Este juego satánico, que empezó a poco de salir de Tarapacá, fue olvidado durante la espantosa travesía del desierto, donde nadie tenía ánimo para tonterías, pero se reanudó con más intensidad en el manso valle de Copiapó. La herida leve que Escobar tenía en un brazo se infectó, a pesar de que se la habíamos quemado, y debía curarlo y cambiarle el vendaje a menudo. Llegué a temer que sería necesaria una intervención drástica, pero Catalina me hizo ver que la carne no olía mal y el muchacho no tenía fiebre. «No más rascándose, pues, señoray, ¿que no lo ves?», me insinuó. Me negué a creer que Escobar se hurgaba la herida para tener el pretexto de que yo se la tratara, pero comprendí que había llegado el momento de hablar con él.
Era la hora del anochecer, cuando empezaba la música en el campamento: las vihuelas y flautas de los soldados, las tristes quenas de los indios, los tambores africanos de los capataces. Junto a una de las fogatas, la cálida voz de tenor de Francisco de Aguirre entonaba una canción picaresca. En el aire flotaba el aroma delicioso de la única comida del día, carne asada, maíz, tortillas al rescoldo. Catalina había desaparecido, como solía ocurrir por las noches, y yo estaba en mi tienda con Escobar, a quien acababa de limpiarle la herida, y mi perro Baltasar, que le había tomado cariño al muchacho.
– Si esto no mejora pronto, me temo que deberemos cortaros el brazo -le anuncié a bocajarro.
– Un soldado manco no sirve de nada, doña Inés -murmuró, lívido de miedo.
– Un soldado muerto sirve aún menos.
Le ofrecí un vaso de chicha de tuna para ayudarlo a pasar el susto y yo misma ganar tiempo, porque no sabía cómo abordar el tema. Por fin, opté por la franqueza.
– Me doy cuenta de que me buscáis, Escobar, y como esto puede resultar muy inconveniente para los dos, de ahora en adelante Catalina os hará las curaciones.
Y entonces, como si hubiera estado aguardando que alguien entreabriera la puerta de su corazón, Escobar me soltó una retahíla de confesiones mezcladas con declaraciones y promesas de amor. Traté de recordarle con quién se estaba propasando, pero no me dejó hablar. Me abrazó con fuerza y con tan mala suerte, que al echarme hacia atrás tropecé con Baltasar y me fui de espaldas al suelo con Escobar encima. A cualquier otro que me atacara así, el perro lo habría destrozado, pero conocía muy bien al joven, creyó que era un juego y, en vez de agredirlo, saltaba en torno a nosotros, ladrando gustoso. Soy fuerte y no tuve dudas de que podía defenderme, por eso no grité. Sólo una tela encerada nos separaba de la gente que había afuera, no podía hacer un escándalo. Con el brazo herido él me mantenía apretada contra su pecho, con la otra mano me sujetaba la nuca y sus besos, mojados de saliva y lágrimas, me caían por el cuello y la cara. Alcancé a invocar a Nuestra Señora del Socorro, preparándome para darle un rodillazo en la ingle, pero ya era tarde, porque en ese momento apareció Pedro con su espada en la mano. Había estado todo el tiempo espiándonos desde el otro cuarto de la carpa.
– ¡Nooo! -grité horrorizada cuando lo vi dispuesto a traspasar con su acero al infeliz soldadito.
Con un impulso brutal logré voltearme para cubrir a Escobar, que quedó debajo de mí. Traté de protegerlo de la espada desnuda tanto como del perro, que para entonces había asumido su papel de guardián e intentaba morderlo.
No hubo juicio ni explicaciones. Pedro de Valdivia simplemente llamó a don Benito y le ordenó que ahorcase al soldado Escobar a la mañana del día siguiente, después de misa, delante del campamento formado. Don Benito se llevó al tembloroso muchacho de un brazo y lo dejó en una de las tiendas, vigilado pero sin cadenas. Escobar estaba hecho un guiñapo, pero no por el miedo a morir, sino por el dolor de su corazón destrozado. Pedro de Valdivia se fue a la tienda de Francisco de Aguirre, donde se quedó jugando a los naipes con otros capitanes, y no regresó hasta el amanecer. No me permitió hablar con él, y, creo que por una vez, si lo hubiese hecho, yo no habría encontrado la forma de hacerle cambiar de parecer. Estaba endemoniado de celos.
Entretanto, el capellán González de Marmolejo intentaba consolarme diciendo que lo ocurrido no era mi culpa, sino de Escobar, por desear a la mujer del prójimo, o alguna sandez por el estilo.
– Supongo que no os quedaréis de brazos cruzados, padre. Debéis convencer a Pedro de que está cometiendo una grave injusticia -le exigí.
– El capitán general debe mantener orden entre su propia gente, hija, no puede permitir este tipo de agravio.
– Pedro puede permitir que sus hombres violen y golpeen a las mujeres de otros hombres, pero ¡ay si le tocan a la suya!
– Ya no puede retractarse. Una orden es una orden.
– ¡Claro que puede retractarse! La falta de ese joven no merece la horca, lo sabéis tan bien como yo. ¡Id a hablar con él!
– Iré, doña Inés, pero os adelanto que no cambiará de opinión.
– Podéis amenazarlo con la excomunión…
– ¡Esa amenaza no puede hacerse a la ligera! -exclamó el fraile, horrorizado.
– En cambio, Pedro sí puede echarse un muerto en la conciencia a la ligera, ¿verdad? -repliqué.
– Doña Inés, os falta humildad. Esto no está en vuestras manos, está en manos de Dios.
González de Marmolejo se fue a hablar con Valdivia. Lo hizo ante los capitanes que jugaban a las cartas con él porque pensó que éstos lo ayudarían a convencerlo de que perdonara a Escobar. Se equivocó de medio a medio. Valdivia no podía dar su brazo a torcer frente a testigos, y además sus compinches le dieron la razón; ellos habrían hecho lo mismo en su lugar.
Entonces me fui a la tienda de Juan Gómez y Cecilia, con la excusa de ver al recién nacido. La princesa inca estaba más bella que nunca, echada sobre un mullido colchón, descansando, rodeada de sus siervas. Una india le sobaba los pies, otra le peinaba el cabello retinto, otra estrujaba leche de llama de un trapo en la boca del crío. Juan Gómez, embelesado, observaba la escena como si estuviera ante el pesebre del Niño Jesús. Sentí un retortijón de envidia: habría dado media vida por estar en el lugar de Cecilia. Después de felicitar a la joven madre y besar al chiquito, cogí de un brazo al padre y me lo llevé afuera. Le conté lo que había ocurrido y le pedí ayuda.
– Vos sois el alguacil, don Juan, haced algo, por favor -le rogué.
– No puedo contravenir una orden de don Pedro de Valdivia -me contestó, con los ojos desorbitados.
– Me da vergüenza recordároslo, don Juan, pero me debéis un favor…
– Señora, ¿me estáis pidiendo esto porque tenéis un interés particular en el soldado Escobar? -me preguntó.
– ¿Cómo se os ocurre? Os lo pediría por cualquier hombre de este campamento. No puedo permitir que don Pedro cometa este pecado. Y no me digáis que se trata de una cuestión de disciplina militar, los dos sabemos que son puros celos.
– ¿Qué proponéis?
– Esto está en manos de Dios, como dice el capellán. ¿Qué os parece si ayudamos un poco a la mano divina?
Al día siguiente, después de la misa, don Benito convocó a la gente en la plaza central del campamento, donde todavía se alzaba la horca que había servido para el desafortunado Ruiz, con la cuerda preparada. Yo asistí por primera vez, porque hasta entonces me las había arreglado para no presenciar suplicios ni ejecuciones; bastante tenía con la violencia de las batallas y el sufrimiento de los heridos y enfermos que me tocaba sanar. Llevé a Nuestra Señora del Socorro en los brazos, para que todos pudieran verla. Los capitanes se pusieron en primera fila formando un cuadrilátero, les seguían los soldados y, más atrás, los capataces y la multitud de yanaconas, indias de servicio y mancebas. El capellán había pasado la noche en vela rezando, después de haber fracasado en su gestión con Valdivia. Tenía la piel verdosa y ojeras moradas, como solía ocurrirle cuando se flagelaba, aunque sus azotes eran para la risa, según las indias, que sabían muy bien lo que es un látigo en serio.