Un pregonero y un redoble de tambores anunciaron la ejecución. Juan Gómez, en su calidad de alguacil, dijo que el soldado Escobar había cometido un grave acto de indisciplina, había penetrado en la tienda del capitán general con aviesos propósitos y atentado contra su honor. No se necesitaban más explicaciones, a nadie le cupo duda de que el muchacho pagaría con la vida su amor de cachorro. Los dos negros encargados de las ejecuciones escoltaron al reo hasta la plaza. Escobar iba sin cadenas, derecho como una lanza, tranquilo, la mirada fija adelante, como si marchara en sueños. Había pedido que le permitieran lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Se puso de rodillas y el capellán le dio la extremaunción, lo bendijo y le pasó la Santa Cruz para que la besara. Los negros lo condujeron al patíbulo, le ataron las manos a la espalda y le ligaron los tobillos, luego pasaron la cuerda en torno a su cuello. Escobar no permitió que le colocaran una capucha, creo que quería morir mirándome, para desafiar a Pedro de Valdivia. Le sostuve la mirada, tratando de darle consuelo.
Al segundo redoble de tambores, los negros quitaron el soporte bajo los pies del reo y éste quedó colgado en el aire. Un silencio de tumba reinaba en el campamento entre la gente, sólo se oían los tambores. Durante un tiempo que me pareció eterno, el cuerpo de Escobar se balanceó de la horca, mientras yo rezaba y rezaba, desesperada, apretando la estatua de la Virgen contra mi pecho. Y entonces sucedió el milagro: la cuerda se cortó de súbito y el muchacho cayó desplomado al suelo, donde quedó tendido, como muerto. Un largo grito de sorpresa escapó de muchas bocas. Pedro de Valdivia dio tres pasos adelante, pálido como un cirio, sin poder creer lo que había ocurrido. Antes de que alcanzara a dar una orden a los verdugos, el capellán se adelantó con la Santa Cruz en alto, tan perplejo como los demás.
– ¡Es el juicio de Dios! ¡El juicio de Dios! -gritaba.
Como una ola sentí primero el murmullo y luego la frenética algarabía de los indios, una ola que se estrelló contra la rigidez de los soldados españoles, hasta que uno se persignó y puso una rodilla en tierra. De inmediato otro siguió su ejemplo, y otro más, hasta que todos, menos Pedro de Valdivia, estuvimos arrodillados. El juicio de Dios…
El alguacil Juan Gómez hizo a un lado a los verdugos y él mismo quitó el lazo del cuello a Escobar, le cortó las amarras de las muñecas y los tobillos y le ayudó a ponerse de pie. Sólo yo noté que entregó la cuerda del patíbulo a un indio y éste se la llevó de inmediato, antes de que a alguien se le ocurriera examinarla de cerca. Juan Gómez ya no me debía ningún favor.
Escobar no fue puesto en libertad. Su sentencia fue conmutada por el destierro, tendría que volver al Perú, deshonrado, con un yanacona por única compañía y a pie. En caso de que lograra evadir a los indios hostiles del valle, perecería de sed en el desierto, y su cuerpo, disecado como las momias, quedaría sin sepultura. Es decir, más misericordioso hubiese sido ahorcarlo. Una hora más tarde abandonó el campamento con la misma calmada dignidad con que caminó hacia el patíbulo. Los soldados que antes se burlaron de él hasta enloquecerlo, formaron dos filas respetuosas y él pasó por el medio, lentamente, despidiéndose con los ojos, sin una palabra. Muchos tenían lágrimas, arrepentidos y avergonzados. Uno le entregó su espada, otro un hacha corta, un tercero llegó halando una llama cargada con unos bultos y odres de agua. Yo observaba la escena desde lejos, luchando contra la animosidad que sentía contra Valdivia, tan fuerte que me ahogaba. Cuando el muchacho ya salía del campamento, le di alcance, desmonté y le entregué mi único tesoro, el caballo.
Nos quedamos siete semanas en el valle, donde se nos sumaron veinte españoles más, entre ellos dos frailes y un tal Chinchilla, sedicioso y vil, quien desde el comienzo conspiró con Sancho de la Hoz para asesinar a Valdivia. A De la Hoz le habían quitado los grillos y circulaba libre por el campamento, acicalado y fragante, dispuesto a vengarse del capitán general, pero bien vigilado por Juan Gómez. De los ciento cincuenta hombres que ahora formaban la expedición, todos menos nueve eran hidalgos, hijos de la nobleza rural o empobrecida, pero tan hidalgos como el mejor. Según Valdivia, eso nada significa, porque sobran hidalgos en España, pero yo creo que estos fundadores legaron sus ínfulas al Reino de Chile. A la sangre altiva de los españoles se sumó la sangre indómita de la raza mapuche, y de la mezcla ha resultado un pueblo de un orgullo demencial.
Después de la expulsión del muchacho Escobar, el campamento tardó unos días en recuperar la normalidad. La gente andaba enojada, se podía sentir la ira en el aire. A los ojos de los soldados, la culpa fue mía: yo tenté al inocente muchacho, lo seduje, lo saqué de quicio y lo llevé a la muerte. Yo, la impúdica concubina. Pedro de Valdivia sólo cumplió con el deber de defender su honor. Durante mucho tiempo sentí el rencor de esos hombres como una quemadura en la piel, tal como antes había sentido su lascivia. Catalina me aconsejó que permaneciera en mi tienda hasta que se calmaran los ánimos, pero había mucho trabajo con los preparativos del viaje y no me quedó otra alternativa que enfrentarme a la maledicencia.
Pedro estaba ocupado con la incorporación de los nuevos soldados y con los rumores de traición que circulaban, pero tuvo tiempo de saciar su ira en mí. Si comprendió que se había propasado en su afán de vengarse de Escobar, nunca lo admitió. La culpa y los celos le encendieron el deseo, quería poseerme a cada rato, incluso en la mitad del día. Interrumpía sus deberes o sus conferencias con otros capitanes para arrastrarme a la tienda, a ojos vista del campamento entero, de modo que no quedó nadie que no se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo. A Valdivia no le importaba, lo hacía adrede para establecer su autoridad, humillarme y desafiar a los chismosos. Nunca habíamos hecho el amor con esa violencia, me dejaba magullada y pretendía que me gustara. Quiso que gimiera de dolor, en vista de que ya no gemía de placer. Ése fue mi castigo, sufrir la suerte de una ramera, tal como el de Escobar fue perecer en el desierto. Aguanté el maltrato hasta donde me fue posible, pensando que en algún momento a Pedro tendría que enfriársele la soberbia, pero a la semana se me acabó la paciencia y, en vez de obedecerle cuando quiso hacer conmigo como los perros, le di una sonora bofetada en la cara. No supe cómo sucedió, la mano se me fue sola. La sorpresa nos dejó a los dos paralizados por un largo momento y enseguida se rompió el maleficio en que estábamos atrapados. Pedro me estrechó, arrepentido, y yo me eché a temblar, tan contrita como él.
– ¡Qué he hecho! ¿Adónde hemos llegado, amor? Perdóname, Inés, olvidemos esto, por favor… -murmuró.
Nos quedamos abrazados, con el alma en un hilo, mascullando explicaciones, perdonándonos, y al final nos dormimos agotados, sin holgar. A partir de ese momento empezamos a recuperar el amor perdido. Pedro volvió a cortejarme con la pasión y la ternura de los primeros tiempos. Dábamos cortos paseos, siempre con guardias, porque en cualquier momento podían caernos encima indios hostiles. Comíamos solos en la tienda, me leía por las noches, pasaba horas acariciándome para darme el placer que poco antes me había negado. Estaba tan ansioso por un hijo como yo, pero no quedé preñada, a pesar de los rosarios a la Virgen y los jarabes que preparaba Catalina. Soy estéril, no pude tener hijos con ninguno de los hombres a los que amé, Juan, Pedro y Rodrigo, ni con los que gocé de encuentros breves y secretos; pero creo que Pedro también lo era, porque no los tuvo con Marina ni con otras mujeres. «Dejar fama y memoria de mí», fue su razón para conquistar Chile. Tal vez así reemplazó a la dinastía que no pudo fundar. Dejó su apellido en la Historia, ya que no pudo legarlo a sus descendientes.