, tal como yo calculaba. En eso se desataron las primeras lluvias del invierno, subió el cauce del Mapocho, se desbordaron sus aguas y la naciente ciudad quedó convertida en un barrizal, pero eso no impidió que se reuniera el cabildo, con gran solemnidad, en una de las chozas. El lodo llegaba a los tobillos de los capitanes que se juntaron para designar gobernador a Valdivia. Cuando vinieron a nuestra casa a anunciar la decisión, él pareció tan sorprendido que me asusté. Tal vez se me había pasado la mano en el afán de adivinarle el pensamiento.
– Me emociona la confianza que vuestras mercedes depositáis en mí, pero ésta es una resolución precipitada. No estamos seguros de la muerte del marqués Pizarro, a quien yo tanto debo. De ninguna manera puedo pasar sobre su autoridad. Lo lamento, mis buenos amigos, pero no puedo aceptar el alto honor que me hacéis.
Apenas los capitanes se fueron, Pedro me explicó que la suya era una astuta maniobra para protegerse, ya que en el futuro podían acusarlo de haber traicionado al marqués, pero estaba seguro de que sus amigos volverían a la carga. En efecto, los miembros del cabildo regresaron con una petición escrita y firmada por todos los vecinos de Santiago. Alegaron que estábamos muy lejos del Perú y mucho más lejos aún de España, sin comunicación, aislados en el fin del mundo, por eso le suplicaban a Valdivia que fuera nuestro gobernador. Muerto o no Pizarro, igual querían que él ocupara ese cargo. Tres veces debieron insistir, hasta que le soplé a Pedro que bastaba de hacerse de rogar, porque sus amigos podían fastidiarse y acabar nombrando a otro; había varios honorables capitanes que estarían felices de ser gobernadores, como me constaba por los chismes de las indias. Entonces se dignó aceptar: ya que todos lo pedían, él no podía oponerse, la voz del pueblo es la voz de Dios, acataba humildemente la voluntad general para servir mejor a su majestad, etcétera. Se extendió el documento pertinente, que lo ponía a salvo de cualquier acusación en el futuro, y así fue como se nombró al primer gobernador de Chile por decisión popular y no por cédula real. Valdivia designó a Monroy su teniente gobernador y yo pasé a ser la Gobernadora, así con mayúscula, porque es el cargo que la gente me ha dado durante cuarenta años. Para los efectos prácticos, más que un honor esto ha sido una grave responsabilidad. Me convertí en madre de nuestro pequeño poblado, debía velar por el bienestar de cada uno de sus habitantes, desde Pedro de Valdivia hasta la última gallina del corral. No había descanso para mí, vivía pendiente de los detalles cotidianos: comida, ropa, siembras, animales. Por suerte, nunca he necesitado más de tres o cuatro horas de sueño, de modo que disponía de más tiempo que otros para hacer mi trabajo. Me propuse conocer a cada soldado y yanacona por su nombre y les hice saber que mi puerta siempre estaba abierta para recibirles y escuchar sus cuitas. Me ocupé de que no hubiese castigos injustos ni desproporcionados, en especial a los indios; Pedro confiaba en mi buen criterio y por lo general me escuchaba antes de decidir una sentencia. Creo que para entonces la mayoría de los soldados me había perdonado el trágico episodio de Escobar y me tenía respeto, porque había curado a muchos de sus heridas y fiebres, les había alimentado en la mesa común y ayudado a acomodar sus viviendas.
La noticia de que Pizarro había muerto no resultó cierta, pero fue profética. En ese momento el Perú estaba en calma, pero un mes más tarde un pequeño grupo de «rotos chilenos», es decir, antiguos soldados de la expedición de Almagro, irrumpieron en el palacio del marqués gobernador y le dieron muerte a cuchilladas. Un par de criados salieron en su defensa, mientras sus cortesanos y centinelas escapaban por los balcones. La población de la Ciudad de los Reyes no lamentó lo ocurrido, estaba hasta la coronilla de los excesos de los hermanos Pizarro, y en menos de dos horas el marqués gobernador fue reemplazado por el hijo de Diego de Almagro, un mozo inexperto, quien el día anterior no tenía un maravedí para comer y de la noche a la mañana era dueño de un imperio fabuloso. Cuando la noticia se confirmó en Chile, meses más tarde, Valdivia ya tenía seguro su cargo de gobernador.
– En verdad eres bruja, Inés… -murmuró Pedro, asustado, cuando lo supo.
Durante el invierno fue evidente la hostilidad de los indios del valle. Pedro dio orden de que nadie abandonara la ciudad sin un motivo justificado y sin protección. Se terminaron mis visitas a las machis y a los mercados, pero creo que Catalina mantuvo contacto con las aldeas, porque continuaron sus sigilosas desapariciones nocturnas. Cecilia averiguó que Michimalonko estaba preparándose para atacamos y que para incentivar a sus guerreros les había ofrecido los caballos y las mujeres de Santiago. Sus huestes se iban engrosando y ya había seis toquis con sus gentes acampados en uno de sus fuertes o pucara esperando el momento propicio para iniciar la guerra.
Valdivia escuchó de labios de Cecilia los detalles, conferenció con sus capitanes y decidió tomar la iniciativa. Dejó el grueso de sus soldados para proteger Santiago y partió con Alderete, Quiroga y un destacamento de sus mejores soldados a enfrentarse con Michimalonko en su propio terreno. La pucara era una construcción de barro, piedra y madera, rodeada de una empalizada de troncos, que daba la impresión de haber sido levantada a la rápida, como protección temporal. Además, estaba ubicada en un punto vulnerable y mal defendida, de modo que los soldados españoles no tuvieron gran dificultad en aproximarse de noche y prenderle fuego. Esperaron afuera a que los guerreros fueran saliendo, ahogados por el humo, y mataron a un número impresionante de ellos. La derrota de los indígenas fue rápida, y los nuestros capturaron a varios caciques, entre ellos a Michimalonko. Los vimos llegar a pie, atados a las monturas de los capitanes que los arrastraban; magullados y ofendidos, pero soberbios. Corrían al lado de los caballos sin dar muestras de temor ni cansancio. Eran hombres bajos de estatura pero bien formados, delicados de pies y manos, fornidos de espaldas y miembros, levantados de pecho. Llevaban el negro cabello largo y trenzado con tiras de colores y los rostros pintados de amarillo y azul. Supe que el toqui Michimalonko tenía más de setenta años, pero costaba creerlo, porque no le faltaban dientes y era alentado como un muchacho. Los mapuche que no mueren en accidentes o en la guerra pueden vivir en espléndidas condiciones hasta pasados los cien años. Son muy fuertes, valientes y atrevidos, resisten los fríos mortales, el hambre y los calores. El gobernador ordenó dejar a los toquis engrillados en la choza destinada a prisión; sus capitanes planeaban darles tormento para averiguar si había minas de oro en la región, por si el curaca Vitacura hubiese mentido.