Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Apenas Mardou se va al cuarto de baño, aprovecho para decirle a Yuri: «Estoy bastante enfadado y celoso por lo que hicisteis anoche tú y Mardou en el asiento trasero del coche; te aseguro, viejo, que es así.» «No fue culpa mía, ella empezó.» «Escucha, ya se sabe que tú eres un… podrías no dejarle hacer esas cosas, mantenerla a distancia, ya se sabe que eres un Don Juan y que todas se vuelven locas por ti», y estoy diciendo esto justo cuando Mardou regresa, mirándonos con atención, y aunque no oye las palabras que hemos dicho las siente en el aire; Yuri aferra el picaporte de la puerta todavía abierta y dice, «Bueno: de todos modos me voy a casa de Adam, nos veremos más tarde allí».

«¿Qué le dijiste a Yuri…?» Le repito palabra por palabra. «Dios santo, la tensión se ha vuelto insoportable en esta casa…» (humildemente reflexiono que en vez de mostrarme adusto y serio como un Moisés, apoyándome en mis celos y en mi posición, me he reducido a un breve y nervioso cambio de palabras, a una conversación entre «poetas», con Yuri, como siempre, demostrándole la tensión pero no lo positivo de mis sentimientos con mis palabras; humildemente considero mi humildad; estoy triste, quisiera estar con Carmody…).

«Querido, me voy de compras, ¿crees que encontraré un pollo en Columbus…? Me parece haber visto algunos… ¿Qué te parece?, prepararé un buen pollo para la cena.» «Pero», me digo, «¿qué ganamos con una buena cena doméstica a base de pollo, cuando te has enamorado de Yuri, hasta el punto de que tiene que irse en el momento mismo en que entras en el cuarto, ante la presión de mis celos y tus posibilidades, como fue profetizado en sueños?» «Quisiera» (en voz alta) «estar un rato con Carmody, me siento triste; tú te quedas, preparas el pollo, puedes empezar a comerlo… sola… vendré más tarde a buscarte». «Pero siempre terminamos así, salimos siempre, no estamos nunca solos.» «Ya lo sé, pero esta noche estoy triste, tengo que ver a Carmody, por un motivo especial y recóndito, no me hagas preguntas, siento un deseo tremendo y melancólico de verle, y tengo motivos también, después de todo el otro día le hice un retrato» (había dibujado mis primeros bocetos a lápiz de figuras humanas, que fueron recibidos con exclamaciones de asombro por Carmody y por Adam, y por lo tanto me sentía bastante orgulloso) «y después de todo, mientras dibujaba esos bocetos de Frank, el otro día, descubrí tanta tristeza en las arrugas que tiene bajo los ojos, que sé que…» (para mí: sé que comprenderá lo triste que estoy hoy, sé que él ha sufrido así en cuatro continentes). Reflexionando, Mardou no sabe qué actitud tomar, cuando repentinamente le cuento mi breve conversación con Yuri, la parto que me había olvidado decirle la primera vez (y también he olvidado transcribirla aquí): «Me dijo: "Leo, no creas que quiero hacer nada con Mardou, sabes que no me gustan…"» «¡Ah, así que no le gustan! ¡Valiente roñoso es tu Yuri!» (los mismos dientes de la alegría son ahora los portales por donde pasan los vientos de la ira, y sus ojos centellean) y percibo ese énfasis de mofinómano en los osos, esa costumbre de Mardou de marcar el oso de las palabras, como hacen tantos mofinómanos que conozco, por algún motivo íntimo de pesadez y somnolencia, que en Mardou yo siempre había atribuido a su sorprendente modernismo, aprendido quién sabe dónde (como una vez le pregunté), «¿Dónde, dónde aprendiste todo lo que sabes y esa manera tan sorprendente de hablar?», pero ahora, el oír ese oso tan interesante sólo consigue enfurecerme ya que se encuentra incluido en una frase de intención demasiado transparente acerca de Yuri, con la cual me demuestra que no le desagradaría en absoluto encontrarse nuevamente con él en una reunión o en cualquier otra parte, «que me diga algo por el estilo, que no le gustan, etcétera», ya le dirá ella unas cuantas cosas. «Oh», le digo, «ahora te han venido las ganas de acompañarme a la reunión en casa de Adam, porque así puedes arreglar cuentas con Yuri y contestarle como se merece; eres demasiado transparente».

«Santo cielo», me dice mientras pasamos junto a los bancos de esa iglesia que es el parque, el triste parque de lodo nuestro verano, «ahora me insultas, llamándome transparente».

«Bueno, sí, ésa es la verdad, ¿crees acaso que no me doy cuenta de todo? Primero no quieres ir a casa de Adam por nada del mundo, y ahora que te cuento… bueno, al diablo; si no es perlectamente transparente como un cristal, no sé qué es.» «Santo cielo, ahora me insultas» (riéndose con su resoplido de siempre) y para decir la verdad los dos nos reímos histéricamente, como si no hubiera sucedido absolutamente nada entre nosotros, como si fuéramos en realidad una pareja de esas personas felices y despreocupadas que se ven en los noticieros de cine atareadas por las calles, encaminándose a sus obligaciones y lugares de cita; y nosotros nos encontramos en el mismo triste, misterioso, lluvioso noticiero, pero dentro de nosotros (como ha de ocurrir también dentro de los títeres cinematográficos de la pantalla) el torbellino turbulento tumescente aliterativo, como un martillo que golpea cerebro, carne, coyunturas, cáspita cómo siento haber nacido…

Para colmo, como si no fuera bastante, el mundo entero se rasga cuando Adam abre la puerta de su casa, haciéndonos una solemne reverencia, pero con un brillo y un secreto en la mirada, y una especie de mala acogida que inmediatamente hace que se me ericen los pelos de la espalda, «¿Qué pasa?» Advierto entonces la presencia de otras personas, además de Frank y Adam y Yuri. «Tenemos visitas.» «Oh», digo yo, «¿visitas importantes?» «Así parece.» «¿Quién?» «MacJones y Phyllis.» «¿Cómo?» (ha llegado el gran momento; por fin tendré que hacer frente -o retirarme- a mi superenemigo literario Balliol MacJones, en otros tiempos tan amigo mío que a veces, excitados por la conversación, nos volcábamos la cerveza sobre las rodillas, arrastrados por el interés de lo que decíamos; en esos años conversábamos, nos prestábamos libros y los leíamos, y literatizábamos tanto que el pobre inocente había terminado, aunque parezca mentira, por caer en cierto modo bajo mi influencia; es decir, en cierto sentido, ya de mí aprendió la forma de hablar y el estilo, sobre todo la historia de la generación de los beat, de los hipsters, de los subterráneos, y yo entonces le dije: «Mac, deberías escribir un gran libro sobre todo lo que sucedió cuando Leroy vino a Nueva York en 1949, pero sin dejar nada sin decir, hazlo»; y lo hizo, y me lo hizo creer, y en sucesivas visitas a su casa Adam y yo nos mostramos bastante descontentos con su manuscrito, exponiendo nuestras críticas; y sin embargo apenas el libro aparece le ofrecen veinte mil dólares de adelanto, una cantidad nunca vista, mientras todos nosotros los beat tenemos que vivir como vagabundos, vivimos en la miseria de la Playa o de la calle Market, o de Times Square cuando estamos en Nueva York, aunque Adam y yo hemos declarado solemnemente, con estas textuales palabras: «Jones no pertenece a nuestro mundo, sino al mundo de los idiotas urbanos» (un Adamis-mo). Por lo tanto, coincidiendo su gran éxito con el momento en que yo me encontraba en la mayor pobreza, y más olvidado por los editores, y (peor todavía, esclavizado por la droga y por la paranoia) me enfadé un poco, pero no demasiado, aunque algo le hice comprender, si bien después de varias calamidades y viajes y manifestaciones diversas de las diversas guadañas locales de nuestro padre el tiempo cambié de opinión y le escribí varias cartas de disculpas desde alta mar; cartas que luego destruía sin mandar. Y también él me escribía de vez en cuando, hasta que un año después, oficiando Adam en su calidad de santo y arbitro, informó que existían posibilidades de reconciliación, tanto de parte suya como de parte mía; había llegado por fin el gran momento en que tendría que enfrentarme con el viejo Mac, darle la mano y declarar que a lo pasado, pisado, y dejar a un lado todos nuestros rencores; lo que muy poca impresión podía causarle a Mardou, que es tan independiente y tan inalcanzable al estilo moderno, tan desesperante en realidad. De todos modos, MacJones estaba en casa de Adam, e inmediatamente exclamó en voz alta: «Qué bueno, qué grande, tenía tantas ganas de verte», me precipité en el living-room y pasando por encima de la cabeza de alguien que en ese momento se levantaba (era Yuri), Balliol y yo nos dimos un estrecho apretón de manos; luego me senté y me quedé un rato callado, reflexionando, ni siquiera observé dónde había conseguido ubicarse la pobre Mardou (aquí, como en casa de Brom-berg, como en todas partes, pobre ángel oscuro); finalmente me fui al dormitorio, incapaz de seguir soportando la conversación de sociedad que borbotaban no solamente Yuri sino también Jones (y su mujer Phyllis, que insistía en mirarme fijamente para ver si la locura se me había pasado), me precipité en el dormitorio y me acosté en la oscuridad; y a la primera oportunidad que se me presentó, traté de convencer a Mardou de que se acostara a mi lado, pero ella me contestó: «No, Leo, no tengo ganas de estar aquí acostada en la oscuridad.» Luego entró Yuri y se puso una de las corbatas de Adam, diciendo: «Salgo a buscarme una muchacha»; tenemos una especie de cambio de palabras en voz baja, lejos de los demás que están en la sala, y nos lo perdonamos todo. Pero al ver que Jones no se levanta de su sofá, pienso que en realidad no quiere hablar conmigo, y probablemente en secreto desea que me vaya; cuando por fin Mardou, en uno de sus paseos, vuelve a mi lecho de vergüenza y dolor y refugio, le digo: «¿De qué están hablando allí adentro, de bop? No le digas a él ni una palabra sobre la música» (que deslumhra lo que le interesa por sus propios medios, pienso egoístamente). ¡El único escritor de bop soy yo! Pero como me encargan que baje a buscar cerveza, cuando vuelvo con la cerveza en los brazos están todos en la cocina, y en primer plano Mac, sonriendo y diciendo: «Leo, déjame ver esos dibujos que has hecho según me han contado, quisiera verlos». Por lo tanto nos hacemos amigos otra vez, mientras miramos los dibujos, y Yuri no se puede contener y muestra también los suyos (porque también dibuja), y Mardou está en la otra habitación, nuevamente olvidada; pero se trata de un momento histórico, y mientras pasamos a estudiar los tétricos dibujos sudamericanos de Carmody, con aldeas en plena selva y ciudades andinas donde se ven pasar las nubes, advierto la ropa de calidad y sumamente elegante de Mac, y su reloj de pulsera; me siento orgulloso de él: ahora se ha dejado un bigotito muy atrayente que confirma su madurez, cosa que anuncio a todos los presentes; la cerveza ya empieza a hacernos entrar en calor, luego Phyllis, la mujer de Mac, empieza a preparar algo de comer y la cordialidad aumenta…

27
{"b":"101171","o":1}